Empezó a amanecer, las primeras claridades
intentaron levantar las brumas de la madrugada. Primero se empezaron a delinear
las escasas píceas que sobrevivían desperdigadas como centinelas de la noche en
la inmensidad blanca que tenía delante. Después empezó a divisar a su derecha
el terraplén del ferrocarril Moscú-Leningrado, que se elevaba cinco o seis
metros sobre el resto de la nevada planicie. A continuación surgieron los
contornos de las isbas que se dispersaban entre ellos y los enemigos, todas
abandonadas desde que se les aproximó la guerra. Por fin pudo ver las
alambradas que cubrían la posición y que se perdían a un lado y otro a lo largo
de centenares de kilómetros. Estaba llegando el momento de ser relevado, pasó
la mano enfundada en la gruesa manopla sobre su cara y cabeza para quitar la
escarcha helada que la cubría. Ansiaba el instante de regresar al leve calor del
búnker, no podía soportar mucho más tiempo aquel cuchillo helado que atravesaba
las capas de ropa y se clavaba en los huesos.
Volvió la cara hacia la trinchera esperando que
apareciera el relevo, y en ese momento sonó una explosión. Instintivamente se
apretó contra el terreno helado y le pareció que el cielo se derrumbaba sobre
él. El primer estallido se expandió, sin la más mínima pausa, en un terremoto
de fuego y metralla que cayó sobre la posición como una tempestad incontenible.
El ruido era ensordecedor, la luz de las explosiones cegadora, el hielo,
triturado por los impactos, saltaba por los aires formando una espesa niebla,
los árboles ardían, las isbas estallaban en pedazos, la línea de la trinchera a
su espalda iba desapareciendo, quedando en su lugar solo los cráteres
provocados por los obuses. El olor a pólvora se le agarraba a la garganta y le
dificultaba la respiración. El suelo temblaba y se movía sacudiendo su cuerpo. Parecía
que el diluvio de fuego no se iba terminar nunca, los minutos eran eternidades,
pasaba el tiempo y continuaban cayendo bombas a su alrededor incesantemente.
Embutido en su agujero, Daniel no hacía mas que apretarse contra el terreno,
intentando inútilmente perforarlo con su cuerpo para huir de la superficie.
Puso la mano sobre el lugar en que llevaba la foto del cumpleaños, era su
amuleto, lo llevaba cosido a la camiseta, cerca del corazón. Cada vez que
experimentaba una amenaza apremiante palpaba la fotografía como si a su
contacto se desataran fuerzas mágicas que le protegieran de cualquier peligro.
Miró hacia la trinchera y no estaba, había
desaparecido, en su lugar solo había cráteres que iban cambiando de forma a
medida que caían los obuses. Entre el blanco de la nieve pudo distinguir los
cuerpos rotos de algunos compañeros. Los oficiales se desgañitaban dando
órdenes pero era difícil entender lo que decían en medio de aquella barahúnda
terrible. Musitó una oración y se volvió a apretar contra el terreno.
La lluvia mortífera se prolongó durante más de
una hora, la hora más larga de su vida hasta aquel momento. De pronto las
bombas empezaron a caer detrás de su posición, los artilleros enemigos habían
alargado el tiro para no matar a sus propios soldados que iniciaban el asalto. Las
tropas rusas estaban a punto de abalanzarse sobre ellos.
Los compañeros empezaron a salir de los
agujeros, dando tumbos, desorientados, algunos heridos, sangrando. El capitán y
los oficiales intentaron organizar la tropa. Daniel retrocedió unos pasos para
unirse a los demás cuando un regimiento enemigo se lanzaba contra ellos. Una
oleada de sombras blancas avanzaba a la carrera voceando como demonios su grito
de guerra:
-¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!
Ya lo había escuchado en las orillas del Voljov,
y según le habían contado provenía de los antiguos cosacos. Era un grito para
enardecerse en el combate y significaba algo así como “al Paraíso”. El que
moría peleando iba derecho al cielo.
El grito resonaba por encima de los disparos y
explosiones.
-¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!
Centenares de hombres se abalanzaban sobre ellos
bramando al unísono. Embutidos en sus largos abrigos, disparando sin cesar, hombro
con hombro, cubiertas las cabezas con grandes gorros de lana oscura, con las
lengüetas de las orejas flotando a ambos lados como alas siniestras de pájaros asesinos.
Los que caían era reemplazados al instante por los que les seguían, la marea
humana no parecía tener fin. Las balas silbaban alrededor de Daniel o rebotaban
a escasos centímetros, se tiró sobre la nieve y disparó, una y otra vez, los
asaltantes se movían deprisa, corrían, saltaban, caían, siempre gritando
azuzados por el silbato de los oficiales, él continuaba disparando.
Fragmento de "El infierno de los inocentes", novela que transcurre entre la Guerra Civil española y la II Guerra Mundial.
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