sábado, 30 de noviembre de 2013

La cacería (Me quedé en Tánger)


A la gran masa de árboles la habían bautizado el "Bosque Diplomático", porque los que lo frecuentaban con más asiduidad eran los agregados de los consulados establecidos en Tánger. Nada más empezar a penetrar en aquella espesura de pinos, cedros y alcornoques, sentí la profunda sensación de que estaba hollando un mundo mágico.

A medida que avanzábamos por un estrecho sendero que nos obligaba a ir en fila, percibía que éramos observados desde la espesura por extrañas criaturas, enfurecidas por vernos invadir su territorio. Las imaginaba ocultas entre el follaje, vigilando nuestros zafios movimientos y urdiendo el modo de expulsarnos de su espacio para recuperar el equilibrio que rompíamos con nuestro paso.

Los trinos de los pájaros tenían un eco de advertencias y el ruido de las hojas al ser azotadas por el viento era un murmullo de amenazas. Los olores que nos asaltaban por todas partes nos traían aromas de misterios inquietantes. Los aullidos más lejanos de los chacales, o los gritos de otras criaturas desconocidas que llegaban atravesando la maleza e imponiéndose a los ladridos de nuestros perros, me producían una sensación de escalofrío en el ánimo. 

Accedimos a una pista más ancha por donde podíamos cabalgar con más comodidad y al cabo de un rato empecé a percibir el sonido del mar. Una parte de nuestra expedición se separó del grupo y se adentró por otro sendero lateral que se dirigía al Oeste. Nosotros continuamos tras la estela del padre de Johnjo y llegamos a una algaida, preludio de una enorme playa de arenas blancas que parecía no tener fin, perdiéndose de nuestra vista a uno y otro lado.

Los cinco caballeros que se habían quedado en nuestro grupo, reclamaron las lanzas y enarbolándolas sobre sus cabezas, hicieron dar unas veloces carreras a sus monturas animados por los gritos de los criados y perseguidos por la jauría de los cada vez más excitados perros. Después regresaron a nuestro lado y repartieron las últimas instrucciones. Los criados se echaron las escopetas al hombro y entre gritos y el sonar de los silbatos consiguieron conducir la jauría hacia el interior de la espesura.

El padre de Johnjo nos dijo que nos subiéramos a una pequeña duna desde donde podríamos contemplar mejor la cacería y le hicimos caso inmediatamente, en parte para mejorar nuestra perspectiva, y en parte para alejarnos unos metros del lugar donde imaginábamos que se iba a producir la batalla.  

Estuvimos bastante tiempo observando ansiosos a los jinetes que tranquilamente conversaban cerca de los primeros árboles. Después y poco a poco, como no sucedía nada, nuestra atención se fue decantando hacia el océano que se extendía inmenso y majestuoso ante nuestros ojos. Las olas se iban sucediendo unas a otras, diluyéndose en la orilla para dejar paso a la siguiente, en una secuencia sin fin. Eran unas olas enormes aquellas del Atlántico, extensas, casi interminables, diferentes a las rápidas y nerviosas del Mediterráneo. El sol empezaba a calentar y las gaviotas se deslizaban sobre el azul llenando el aire de graznidos.

De repente sentimos que un rumor procedente del interior del bosque se imponía a todos los demás ruidos. Se inició como un murmullo sordo que enseguida se convirtió en un estruendo que se nos venía encima. Los jinetes se irguieron sobre sus monturas y sujetaron con fuerza las lanzas. Los gritos, los silbidos y los ladridos se iban acercando muy deprisa hacia donde nos encontrábamos. Los caballos relincharon nerviosos, enderezaron las orejas, cabecearon y removieron la tierra con sus pezuñas, listos para lanzarse a la carrera.

Fragmento de la novela "Me quedé en Tánger", disponible en formato ebook y en papel en Amazon
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Me quedé en Tánger

jueves, 21 de noviembre de 2013

Con el alma entre los dientes


Cortés se apeó del caballo y caminó hacia los tres hombres. Ellos hicieron la ceremonia de poner la mano en el suelo y besarla, el capitán se aproximó a Motecuhzoma con la intención de darle un abrazo pero los dos acompañantes se lo impidieron inmediatamente, no se podía tocar al emperador. En vista de ello, el capitán se quitó un collar que llevaba colgado y se lo ofreció al Tlatoani, al comprobar que hacía gesto de aceptarlo, se lo colocó alrededor del cuello. El emperador hizo una indicación a sus acompañantes y al momento le trajeron dos collares con colgantes de oro como de un jeme de longitud, que a su vez colocó en el cuello del capitán. Después se dieron media vuelta y echaron a andar, el noble de mayor edad se puso al lado de Cortés y el más joven caminó junto a Motecuhzoma. Así fueron, uno tras otro, recorriendo el trecho de calle que faltaba para llegar al palacio que nos habían reservado para nuestro alojamiento.

Al llegar allí, una casa de grandes dimensiones precedida de un enorme patio, el emperador tomó de la mano a Cortés y lo condujo hasta una sala en la que habían instalado dos sillones. Invitó al capitán a sentarse en uno de ellos y él se instaló en el otro, todos sus nobles se colocaron detrás. Los capitanes flanquearon a Cortés, detrás quedaba sitio para una veintena de soldados, yo fui uno de los que consiguió entrar en la sala. Unos servidores trajeron muchas joyas de oro y plata, plumajes riquísimos, diversas prendas, y mantas de vivos colores, bordadas y decoradas con gran maestría. Todo lo que traían se lo iba ofreciendo a Cortés. Cuando acabó con los obsequios, inició un discurso que tradujeron entre Malintzin y Aguilar.    

- Desde tiempo inmemorial, de generación en generación, mis antepasados se han transmitido la historia de nuestro pueblo. Ellos sabían que eran extranjeros en esta tierra, vinieron de algún lugar remoto traídos por un señor del cual todos eran vasallos, que les acompañó y les mostró el camino. Este gran señor retornó a su casa natural por un tiempo y después regresó a buscar a los que había dejado aquí. Pero habían pasado muchos años, para entonces los hombres se habían casado con las mujeres de esta tierra, habían formado familias y pueblos, se habían aposentado y estaban a gusto. No quisieron regresar, ni quisieron aceptarlo como señor. Él se volvió a marchar, triste y frustrado, y prometió que él mismo o sus descendientes, volverían un día para ocupar su trono. Siempre hemos sabido que sus descendientes vendrían a sojuzgar esta tierra. Él dejó dicho: “Regresaré por el lado en que sale el sol para la fecha de mi aniversario, el día de Ce Acatl”. Él se marchó hacia donde sale el sol y vosotros venís de allí, en otro año de Ce Acatl, los presagios os han precedido. Hace dos años me trajeron noticias de unos hombres que llegaron a Champotón, y el año pasado de otros que desembarcaron cerca de un río, y hoy por fin, puedo veros y hablaros. Tenemos por cierto que ese gran rey que os ha enviado es descendiente de aquel nuestro señor que marchó y prometió regresar. Él os ha enviado porque sabía que nosotros estábamos aquí. Él os ha enviado a recuperar su trono. El trono que conservaron los que ya se fueron, los señores reyes Itzcoatzin, Motecuhzomatzin el viejo, Axayácac, Tízoc, Ahuítzotl, y yo mismo, Motecuhzoma. Ojalá ellos pudieran ver lo que yo veo. Ojalá ellos pudieran estar aquí en estos momentos.
 
Fragmento de "Con el alma entre los dientes (De Tenochtitlan a Cajamarca)", novela sobre la llegada de los españoles a América disponible en Amazon.
Con el alma entre los dientes (De Tenochtitlán a Cajamarca)
 

jueves, 14 de noviembre de 2013

Con el alma entre los dientes


Seguía soñando con Sabelilla, siempre que estaba en peligro se acordaba de ella, su imagen era la luz que iluminaba sus momentos sombríos. La imagen que conservaba en la memoria, claro, que a lo mejor se iba modificando conforme pasaba el tiempo. La memoria nos juega malas pasadas, los recuerdos se van difuminando y hay que hacer esfuerzos para recomponerlos. Él procuraba mantener viva la imagen que guardaba de la joven en el parque de Sevilla, pero a veces se tamizaba, se iba cubriendo de velos, y tenía que rehacer los trazos. A lo mejor la iba transformando con la facciones de las muchas mujeres que habían pasado por sus brazos, a lo mejor había ido modificando su perfil en todos estos años. Pero eso era lo de menos, lo fundamental era el recuerdo que conservaba en el corazón, ese permanecía intacto.

No quería apartarse de ella un palmo y se fue al otro lado del mundo. Pero pensaba volver, y el momento estaba a punto de llegar. De hecho, se había alistado con Pizarro porque creía que era la ocasión de recaudar el oro suficiente que le permitiera regresar a España rico. El poco que había tenido anteriormente se había ido como agua entre los dedos. No quería volver tan pobre como vino, quería regresar triunfante. Y esta expedición le brindaba la oportunidad. Había oído tantas historias fantásticas sobre estas tierras que pensaba que iba a ser llegar y recoger las riquezas. Pero la realidad era bien distinta, el camino se había ido endureciendo tanto, las amenazas se habían hecho tan patentes, que si estaban allí era solo por la determinación del capitán. Si no hubiera sido por su inquebrantable obstinación, los hombres habrían dado media vuelta y habrían regresado a los barcos. Él los había conducido hasta allí.

Y allí estaban, en el centro de un volcán en erupción, rodeado de lava indígena que se aprestaba a calcinarlos. Estaban, una vez más, en las manos de Dios.

Esa misma mañana, al acceder al hermoso valle ya se evidenció ante ellos la magnitud de las tropas incaicas. Las colinas que rodeaban la ciudad parecían nevadas por la cantidad de toldos blancos que habían extendido sobre ellas. El espectáculo era sobrecogedor y los hombres se sintieron amedrentados, no habían previsto un adversario tan numeroso, el despliegue que tenían ante ellos era apabullante. Pero ya no podían volver atrás, eso hubiera sido reconocer su temor y habría fortalecido el coraje de sus enemigos. El capitán ordenó continuar el paso en formación, intentando demostrar firmeza, sin interrumpir la marcha. Así fueron aproximándose lentamente a las murallas. El valle tenía una extensión de unas cinco leguas y tardaron un buen tiempo en recorrerlo. Cuando llegaron a las puertas de la ciudad aún no se había iniciado el ocaso, y pudieron corroborar, con gran preocupación, que todos los alrededores se hallaban cubiertos por tiendas blancas en una extensión de más de dos leguas. La multitud que allí se albergaba era inmensa, Hernando la había estimado en cincuenta mil almas y Hernando tenía buen ojo, solía acertar en sus cálculos. Más de la mitad serían guerreros.

Al caer las sombras todo ese espacio se había inflamado con cientos de hogueras. A medida que oscurecía iban apareciendo más y más, hasta alumbrar completamente todas las faldas de los montes vecinos. Era como si estuviesen cercados por un inmenso incendio que amenazaba abrasarlos.

Seguramente habían subestimado el poderío del Inca. Tal vez los cegó la soberbia, el capitán pensó que era suficiente con ser portador de la fe verdadera y representar al monarca más poderoso del mundo. Pero éste se hallaba muy lejos, al otro lado del mar océano. No podían esperar ninguna ayuda, se habían metido ellos solos en las entrañas de su enemigo, un enemigo mucho más poderoso de lo que habían imaginado. Y astuto. Les había permitido llegar hasta allí sin oponerles la menor resistencia. Podía haberles atacado en cualquiera de los estrechos pasos de montaña que habían tenido que atravesar, esos angostos pasos que serpenteaban entre cortados gigantescos, de una altura inverosímil, como jamás habían imaginado que pudieran existir en el mundo. Daba miedo mirar a los ríos que corrían furiosos allá abajo, en las profundidades de aquellos desfiladeros, tenían que cuidar cada paso que daban, debían descabalgar y llevar los caballos del ronzal para que no se despeñaran. Por dos veces habían cruzado unos barrancos sobre puentes extendidos sobre el abismo, fabricados con gruesas lianas y maderas. Si para los hombres era difícil caminar por ellos, para los caballos había sido un tormento. Era casi milagroso que ninguno se hubiera despeñado. Había que conducirlos con sumo cuidado, muy despacio, cuidando donde pisaban porque algunas maderas se quebraban con el peso. Hasta el centro se iba descendiendo, y a partir de allí había que ascender, y siempre meciéndose por el viento y el movimiento de los que iban cruzando.

Arriba, sobrevolando los gigantescos picos, a una altura inmensa, parecían ser vigilados por unos enormes pájaros que gritaban acompasadamente, los indígenas les llamaban cóndor.

Fragmento de "Con el alma entre los dientes", novela histórica disponible en Amazon.
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Con el alma entre los dientes (De Tenochtitlán a Cajamarca)

jueves, 7 de noviembre de 2013

Me quedé en Tánger


Cuando una bengala estallaba alta, iluminaba la noche y permitía ver las olas que se acostaban en la playa, tan cercanas y dóciles, siempre en movimiento. La tenue brisa de levante nos traía su fresco aroma salitroso y nos envolvía en su fragancia. El mar, el mar, siempre el mar. 

Fue una noche muy bonita, la última del siglo.

Nos acostamos muy tarde y cuando nos levantamos al día siguiente mi madre dijo suspirando: “Hay que ver hijo, ya estamos en el siglo veinte… ¡Cómo se pasan los años, Casimirito!, ¡el siglo veinte!…, ¡cuántas cosas vas a ver, hijo mío!”

Tenía razón, porque lo cierto es que los años siguientes se pasaron muy deprisa, casi sin darme cuenta. Entre la playa y el monte, entre el Zoco Chico y el Marchán, entre pedradas y cabezazos, entre el levante y el mar, entre el mar y el levante…, haciendo excursiones en burro al cabo Espartel o al de Malabata, disfrutando con las carreras de caballos que hacían en la playa, deambulando por el Zoco Grande para ver a los encantadores de serpientes o a los halconeros, o simplemente contemplado a los camellos, tan indiferentes, tan como ausentes de este mundo..., pero lo que más me gustaba era escuchar a los contadores de cuentos.

Se me iban las horas maravillado con las fantásticas historias que narraban.

Me encantaban las narraciones de un rawi viejo y ciego que solía relatar fábulas de al-Ándalus, en las que siempre había hermosas princesas, guerreros invencibles, enormes palacios con cientos de columnas, y mármoles de colores, y arcos de abenuz, y sedas de la India, brocados de Persia y asientos de guadamecí, y muchas fuentes entre arriates de jazmines y azahares. Y casi siempre transcurrían en la Córdoba de las mil mezquitas.

Yo me lamentaba de que habiendo nacido tan cerca nunca me hubieran llevado allí y trataba de imaginar lo que mis ojos no habían podido admirar. Pensaba que tal vez Ginés, ahora que se había quedado solo, tendría tiempo de acercarse a la capital y lo suponía paseando por entre aquellos palacios y templos, cubriendo su cabeza con un gran turbante en vez de aquel sombrero tan arrugado que solía llevar.

Había otro rawi, negro de larga cabellera hirsuta, que contaba historias terribles que me asustaban mucho. Narraba cuentos de brujas que se transformaban en serpientes o lobas, y que deambulaban por las noches en busca de pobres caminantes a los que mataban a dentelladas. Eran seres malvados que se dedicaban a destruir con sus mágicos poderes todo lo bueno que había en el mundo. Cuando escuchaba aquellas historias pasaba mucho miedo por las noches y era cuando más echaba de menos a Panchito, porque cuando estaba con nosotros y tenía miedo de algo, me dormía abrazado a él. Yo sabía que el perro tenía un oído muy fino y estaba seguro de que se daría cuenta en seguida si se acercaba alguna de aquellas horribles criaturas, y ladraría para ahuyentarla, como hacía con las gallinas.

A veces aparecía la cabeza de algún chivato o enemigo de Raisuni clavada en la punta de una pica encima de las murallas, pero eso no era tan frecuente y cuando ocurría, los guardias del Majzén la quitaban enseguida. Por aquellos tiempos se decía que no era prudente aventurarse a unos kilómetros fuera de la ciudad a no ser que estuvieras acompañado por gente armada, porque había bandoleros que asaltaban y robaban.
Extracto de un capítulo de la novela "Me quedé en Tánger", disponible en digital y papel en Amazon.




Opiniones de clientes:

el 1 de noviembre de 2015

el 1 de noviembre de 2015





4.0 de un máximo de 5 estrellas Debemos recordar cosas 30 de julio de 2013
Por mirindos
Formato:Versión Kindle|Compra verificada

Las relaciones de España con Marruecos siempre me fascinaron, pero apenas sabía algo de ellas. Tal vez en la Historia que nos contaron nunca incluyeron nada de este tema. Es una pena que la mayoría de los españoles no sepan "nada" de nuestra relación con ese vecino del sur. Me baje el libro pensando que sería una autobiografía y empecé a leerlo con calma, pero sin pausa. Me ha llevado acabarlo seis meses pero en cuanto lo he acabado he comenzado a releer capítulos, ahora si con voracidad lectora. Me gustaría recomendarlo a cualquier persona que pretenda ser culta en España y no sepa nada de nuestra relación con Marruecos en la primera mitad del siglo XX.

ME QUEDÉ EN TÁNGER (Spanish Edition)