A la gran masa de árboles la habían bautizado el
"Bosque Diplomático", porque los que lo frecuentaban con más asiduidad eran los agregados de los
consulados establecidos en Tánger. Nada más empezar a penetrar en aquella
espesura de pinos, cedros y alcornoques, sentí la profunda sensación de que
estaba hollando un mundo mágico.
A medida que avanzábamos por un estrecho sendero
que nos obligaba a ir en fila, percibía que éramos observados desde la espesura
por extrañas criaturas, enfurecidas por vernos invadir su territorio. Las
imaginaba ocultas entre el follaje, vigilando nuestros zafios movimientos y
urdiendo el modo de expulsarnos de su espacio para recuperar el equilibrio que
rompíamos con nuestro paso.
Los trinos de los pájaros tenían un eco de
advertencias y el ruido de las hojas al ser azotadas por el viento era un
murmullo de amenazas. Los olores que nos asaltaban por todas partes nos traían
aromas de misterios inquietantes. Los aullidos más lejanos de los chacales, o
los gritos de otras criaturas desconocidas que llegaban atravesando la maleza e
imponiéndose a los ladridos de nuestros perros, me producían una sensación de
escalofrío en el ánimo.
Accedimos a una pista más ancha por donde podíamos
cabalgar con más comodidad y al cabo de un rato empecé a percibir el sonido del
mar. Una parte de nuestra expedición se separó del grupo y se adentró por otro
sendero lateral que se dirigía al Oeste. Nosotros continuamos tras la estela
del padre de Johnjo y llegamos a una algaida, preludio de una enorme playa de arenas
blancas que parecía no tener fin, perdiéndose de nuestra vista a uno y otro
lado.
Los cinco caballeros que se habían quedado en
nuestro grupo, reclamaron las lanzas y enarbolándolas sobre sus cabezas,
hicieron dar unas veloces carreras a sus monturas animados por los gritos de
los criados y perseguidos por la jauría de los cada vez más excitados perros.
Después regresaron a nuestro lado y repartieron las últimas instrucciones. Los
criados se echaron las escopetas al hombro y entre gritos y el sonar de los
silbatos consiguieron conducir la jauría hacia el interior de la espesura.
El padre de Johnjo nos dijo que nos subiéramos a
una pequeña duna desde donde podríamos contemplar mejor la cacería y le hicimos
caso inmediatamente, en parte para mejorar nuestra perspectiva, y en parte para
alejarnos unos metros del lugar donde imaginábamos que se iba a producir la
batalla.
Estuvimos bastante tiempo observando ansiosos a
los jinetes que tranquilamente conversaban cerca de los primeros árboles.
Después y poco a poco, como no sucedía nada, nuestra atención se fue decantando
hacia el océano que se extendía inmenso y majestuoso ante nuestros ojos. Las
olas se iban sucediendo unas a otras, diluyéndose en la orilla para dejar paso
a la siguiente, en una secuencia sin fin. Eran unas olas enormes aquellas del
Atlántico, extensas, casi interminables, diferentes a las rápidas y nerviosas
del Mediterráneo. El sol empezaba a calentar y las gaviotas se deslizaban sobre
el azul llenando el aire de graznidos.
De repente sentimos que un rumor procedente del
interior del bosque se imponía a todos los demás ruidos. Se inició como un
murmullo sordo que enseguida se convirtió en un estruendo que se nos venía
encima. Los jinetes se irguieron sobre sus monturas y sujetaron con fuerza las
lanzas. Los gritos, los silbidos y los ladridos se iban acercando muy deprisa
hacia donde nos encontrábamos. Los caballos relincharon nerviosos, enderezaron
las orejas, cabecearon y removieron la tierra con sus pezuñas, listos para
lanzarse a la carrera.
Fragmento de la novela "Me quedé en Tánger", disponible en formato ebook y en papel en Amazon
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