Cuando una bengala estallaba alta, iluminaba la
noche y permitía ver las olas que se acostaban en la playa, tan cercanas y
dóciles, siempre en movimiento. La tenue brisa de levante nos traía su fresco
aroma salitroso y nos envolvía en su fragancia. El mar, el mar, siempre el mar.
Fue una noche muy bonita, la última del siglo.
Nos acostamos muy tarde y cuando nos levantamos al
día siguiente mi madre dijo suspirando: “Hay que ver hijo, ya estamos en el
siglo veinte… ¡Cómo se pasan los años, Casimirito!, ¡el siglo veinte!…,
¡cuántas cosas vas a ver, hijo mío!”
Tenía razón, porque lo cierto es que los años
siguientes se pasaron muy deprisa, casi sin darme cuenta. Entre la playa y el
monte, entre el Zoco Chico y el Marchán, entre pedradas y cabezazos, entre el
levante y el mar, entre el mar y el levante…, haciendo excursiones en burro al
cabo Espartel o al de Malabata, disfrutando con las carreras de caballos que
hacían en la playa, deambulando por el Zoco Grande para ver a los encantadores
de serpientes o a los halconeros, o simplemente contemplado a los camellos, tan
indiferentes, tan como ausentes de este mundo..., pero lo que más me gustaba
era escuchar a los contadores de cuentos.
Se me iban las horas maravillado con las
fantásticas historias que narraban.
Me encantaban las narraciones de un rawi viejo y ciego que solía relatar
fábulas de al-Ándalus, en las que siempre había hermosas princesas, guerreros
invencibles, enormes palacios con cientos de columnas, y mármoles de colores, y
arcos de abenuz, y sedas de la India, brocados de Persia y asientos de guadamecí,
y muchas fuentes entre arriates de jazmines y azahares. Y casi siempre
transcurrían en la Córdoba de las mil mezquitas.
Yo me lamentaba de que habiendo nacido tan cerca
nunca me hubieran llevado allí y trataba de imaginar lo que mis ojos no habían
podido admirar. Pensaba que tal vez Ginés, ahora que se había quedado solo,
tendría tiempo de acercarse a la capital y lo suponía paseando por entre
aquellos palacios y templos, cubriendo su cabeza con un gran turbante en vez de
aquel sombrero tan arrugado que solía llevar.
Había otro rawi,
negro de larga cabellera hirsuta, que contaba historias terribles que me
asustaban mucho. Narraba cuentos de brujas que se transformaban en serpientes o
lobas, y que deambulaban por las noches en busca de pobres caminantes a los que
mataban a dentelladas. Eran seres malvados que se dedicaban a destruir con sus
mágicos poderes todo lo bueno que había en el mundo. Cuando escuchaba aquellas
historias pasaba mucho miedo por las noches y era cuando más echaba de menos a
Panchito, porque cuando estaba con nosotros y tenía miedo de algo, me dormía
abrazado a él. Yo sabía que el perro tenía un oído muy fino y estaba seguro de
que se daría cuenta en seguida si se acercaba alguna de aquellas horribles
criaturas, y ladraría para ahuyentarla, como hacía con las gallinas.
A veces aparecía la cabeza de algún chivato o
enemigo de Raisuni clavada en la punta de una pica encima de las murallas, pero
eso no era tan frecuente y cuando ocurría, los guardias del Majzén la quitaban enseguida. Por aquellos
tiempos se decía que no era prudente aventurarse a unos kilómetros fuera de la
ciudad a no ser que estuvieras acompañado por gente armada, porque había
bandoleros que asaltaban y robaban.
Extracto de un capítulo de la novela "Me quedé en Tánger", disponible en digital y papel en Amazon.
el 1 de noviembre de 2015
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