viernes, 6 de marzo de 2020

La isla de los cocos.


En medio del océano más grande que te puedas imaginar hay una isla a la que siempre se la conoció como la isla de los cocos.
No se sabe con seguridad quién la bautizó con ese nombre pero el que lo hizo no tuvo que esforzarse mucho, si vas por allí verás que toda la isla está rodeada de hermosas playas de arenas blancas y finísimas, y bordeando cada playa hay filas y filas de cocoteros que las contornean y las protegen como si fueran altos guardianes.
Seguro que si nadie te hubiera dicho antes cómo se llamaba y tuvieras que darle un nombre, tú también la bautizarías como la isla de los cocos.
Hay otras islas por los alrededores y algunas veces se reunían los habitantes de todas ellas para celebrar juntos alguna fiesta. Debo decirte que estas reuniones no las hacían tan a menudo como les hubiera gustado porque aquél mar es tan inmenso que para llegar a la isla más cercana necesitaban emplear varios días navegando, y a veces se desataban grandes tormentas y el mar se encrespaba mucho por aquellos parajes.
Así y todo les gustaba reunirse para contarse unos a otros las cosas que les sucedían, en qué empleaban el tiempo, cómo estaban sus familias, cómo crecían los hijos, y todas esas cosas que se cuentan los amigos cuando se ven de tarde en tarde. Por eso procuraban aprovechar cualquier motivo para organizar un encuentro.
Tenían un problema, y es que como vivían muy lejos unos de otros no hablaban el mismo idioma y para comunicarse entre sí tenían que hacerlo por gestos o por signos.
Los hombres a veces hacen cosas muy raras, como por ejemplo hablar distinto unos de otros. Si el lenguaje lo inventaron para comunicarse y transmitirse los conocimientos y las emociones sería más fácil si todos hablasen igual, pero no es así. Hasta hay algunos que se empeñan en hablar distinto con tanta vehemencia que llega a parecer que lo hacen para que no se les entienda.
Bueno, a pesar de no entenderse les gustaba celebrar muchas fiestas, y no las hacían siempre en el mismo sitio, sino que las iban desplazando de un lugar a otro para que todos tuvieran la oportunidad de ejercer de anfitriones.
Cuando tocaba celebrarlas en la isla de los cocos, los forasteros que llegaban desde los alrededores siempre se asombraban de lo hermoso y bien cuidado que estaba todo.
- ¿Cuál es vuestro secreto? –preguntaban por medio de gestos de admiración.
Abrían la boca cuanto podían, señalaban a todas partes con el dedo índice, se ayudaban con los brazos abriéndolos mucho y haciendo grandes círculos con ellos, y asentían con la cabeza moviéndola hacia arriba y hacia abajo. Con todos esos gestos querían decir que estaban asombrados con lo que veían y que querían saber cuál era el secreto de los habitantes de la isla.
- No tenemos ningún secreto –contestaban siempre, encogiéndose de hombros.
Y no es que quisieran ocultar algún misterio mágico para que los demás no pudieran aprovecharse de él. Tampoco es que tuvieran escondida una fórmula maravillosa con la que conseguían que todo estuviera tan bonito y agradable. No. Es que realmente ellos sentían que no hacían nada especial para que las cosas funcionaran y para que todos los habitantes vivieran en un entorno tan placentero.
- No hacemos nada especial, nos limitamos a vivir.
Y eso era verdad para ellos en aquél momento, porque no se acordaban de los que habían vivido antes, de sus antepasados, los que ya no estaban, que habían trabajado mucho y durante mucho tiempo para que todo estuviera tan bonito en el presente.
En la isla tenían un jefe muy viejo. Era tan viejo que nadie sabía a ciencia cierta que edad tenía. Unos decían que tenía ciento quince años y otros que ciento veinte, pero seguro, seguro, no lo sabían. Le llamaban Yayin, que en el idioma de aquellas tierras significa abuelito, y todos le respetaban mucho porque como era tan viejo sabía muchas cosas. Cuando las gentes tenían un problema que no sabían cómo resolver iban a pedirle consejo a Yayin, y él siempre les daba la solución adecuada.
Por ejemplo, llegaba alguien y le planteaba un asunto:
- Yayin, tengo un árbol con unas raíces muy grandes y muy fuertes y como está cerca de la casa tengo miedo de que las raíces se metan por debajo y tiren las paredes. Pero yo no quiero cortar el árbol porque me da mucha sombra, ¿qué puedo hacer?
Otro le decía:
- Yayin, mi papallina ni pone huevos ni canta, ¿qué puedo hacer para que cante y ponga huevos como antes?
Entonces, normalmente el abuelo se quedaba un momento pensativo y luego decía:
- Recuerdo una vez un caso similar a este que me cuentas. En aquella ocasión hicimos esto y lo otro y se arregló el problema, así que vamos a hacer lo mismo.
Aunque también podía decir:
- Recuerdo una vez un caso similar a este que me cuentas. En aquella ocasión hicimos lo otro y lo de más allá y no se arregló el problema, así que ahora vamos a hacer otra cosa para solucionarlo.
Porque como era tan viejito, a menudo recordaba algo que tenía que ver con lo que le preguntaban y era fácil para él encontrar la buena respuesta.
Pero no creas que todo lo que sabía era porque ya lo había vivido, muchas cosas, muchísimas, las había aprendido en los libros. Le gustaba mucho leer y como tenía tantos años había tenido tiempo de leer miles y miles de libros. Él decía que leía un libro cada semana y que empezó a leer a los seis años. Así que haciendo cuentas, yo calculo que había leído más de cinco mil libros, pero de eso no estoy seguro, tan sólo es lo que yo creo. Porque también podría ser que no hubiera tantos libros en la isla.
Aunque, pensándolo bien, también pudiera ser que si un libro le gustaba mucho lo leyera varias veces y así se lo aprendía mejor. El caso es que Yayin sabía muchas cosas, unas las había aprendido por propia experiencia, y otras por la experiencia de sus antepasados, los que habían escrito aquellos libros.
Yayin tenía muchos hijos y muchísimos nietos. Y los hijos de sus nietos eran todavía más numerosos, y más aún los nietos de sus nietos.   
Sus hijos y nietos lo habían conocido cuando todavía era más o menos joven y se acordaban un poco de cuando aún tenía los cabellos negros, pero los demás siempre lo habían visto viejo y no era lo mismo. Éstos también lo querían mucho pero un poco menos y a veces decían cosas como:
- Yayin sabe mucho, sí, es verdad, pero es muy viejo.
O también,
- No sé si Yayin va a entender mi problema porque está tan arrugado...
O incluso,
- No le voy a preguntar a Yayin porque como es tan anciano no va a saber qué decirme.
Porque hay algunos jóvenes que piensan que ellos saben mucho porque pueden caminar deprisa, y en cambio los viejos, como andan más despacio, ya no saben casi nada.
No siempre la isla había sido tan bonita como era ahora. Muchos años atrás, antes de que naciera Yayin, a veces los cocoteros se pasaban mucho tiempo muy quietos, como si estuvieran pensando. No se movían ni siquiera los días que hacía tanto viento que era difícil caminar. Parecía como si se hubieran quedado petrificados.
En aquellos días no producían cocos y los habitantes de la isla se ponían muy tristes.
Otras veces crecían unos cocos muy pequeños y feos que cuando los abrían mostraban una pulpa de color pardo que sabía muy raro, como cuando te tomas una medicina amarga.
Cuando pasaba eso tampoco estaban felices los isleños.
Pero ya nadie se acordaba de aquellas épocas porque la gente procura olvidarse de los momentos tristes.   
Como los cocos llevaban ahora mucho tiempo creciendo grandes y hermosos y cuando se abrían mostraban una pulpa muy blanca con la que hacían unos dulces muy sabrosos, la gente estaba siempre contenta.
Porque en la isla eran así, cuando no eran felices todos se preocupaban y discutían y procuraban arreglar sus cosas todos juntos. Pero cuando llegaban los buenos momentos y todo era bonito y alegre ya nadie se acordaba de que en algún tiempo pasado las cosas habían sido de otra forma.
Al contrario, la gente tendía a creer que las cosas siempre habían sido igual de hermosas y que iban a seguir así por siempre jamás. Porque los hombres llegan a pensar, cuando poseen algo que les gusta, que les pertenece porque es un regalo de los dioses y ya no lo van a perder nunca.
Por eso, cuando al fin un día Yayín murió, hubo es verdad algunos que le lloraron, pero otros muchos celebraron grandes festejos porque los cambios y las cosas nuevas siempre resultan divertidas.
Así que eligieron a un sustituto que era mucho más joven que Yayin, aunque estas cosas son relativas, como Yayin era tan viejo cualquiera a su lado parecía joven. Cuando se olvidaron del abuelo y no tenían con quién comparar también el nuevo parecía muy viejo. Así que decidieron seguir cambiando. Total, para lo que tenía que hacer..., como el presente les preocupaba menos, lo que querían era que alguien joven, galano, y simpático, les prometiera un esplendoroso mañana con bellas palabras y todavía mejor si las decía en verso.
Así que fueron eligiendo a jefes cada vez más jóvenes y más simpáticos. Les escuchaban decir unas frases tan hermosas que todas las gentes vivían embelesadas pensando en lo maravilloso que iba a ser el mañana.
Los habitantes de la isla, entusiasmados, fueron nombrando a sus jefes más y más jóvenes, y más y más simpáticos.
Cuando el mar se alborotó tanto, y se puso tan rabioso, el jefe era un jovencito muy jovencito, con lindos tirabuzones rubios y simpatiquísimo. Siempre estaba sonriendo y tratando de agradar a quien lo miraba, todo lo decía en verso y cantando.
Un día los isleños corrieron a avisarle de que se acercaba una tormenta muy fuerte y le preguntaron qué tenían que hacer, y entonces él se puso a tocar el arpa con mucho entusiasmo.
Cuando la gran ola llegó, se tragó a todos los habitantes.