jueves, 25 de mayo de 2023

Cuba y el Maine.

 


El 8 de agosto de 1897 el Presidente del Consejo de Ministros, don Antonio Cánovas, estaba pasando unos días de descanso en el balneario donostiarra de Santa Águeda. Leía tranquilamente la prensa sentado en un banco cuando se le acercó por detrás un hombre joven que se alojaba en el establecimiento. Cuando estuvo a un par de metros, sacó de su bolsillo un revolver y le disparó al pecho y a la cabeza. El político cayó al suelo y el asesino lo remató con un tercer tiro. Después se quedó quieto, esperando que lo detuvieran. Cuando lo interrogaron alegó que había cometido el magnicidio para vengar la muerte de sus compañeros anarquistas fusilados algún tiempo antes en Barcelona.

El asesino resultó ser Michelle Angiolillo, un anarquista italiano que teóricamente actuó solo, movido por un sentimiento de venganza. Se le sometió a un juicio sumarísimo y fue condenado a muerte y ajusticiado con garrote vil doce días más tarde, en la cárcel de Vergara. Cuando se investigó su pasado se supo que tenía relaciones con grupos cercanos al doctor Betances, un conocido defensor de la insurrección cubana. Cánovas era el más firme defensor de la españolidad de Cuba y el máximo sostén del general Weyler y su dura línea de actuación. Se había comprometido en defender la presencia de España en la isla “hasta el último hombre y la última peseta”. ¿Cui prodest?

En octubre la Reina regente María Cristina encargó formar nuevo gobierno a Práxedes Mateo Sagasta. Se constituyó el día 4, y en el primer Consejo de Ministros, el día 6, se planteó el cese de Weyler y la concesión de la autonomía a la isla. El 9 de octubre fue destituido sin poder completar la recuperación del territorio.

El general Blanco, sucesor de Weyler, llegó a la isla el día 31. Inmediatamente cambió la política implantada hasta entonces por su antecesor. Las instrucciones del Gobierno eran intentar pacificar a toda prisa el país o al menos atemperar los violentos métodos de combate empleados por Weyler, para calmar las cada vez más agresivas advertencias de los Estados Unidos. El 25 de noviembre se otorgó una Constitución autonomista a Cuba con la esperanza de que la medida apaciguara la rebelión, pero la medida llegaba demasiado tarde. Los mambises no tenían ya más que un objetivo, la independencia.

A raíz de un altercado en La Habana el cónsul Lee aprovechó para exigir a su gobierno una intervención más comprometida. El diplomático era sobrino del famoso general sudista de la Guerra de Secesión, y tan beligerante como su tío. Alegó que la situación se había vuelto tan inestable que las autoridades no eran capaces de garantizar la seguridad de los súbditos americanos y de sus intereses, y que se hacía necesaria la presencia de al menos algún barco de su armada. El presidente McKinley se apresuró a declarar fracasada la autonomía. No se le podía acusar de premioso, esa declaración la hizo a los ¡once días! de su implantación. A la solicitud de Lee respondió situando en los cayos de las Tortugas, a cuatro horas de navegación a Cuba, una armada compuesta por 4 acorazados, 6 cruceros y 5 torpederos. Al mismo tiempo anunció el envío a La Habana del acorazado “Maine”, en visita de “cortesía”.

Solo unos días más tarde, la noche del martes 15 de febrero, se iluminó el cielo sobre el puerto, el Maine se convirtió en una antorcha monstruosa, hierros, maderos, trozos del casco y la cubierta volaban por los aires en todas direcciones, decenas de cuerpos se debatían en las aguas pidiendo auxilio.

El barco se escoró por estribor y se hundió en las lóbregas aguas. El miércoles 16, se enterraron los primeros 19 cadáveres rescatados la noche anterior. El agobiante calor no permitía disponer del tiempo necesario para intentar identificar los cuerpos y hubo que darles sepultura sin el pertinente reconocimiento. A media tarde apareció el último ser que se pudo rescatar con vida del fárrago de restos humeantes, el gato Tom, mascota de la tripulación del barco.

La explosión había provocado 266 muertos, todos marineros rasos salvo dos oficiales. El capitán y los mandos principales habían resultado ilesos. Enseguida unos calificaron el trágico suceso de accidente y otros de atentado. La prensa norteamericana se apresuró a acusar a las autoridades españolas de la destrucción del barco. El suceso hizo saltar por los aires los escasos puentes de diálogo que quedaban.

Hasta ese momento la guerra había costado la vida a más de 100.000 hombres jóvenes. Una mínima parte, menos del diez por ciento, caído en batallas, la inmensa mayoría a causa de enfermedades, fiebre amarilla, paludismo, viruela, desnutrición, agotamiento… solo uno de cada diez por acciones de guerra. Nueve de cada diez jóvenes en la flor de la vida no fueron a combatir, fueron directamente a morir, algunos enfermaban a las pocas horas de llegar. Solo la fiebre amarilla se llevó a más de 12.000. Por eso decían que los mejores generales de la revolución eran el general Trópico y el general Manigua.

A primeros de abril de 1898, el cónsul Lee aconsejó a los súbditos norteamericanos que fueran evacuando la isla.

En ese momento el ejército español contaba con más de 200.000 mil hombres de los que 30.000 estaban enfermos de paludismo, viruela, agotamiento o desnutrición. También los insurrectos caían enfermos aunque en mucha menor medida. Para entonces la guerra ya había costado la vida de más de 100.000 hombres y 1.300 millones de pesetas. La inmensa mayoría de las muertes habían sido por enfermedad. Unos 30.000 habían sido repatriados al declararlos inútiles para el servicio, volvían en tan malas condiciones que muchos morían durante la travesía y tenían que ser arrojados al mar. Los tiburones seguían la estela de los barcos para alimentarse con los cadáveres.

Por su parte, la prensa de Estados Unidos intensificaba la campaña de acusación contra el salvajismo del ejército, y el gobierno español se veía obligado a emitir desmentidos continuamente. Los jingos partidarios del enfrentamiento armado eran conscientes de que la insurrección se iba debilitando por momentos y podía concluir en poco tiempo, por lo que intentaban acelerar al máximo la intervención directa de su ejército.

Acabando el siglo XIX la población cubana era de 1.600.000 habitantes. 200.000 españoles peninsulares, 800.000 cubanos blancos, criollos, 500.000 negros ex esclavos, algunos miles de chinos y otras minorías.

El 10 de abril, el gobierno de Sagasta, cada vez más presionado por el americano, ordenó al General Blanco establecer una suspensión unilateral de hostilidades para contentar una demanda de Estados Unidos.

El gesto de buena voluntad no sirvió para nada, el presidente McKinley ya había solicitado poderes al Congreso “para establecer en la isla un gobierno fuerte capaz de mantener el orden y de cumplir los deberes internacionales, garantizando la paz y la seguridad de sus ciudadanos, así como los de los nuestros”. No hacía ninguna mención a la independencia de la isla. El día 20 lanzó un ultimátum a la nación española, “…el Gobierno de los Estados Unidos exige que el Gobierno de España renuncie inmediatamente su autoridad y gobierno en la isla de Cuba y retire del territorio de esta y de sus aguas sus fuerzas militares y navales”. “Si a las doce del mediodía del próximo sábado 23 de abril, el Gobierno de España no ha ofrecido una completa y satisfactoria respuesta a esta demanda, en términos tales que la paz quede garantizada en la isla, el Presidente procederá a usar, sin posterior aviso, el poder que le han concedido y en los términos que sean necesarios para surtir efecto”. 

Quedaba trágicamente patente que la autonomía promulgada en enero no había servido para nada ni había contentado a nadie. No contentó a los peninsulares residentes, ni fue suficiente para los insurgentes que solo querían la independencia, ni sirvió para evitar la intervención de los Estados Unidos.

El 22 de abril ya había barcos norteamericanos bloqueando el norte de la isla, el 23 doce buques se instalaron frente a La Habana, aunque alejados de las baterías del Morro. El general Blanco informó del estado de guerra publicando un llamamiento a las armas en la Gaceta de La Habana.

El 27 de abril los americanos bombardearon Matanzas, el 29 Cienfuegos y el 30 intentaron un desembarco en Cabañas, en la provincia de Pinar del Río, que fue rechazado.

El 1 de mayo la escuadra española de Filipinas fue destruida en Cavite.

El día 7 el parlamento autónomo insular presentó una denuncia de agresión por las acciones emprendidas por Estados Unidos con el pretexto de liberar al pueblo cubano, aduciendo que el pueblo ya era libre.

El Papa León XIII intentó mediar para evitar la guerra, y lo mismo hicieron las grandes potencias, Rusia, Francia, Gran Bretaña, Italia, Austria-Hungría, y Alemania, pero todos los intentos de apaciguamiento fueron inútiles, Estados Unidos había puesto su maquinaria bélica a funcionar y no tenía ninguna intención de detenerla. Había iniciado su hegemonía mundial.

Tras la destrucción de la de Filipinas todas las esperanzas se pusieron en la flota que comandaba el Almirante Cervera, prestigioso marino, pero nadie sabía dónde estaba. Unos decían que se dirigía a Filipinas, otros, que iba hacia Cuba, los más optimistas, que iba hacia las costas americanas a bombardear sus ciudades. Los pesimistas aseguraban que, ya en camino, había dado media vuelta y regresaba a Cádiz para proteger las costas españolas de un posible ataque americano. Pero ¿dónde estaba en realidad?

La realidad era que la escuadra estuvo varios días en Cabo Verde esperando órdenes del Gobierno, o mejor dicho, intentando que se modificaran las órdenes recibidas. Cervera estaba convencido de que sus vetustos barcos no tenían ninguna posibilidad en un enfrentamiento con los modernos buques norteamericanos y trató por todos los medios de persuadir con datos e informes de la insensatez de encarar un combate en mar abierta. Llevaba ya más de dos años alertando de la insuficiencia técnica y armamentística de sus buques sin conseguir que nadie en el gobierno hubiera emprendido alguna acción para paliarlas. El 2 de abril, en carta al ministro de Marina, reiteraba las consideraciones que ya había hecho anteriormente sin resultado alguno:

“Mis temores se realizan porque el conflicto se aproxima en tren expreso y el Colón no tiene sus cañones gruesos; el Carlos V no está recibido y le falta la batería de 10 cm; al Pelayo le falta terminar el reducto y me parece que la artillería mediana; la Victoria está sin artillería y de la Numancia no hay que hablar”. Y añadía: “Insensato sería negar que lo que racionalmente podemos esperar es la derrota, que nos haría perder la isla en las peores condiciones”.

En otro escrito del 6 de abril, el Almirante reclamaba un plan de acción solicitado ya dos meses antes sin haber obtenido respuesta, “interesa, y mucho, tener pensado lo que se ha de hacer, para no andar con vacilaciones, si llega el caso, sino obrar rápidamente con medidas que puedan ser eficaces, y no ir, como el famoso hidalgo manchego, a pelear con los molinos de viento, para salir descalabrados”.

Por su parte, los gobernadores de Cuba y Puerto Rico no cesaban de apremiar al ministro de Ultramar para que les enviaran la escuadra que suponían, ignorantes de su estado real, iba a defender sus costas con garantía.

Ajenos a las fuertes prevenciones del Almirante y sus mandos más próximos, los diarios y revistas españoles mantenían una exaltada campaña de incitación a la guerra, aduciendo una supuesta superioridad de nuestras fuerzas ante un enemigo bisoño e inexperto en esas lides. Todos los periódicos exhibían artículos de opinión triunfalistas, poemas satíricos y grabados que intentaban ridiculizar la capacidad militar y logística de la nación americana. Influenciada por ese impostado optimismo, la gente en la calle respiraba un aire de victoria fácil, los curas aprovechaban los púlpitos para arengar a los fieles, y hasta los toreros se sumaban al generalizado ardor bélico. El Guerra, en una plaza abarrotada y entregada, brindó al público uno de sus toros con estas palabras: “Yo no quisiera otra cosa, sino que se volviera yanqui el toro que voy a matar”.      

El Blanco y Negro, publicaba: “es injusto con los cerdos a los yanquis comparar, porque el cerdo es provechoso y el yanqui perjudicial”.

Finalmente Cervera recibió la orden definitiva:

“Como Canarias está perfectamente asegurada y conoce V.E. telegramas de Washington  sobre salida próxima de Escuadra volante, salga con todas las fuerzas para proteger la isla de Puerto Rico, que está amenazada, siguiendo derrota que V.E. se trace, teniendo presente la amplitud que las instrucciones le conceden y que le renuevo”.

A esta orden, taxativa e imprecisa, contestó Cervera con una larga carta llena de reproches a los que la habían formulado.

“La sorpresa y estupor que ha causado a todos estos Comandantes la orden de marchar a Puerto Rico, es imposible de pintar, y en verdad, tienen razón, porque de esta expedición no se puede esperar más que la destrucción total de la Escuadra, o su vuelta atropellada y desmoralizada…”

Hacía una extensa consideración de todas las peticiones que había realizado para mejorar los barcos sin obtener la menor respuesta, y concluía: “Presumo que ya es tarde para nada que no sea la ruina y desolación de la Patria… y ya no le molesto más, considero ya el acto consumado, y veré la mejor manera de salir de este callejón sin salida”.

El enfrentamiento se produjo el 3 de julio frente a la bahía de Santiago.

Toda la escuadra de Cervera quedó destruida en 4 horas de combate.

La cifra de bajas de la rápida contienda fue:

Españoles: 350 muertos, 160 heridos, y 1.670 prisioneros.

Norteamericanos: 1 muerto y 2 heridos.

La guerra entró en su fase terminal. En España se sucedían las manifestaciones, unas de fervor patriótico y otras exigiendo el fin de las hostilidades y el sufrimiento de los pobres soldados. El Gobierno de Madrid ya solo estaba preocupado por alcanzar rápidamente una paz lo más honrosa posible, pero el de los Estados Unidos se veía en una posición de fuerza absoluta que no estaba dispuesto a soslayar.  El 30 de julio dieron a conocer sus exigencias: España debía renunciar a todos sus derechos sobre Cuba, ceder Puerto Rico y todo lo que poseía en las islas occidentales a los Estados Unidos, y entregar el puerto y la bahía de Manila; el resto del archipiélago quedaba en suspenso, pendiente de futuras negociaciones.

El 4 y 5 de agosto el gobierno de Sagasta se reunió con los mandos militares más importantes para consultarles sobre la actitud a adoptar. De trece generales y almirantes consultados, tan solo dos, Romero Robledo y Weyler, se mostraron contrarios a aceptar las condiciones impuestas por el enemigo y apelaron a continuar la guerra, el resto decidió que había que plegarse al ultimátum.

El 12 de agosto se firmó el protocolo de paz en el que España renunciaba a sus derechos sobre Cuba, cedía la isla de Puerto Rico y las demás islas de las Indias Occidentales bajo soberanía española, más una isla en las Ladrones que sería escogida por los EE.UU., y accedía a que estos ocuparan y conservaran la ciudad, la bahía y el puerto de Manila en espera de la conclusión de un tratado de paz que determinaría la intervención definitiva. España se veía obligada a la evacuación inmediata de Cuba, Puerto Rico, las demás islas y Manila, quedando por dilucidar el resto de Filipinas. En el documento firmado los vencidos se comprometían a abandonar las islas “inmediatamente”.

De hecho, ya había empezado la retirada el día 10. Ese día, el vapor Alicante zarpó de Santiago con los primeros soldados repatriados. Los hombres, después de muchos meses de dura lucha y, tras la rendición, de varias semanas internados en campos de concentración en condiciones lamentables, estaban heridos, enfermos, y al borde de la extenuación. Muchos de los evacuados ni siquiera consiguieron volver a ver sus casas ni sus seres queridos. De los mil que subieron al barco, sesenta murieron durante la travesía. Sus cuerpos fueron arrojados al fondo del océano.

El 1 de enero de 1899, el general Jiménez Castellanos, que había sustituido a Blanco, hizo entrega del gobierno de la isla al comandante John R. Brooke.

A las doce en punto se inició la ceremonia con un primer cañonazo que retumbó en el Morro. Le siguieron otros 20 y al terminar se arrió la bandera española. Habían pasado cinco siglos desde que Colón llegara a la isla en su primer viaje y, al desembarcar en la bahía de Bariay, exclamase: “Esta es la tierra más hermosa que ojos humanos hayan visto jamás”.

La duda sobre las causas de la destrucción del Maine siguió planeando durante décadas. En 1975 un equipo de expertos dirigido por el almirante Hyman Rickover, creador de la marina de guerra nuclear, concluyó que la explosión había sido interna y que quizá los oficiales no obraron con las debidas cautelas. A buenas horas mangas verdes.


sábado, 20 de mayo de 2023

La expulsión de los moriscos del Reino de Valencia.

 


Cuando los Reyes Católicos culminaron la Reconquista con la Toma de Granada y el destierro de Boabdil firmaron unas capitulaciones en las que se ofrecía a la población musulmana la posibilidad de quedarse en el territorio conservando su religión y sus costumbres. Los que decidieron quedarse pasaron a llamarse mudéjares. Esta situación duró poco tiempo. En 1502 la Corona decretó la conversión forzosa de todos ellos y entonces los musulmanes convertidos pasaron a denominarse moriscos.

Durante el siglo XVI la población morisca la estiman algunas fuentes en unas 350.000 personas para un total de 7.000.000 de habitantes en el conjunto de España, pero en las zonas donde estaban establecidos representaban un porcentaje muy elevado. En el Reino de Granada era del 50% llegando al 100% en las Alpujarras. En el Reino de Valencia un tercio de la población era morisca. En los territorios con mayor concentración de nuevos cristianos no fue fácil la convivencia con los cristianos viejos.  Muchos de estos aseguraban que todos los moriscos eran apóstatas, que andaban en tratos con el Gran Turco, con los moros de Argel y con los piratas berberiscos, que siempre que podían profanaban los templos y destruían las imágenes sagradas, que se mofaban de los sacramentos, que hacían desaparecer a mujeres y niños cristianos, unas veces asesinados y otras vendidos a los piratas, ya para esclavos, ya para engrosar las filas de los infieles. Que no descansaban en sus conspiraciones contra el Rey, bien fuere con sus compinches de la morería, bien con franceses o ingleses.

Se temía su número creciente, se aseguraba que su población no cesaba de aumentar porque se casaban casi niños, porque eran prolíficos, porque no morían en guerras extranjeras ni se recluían en conventos como los cristianos viejos.

Se les acusaba de amancebarse sin pudor, de ser lujuriosos, afectos al fornicio, de reproducirse como la maleza.

Se les inculpaba de herejes, apóstatas y traidores a su rey, se deseaba que abandonaran para siempre las tierras de España.

La animadversión se había ido gestando a lo largo de muchos años y la situación devino insostenible.

Finalmente las autoridades adoptaron una decisión radical.

El 22 de septiembre de 1609 se hizo público el decreto firmado por S.M. el Rey Don Felipe III en el que ordenaba la inmediata expulsión de todos los moriscos del Reino de Valencia.

Se daba un plazo de tres días para que todos fuesen embarcados. Tres días. Bajo pena de muerte. No se les permitía sacar de sus viviendas más que los bienes que pudiesen llevar consigo y se prohibía que al marchar destruyeran sus casas o cosechas.

El Bando era terminante: Su Majestad el Rey, agotadas todas las diligencias y medidas de gracia tendentes a instruir a los moriscos en la Santa Fe, constatando el poco aprovechamiento logrado, su pertinacia en la apostasía, su prodición, y consciente del evidente peligro que de todo ello se infería para sus reinos, habiéndose hecho encomendar a Nuestro Señor y confiando en su divino favor, resolvía que se sacaran todos los moriscos del Reino de Valencia y se echaran a Berbería.  

En consecuencia, ordenaba que todos los moriscos del Reino, así hombres como mujeres con sus hijos, salieran del lugar donde tuvieren sus casas y fuesen a embarcarse en el plazo de tres días para pasarlos al otro lado del mar. Solo se les permitía llevar consigo los muebles que pudiesen sobre sus personas. Los que no cumplieren con lo establecido incurrirían en pena de vida.

A los efectos de asegurar el viaje, las autoridades cuidarían de que no recibieran mal trato, ni de obra ni de palabra, y les proveerían del bastimento necesario para su sustento durante la embarcación.

Pasados los tres días, se autorizaba a cualquiera que hallare algún morisco por caminos fuera de su lugar, a prenderlo, desvalijarlo, y entregarlo a Justicia, o a darle muerte si se defendiera.

Incurrirían en pena de muerte los moriscos que escondieran o enterraran la hacienda que no pudieran llevar con ellos, así como los que prendieran fuego a sus casas o sembrados.

A los que cumplieren con lo ordenado en el Bando, ningún cristiano viejo, ni soldado, podría tratar mal de obra ni de palabra. El que escondiera en su casa alguno de los moriscos, o sus mujeres o hijos, o prestara ayuda para que se ocultasen, sería condenado a seis años de galeras.

Tan sólo se permitía quedar a los que de tiempo atrás considerable vivieren como cristianos sin acudir a las juntas de las aljamas, a los que recibieren el Santísimo Sacramento con autorización de sus prelados, y a los niños menores de cuatro años cuyos padres así lo tuvieran a bien.

El día 23 se leyó el Edicto Real en todos los pueblos, villas, alfoces y caminos. Sólo podían permanecer seis familias de cada cien, entre las más antiguas de cada pueblo, las reputadas como más cristianas, para que instruyeran a los nuevos moradores que vendrían a ocupar las plazas abandonadas.

La evacuación se organizó de inmediato, con singular presteza y competencia.

Desde varias semanas atrás se había comenzado a disponer el plan de expulsión en el mayor de los secretos. Para los efectos se acercaron bajeles de Génova, Nápoles, Sicilia y Portugal. Miles de hombres, mujeres y niños fueron conducidos a los puertos de Vinaroz, El Grao, Denia y Alicante, para ser embarcados en las naves que habían de llevarlos a tierras de Berbería. En pocas jornadas se completaron más de cien galeras y galeones, que zarparon rumbo al África.

Las expulsiones siguieron produciéndose durante las siguientes semanas.

Eran otros tiempos.

¿O no?


El piloto adecuado para un momento crítico

 


El piloto adecuado para un momento crítico.
El 15 de enero de 2009, a las 03,08 p.m., un avión de la compañía US Airways, con 150 pasajeros a bordo, despegó del aeropuerto La Guardia de Nueva York con destino Charlotte, en Carolina del Norte. La visibilidad era buena, el viento suave y la temperatura de 7º C. Todas las variables presagiaban un vuelo sin sobresaltos.
A los pocos segundos de elevarse el avión, una bandada de gansos se cruzó en su trayectoria. Al menos una de las aves fue absorbida por la turbina derecha y el motor explosionó. El comandante de la aeronave tuvo que dilucidar en unos breves segundos cual era la decisión más conveniente. Determinó que los daños provocados en el avión no le permitían regresar a la pista y que la única posibilidad de supervivencia era intentar amerizar sobre las aguas del río Hudson. La operación de amerizaje para una aeronave de las características del Airbus 320 es de extrema dificultad. Si en el momento del contacto con el agua, la velocidad o el ángulo de inclinación no son los adecuados, el avión se hundirá inmediatamente o rebotará en la superficie y saltará en pedazos. El comandante, antiguo piloto de cazas durante la guerra de Vietnam, con cuarenta años de experiencia en la aviación comercial, y experto en seguridad aérea, realizó la arriesgada maniobra con absoluta precisión y logró que el aparato se posara sobre la superficie del río. La tripulación, experimentada y competente, contribuyó a que el pasaje soportara la tensa situación con la adecuada disciplina. Los servicios de emergencia funcionaron con parecida competencia, los 150 pasajeros y todos los tripulantes fueron rescatados sanos y salvos de las frías aguas del río Hudson antes de que el aparato se hundiera en sus profundidades.
No hay ninguna duda de que el comandante John Walker, era la persona idónea para estar a los mandos en una situación de extremo riesgo.
España es un gran avión al que una inmensa bandada de virus le ha quemado un motor. El comandante ni es antiguo piloto de cazas, ni tiene cuarenta años de experiencia, ni es experto en seguridad aérea ni en ninguna otra cosa. Hay incluso quien dice que el título de piloto lo obtuvo de manera incierta. Le encanta volar pero sobre todo le encanta mirarse en el espejo con su gorra de plato y sus gafas de aviador. Los copilotos, directamente lo que desean es estrellar el aparato. Ellos y ellas ya se han provisto de un buen paracaídas para saltar antes del impacto. La tripulación está mal preparada y es incompetente, en vez de atender y calmar al pasaje se dedica a encrespar los ánimos de los cada vez más aterrados viajeros. Los del ala derecha y los del ala izquierda del avión han empezado por insultarse y ya se están lanzando toda clase de objetos sin que nadie contribuya a serenar la situación, más bien al contrario. Hay que ser muy optimista o muy ingenuo para suponer que la nave va a conseguir aterrizar sin sufrir enormes daños.
Ya lo dijo el poeta:
Por razones bien ignotas,
el más prudente mortal
infravalora el gran mal
que origina un simple idiota.
Si el susodicho pilota
un avión descomunal,
es cálculo elemental
que la nave acabe rota.
¡Ay!, ¡gente desprevenida!
Un tonto, lo es para rato;
si ponéis hacienda y vida
en manos de un mentecato,
auguro, no una caída,
¡Un morrón de campeonato!