Cuando los Reyes Católicos culminaron la
Reconquista con la Toma de Granada y el destierro de Boabdil firmaron unas
capitulaciones en las que se ofrecía a la población musulmana la posibilidad de
quedarse en el territorio conservando su religión y sus costumbres. Los que
decidieron quedarse pasaron a llamarse mudéjares. Esta situación duró poco
tiempo. En 1502 la Corona decretó la conversión forzosa de todos ellos y entonces
los musulmanes convertidos pasaron a denominarse moriscos.
Durante el siglo XVI la población morisca la
estiman algunas fuentes en unas 350.000 personas para un total de 7.000.000 de
habitantes en el conjunto de España, pero en las zonas donde estaban
establecidos representaban un porcentaje muy elevado. En el Reino de Granada
era del 50% llegando al 100% en las Alpujarras. En el Reino de Valencia un
tercio de la población era morisca. En los territorios con mayor concentración
de nuevos cristianos no fue fácil la convivencia con los cristianos viejos. Muchos de estos aseguraban que todos los
moriscos eran apóstatas, que andaban en tratos con el Gran Turco, con los moros
de Argel y con los piratas berberiscos, que siempre que podían profanaban los
templos y destruían las imágenes sagradas, que se mofaban de los sacramentos,
que hacían desaparecer a mujeres y niños cristianos, unas veces asesinados y
otras vendidos a los piratas, ya para esclavos, ya para engrosar las filas de
los infieles. Que no descansaban en sus conspiraciones contra el Rey, bien
fuere con sus compinches de la morería, bien con franceses o ingleses.
Se temía su número creciente, se aseguraba
que su población no cesaba de aumentar porque se casaban casi niños, porque
eran prolíficos, porque no morían en guerras extranjeras ni se recluían en
conventos como los cristianos viejos.
Se les acusaba de amancebarse sin pudor, de
ser lujuriosos, afectos al fornicio, de reproducirse como la maleza.
Se les inculpaba de herejes, apóstatas y
traidores a su rey, se deseaba que abandonaran para siempre las tierras de
España.
La animadversión se había ido gestando a lo
largo de muchos años y la situación devino insostenible.
Finalmente las autoridades adoptaron una
decisión radical.
El 22 de septiembre de 1609 se hizo público
el decreto firmado por S.M. el Rey Don Felipe III en el que ordenaba la
inmediata expulsión de todos los moriscos del Reino de Valencia.
Se daba un plazo de tres días para que todos
fuesen embarcados. Tres días. Bajo pena de muerte. No se les permitía sacar de
sus viviendas más que los bienes que pudiesen llevar consigo y se prohibía que
al marchar destruyeran sus casas o cosechas.
El Bando era terminante: Su Majestad el Rey,
agotadas todas las diligencias y medidas de gracia tendentes a instruir a los
moriscos en la Santa Fe, constatando el poco aprovechamiento logrado, su
pertinacia en la apostasía, su prodición, y consciente del evidente peligro que
de todo ello se infería para sus reinos, habiéndose hecho encomendar a Nuestro
Señor y confiando en su divino favor, resolvía que se sacaran todos los
moriscos del Reino de Valencia y se echaran a Berbería.
En consecuencia, ordenaba que todos los
moriscos del Reino, así hombres como mujeres con sus hijos, salieran del lugar
donde tuvieren sus casas y fuesen a embarcarse en el plazo de tres días para
pasarlos al otro lado del mar. Solo se les permitía llevar consigo los muebles
que pudiesen sobre sus personas. Los que no cumplieren con lo establecido
incurrirían en pena de vida.
A los efectos de asegurar el viaje, las
autoridades cuidarían de que no recibieran mal trato, ni de obra ni de palabra,
y les proveerían del bastimento necesario para su sustento durante la
embarcación.
Pasados los tres días, se autorizaba a
cualquiera que hallare algún morisco por caminos fuera de su lugar, a
prenderlo, desvalijarlo, y entregarlo a Justicia, o a darle muerte si se
defendiera.
Incurrirían en pena de muerte los moriscos
que escondieran o enterraran la hacienda que no pudieran llevar con ellos, así
como los que prendieran fuego a sus casas o sembrados.
A los que cumplieren con lo ordenado en el
Bando, ningún cristiano viejo, ni soldado, podría tratar mal de obra ni de
palabra. El que escondiera en su casa alguno de los moriscos, o sus mujeres o
hijos, o prestara ayuda para que se ocultasen, sería condenado a seis años de
galeras.
Tan sólo se permitía quedar a los que de
tiempo atrás considerable vivieren como cristianos sin acudir a las juntas de
las aljamas, a los que recibieren el Santísimo Sacramento con autorización de
sus prelados, y a los niños menores de cuatro años cuyos padres así lo tuvieran
a bien.
El día 23 se leyó el Edicto Real en todos
los pueblos, villas, alfoces y caminos. Sólo podían permanecer seis familias
de cada cien, entre las más antiguas de cada pueblo, las reputadas como más
cristianas, para que instruyeran a los nuevos moradores que vendrían a ocupar
las plazas abandonadas.
La evacuación se organizó de inmediato, con
singular presteza y competencia.
Desde varias semanas atrás se había
comenzado a disponer el plan de expulsión en el mayor de los secretos. Para los
efectos se acercaron bajeles de Génova, Nápoles, Sicilia y Portugal. Miles de
hombres, mujeres y niños fueron conducidos a los puertos de Vinaroz, El Grao,
Denia y Alicante, para ser embarcados en las naves que habían de llevarlos a
tierras de Berbería. En pocas jornadas se completaron más de cien galeras y
galeones, que zarparon rumbo al África.
Las expulsiones siguieron produciéndose
durante las siguientes semanas.
Eran otros tiempos.
¿O no?
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