sábado, 20 de mayo de 2023

La expulsión de los moriscos del Reino de Valencia.

 


Cuando los Reyes Católicos culminaron la Reconquista con la Toma de Granada y el destierro de Boabdil firmaron unas capitulaciones en las que se ofrecía a la población musulmana la posibilidad de quedarse en el territorio conservando su religión y sus costumbres. Los que decidieron quedarse pasaron a llamarse mudéjares. Esta situación duró poco tiempo. En 1502 la Corona decretó la conversión forzosa de todos ellos y entonces los musulmanes convertidos pasaron a denominarse moriscos.

Durante el siglo XVI la población morisca la estiman algunas fuentes en unas 350.000 personas para un total de 7.000.000 de habitantes en el conjunto de España, pero en las zonas donde estaban establecidos representaban un porcentaje muy elevado. En el Reino de Granada era del 50% llegando al 100% en las Alpujarras. En el Reino de Valencia un tercio de la población era morisca. En los territorios con mayor concentración de nuevos cristianos no fue fácil la convivencia con los cristianos viejos.  Muchos de estos aseguraban que todos los moriscos eran apóstatas, que andaban en tratos con el Gran Turco, con los moros de Argel y con los piratas berberiscos, que siempre que podían profanaban los templos y destruían las imágenes sagradas, que se mofaban de los sacramentos, que hacían desaparecer a mujeres y niños cristianos, unas veces asesinados y otras vendidos a los piratas, ya para esclavos, ya para engrosar las filas de los infieles. Que no descansaban en sus conspiraciones contra el Rey, bien fuere con sus compinches de la morería, bien con franceses o ingleses.

Se temía su número creciente, se aseguraba que su población no cesaba de aumentar porque se casaban casi niños, porque eran prolíficos, porque no morían en guerras extranjeras ni se recluían en conventos como los cristianos viejos.

Se les acusaba de amancebarse sin pudor, de ser lujuriosos, afectos al fornicio, de reproducirse como la maleza.

Se les inculpaba de herejes, apóstatas y traidores a su rey, se deseaba que abandonaran para siempre las tierras de España.

La animadversión se había ido gestando a lo largo de muchos años y la situación devino insostenible.

Finalmente las autoridades adoptaron una decisión radical.

El 22 de septiembre de 1609 se hizo público el decreto firmado por S.M. el Rey Don Felipe III en el que ordenaba la inmediata expulsión de todos los moriscos del Reino de Valencia.

Se daba un plazo de tres días para que todos fuesen embarcados. Tres días. Bajo pena de muerte. No se les permitía sacar de sus viviendas más que los bienes que pudiesen llevar consigo y se prohibía que al marchar destruyeran sus casas o cosechas.

El Bando era terminante: Su Majestad el Rey, agotadas todas las diligencias y medidas de gracia tendentes a instruir a los moriscos en la Santa Fe, constatando el poco aprovechamiento logrado, su pertinacia en la apostasía, su prodición, y consciente del evidente peligro que de todo ello se infería para sus reinos, habiéndose hecho encomendar a Nuestro Señor y confiando en su divino favor, resolvía que se sacaran todos los moriscos del Reino de Valencia y se echaran a Berbería.  

En consecuencia, ordenaba que todos los moriscos del Reino, así hombres como mujeres con sus hijos, salieran del lugar donde tuvieren sus casas y fuesen a embarcarse en el plazo de tres días para pasarlos al otro lado del mar. Solo se les permitía llevar consigo los muebles que pudiesen sobre sus personas. Los que no cumplieren con lo establecido incurrirían en pena de vida.

A los efectos de asegurar el viaje, las autoridades cuidarían de que no recibieran mal trato, ni de obra ni de palabra, y les proveerían del bastimento necesario para su sustento durante la embarcación.

Pasados los tres días, se autorizaba a cualquiera que hallare algún morisco por caminos fuera de su lugar, a prenderlo, desvalijarlo, y entregarlo a Justicia, o a darle muerte si se defendiera.

Incurrirían en pena de muerte los moriscos que escondieran o enterraran la hacienda que no pudieran llevar con ellos, así como los que prendieran fuego a sus casas o sembrados.

A los que cumplieren con lo ordenado en el Bando, ningún cristiano viejo, ni soldado, podría tratar mal de obra ni de palabra. El que escondiera en su casa alguno de los moriscos, o sus mujeres o hijos, o prestara ayuda para que se ocultasen, sería condenado a seis años de galeras.

Tan sólo se permitía quedar a los que de tiempo atrás considerable vivieren como cristianos sin acudir a las juntas de las aljamas, a los que recibieren el Santísimo Sacramento con autorización de sus prelados, y a los niños menores de cuatro años cuyos padres así lo tuvieran a bien.

El día 23 se leyó el Edicto Real en todos los pueblos, villas, alfoces y caminos. Sólo podían permanecer seis familias de cada cien, entre las más antiguas de cada pueblo, las reputadas como más cristianas, para que instruyeran a los nuevos moradores que vendrían a ocupar las plazas abandonadas.

La evacuación se organizó de inmediato, con singular presteza y competencia.

Desde varias semanas atrás se había comenzado a disponer el plan de expulsión en el mayor de los secretos. Para los efectos se acercaron bajeles de Génova, Nápoles, Sicilia y Portugal. Miles de hombres, mujeres y niños fueron conducidos a los puertos de Vinaroz, El Grao, Denia y Alicante, para ser embarcados en las naves que habían de llevarlos a tierras de Berbería. En pocas jornadas se completaron más de cien galeras y galeones, que zarparon rumbo al África.

Las expulsiones siguieron produciéndose durante las siguientes semanas.

Eran otros tiempos.

¿O no?


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