lunes, 17 de septiembre de 2018

La memoria y la historia.




Según el INE a 1/01/18 vivíamos en España 46.659.302 de personas, 22.882.286 hombres y 23.777.015 mujeres; en esa cifra, 4.572.055 de extranjeros.
De todos los que compartimos territorio, 11.728.600 tenemos más de 60 años, es decir nacimos antes de 1958. Franco murió en 1975, por eso no cuento a los que nacieron hasta 17 años antes, porque de niño se está a otras cosas y uno no se preocupa de quién gobierna, ni cómo lo hace, ni en qué entorno vive. Por lo tanto, los que convivimos conscientemente en la España franquista somos casi 12 millones de personas, y algunos conservamos cierta memoria todavía. Observando lo que a diario se dice de esa época en las televisiones y en la inmensa mayoría de los medios no tengo más remedio que pensar, ¿qué se contará cuando por la inexorable ley de vida, no quede nadie que pueda decir: Yo estuve allí? Porque, francamente, es tal el poder persuasivo de las consignas propagadas con machacona insistencia que yo mismo, ahora, llego a preguntarme: ¿Pero realmente estuve allí? A ver si todo es una ilusión de mi memoria, o estaba abducido, o ciego, o sordo. Porque sucede que yo recuerdo mi juventud como una época feliz, dentro de lo que ese adjetivo se puede aplicar sin exageraciones poéticas. Cuando menos, tan feliz como pueda ser la de cualquier joven de este tiempo. Más o menos. Aunque un joven de este tiempo, probablemente me mirará con malos ojos si le digo que yo no veía asesinar en las cunetas, ni sentía la enorme represión sobre mis rozagantes espaldas. No podíamos votar; cierto, pero para lo que sirve…, ahora votamos cada poco tiempo para que hagan con nuestro voto lo contrario de lo que dijeron que iban a hacer antes de votar. O para que se pongan de acuerdo los que no han sido votados y al final gobierne uno que no era el que querían los que votaron. O sea, más o menos. Más o menos como si no hubiéramos votado.
Entonces había una censura institucionalizada, pero vivíamos con unos márgenes de libertad que nos permitían desarrollar nuestras vidas con el entusiasmo propio de la juventud. Al menos en la época de los sesenta y setenta, que es de la que puedo dar fe.
¿Es que ahora no hay censura? Una censura tal vez peor, porque es larvada, subterránea, que no se manifiesta abiertamente, en forma de Gran Hermano mediático que se lanza al cuello de cualquiera que osa disentir del pensamiento impuesto. Hasta el punto de que la gente se autocensura, que es la peor forma de la censura, la más miserable. La gente no se atreve a decir según qué cosas, y vamos avanzando por el camino de la censura del pensamiento. Que esa sí que es una terrible dictadura. La dictadura del pensamiento obligado y del pensamiento prohibido. Por ese camino vamos.
No tengo ninguna duda de que la auténtica Democracia es preferible a cualquier Dictadura, pero reivindico mi juventud y la época que me tocó vivir. Quiero recordarla como la viví y no como los que no la conocieron quieren que la recuerde.       
Y, por otra parte, ¿quién asegura que vivimos en una auténtica Democracia? ¿No será, esta obsesión por denostar el pasado, un modo de ocultar las miserias y carencias del presente? En vez de mirar tanto al pasado, haríamos bien en preocuparnos más del presente para preparar un mejor futuro. 
Dejad la historia para los historiadores, que, siendo la mayoría rigurosos, los hay de todas las tendencias y cada uno aplica sus propias convicciones a los hechos, por lo tanto cada cual puede escoger el que le resulte más verosímil. Pero no permitáis que otros os obliguen a creer a unos y os oculten a otros, porque eso sí que es vil censura y va contra el libre albedrío de la persona. Haced caso a vuestro abuelos, que seguramente son más de fiar que los “expertos” que salen en televisión. Preocupaos del futuro, que el pasado ya no hay quien lo cambie, por mucho que lo intenten.  Y pensad, que, siguiendo por este camino, cuando seáis abuelos es muy probable que otros intentarán que creáis que lo que vivisteis no es lo que recordáis, sino lo que ellos dicen que vivisteis.

sábado, 15 de septiembre de 2018

El cazador cazado.


Cuentan de un gran cazador
que persiguiendo un casado
él mismo se vio cazado
en su cepo inquisidor.
Dicen de él que era doctor
por amigos doctorado,
con textos quizá plagiados
de algún tratado anterior.
Quien escala la montaña
agarrado al débil cable
de variopintas calañas
hallará cumbre inestable.
No honran las artimañas.
La falacia es vulnerable.

sábado, 8 de septiembre de 2018

El 8 de septiembre de 1941

El 8 de septiembre de 1941 se inició el cerco de Leningrado. Duró casi tres años y provocó la muerte de más de dos millones de personas.

"El 1 de septiembre los alemanes neutralizaron la última carretera de acceso y empezaron a lanzar granadas de artillería. El día 8, un ataque aéreo masivo provocó más de cien incendios, entre ellos ardieron varios almacenes con reservas de alimentos. Los almacenes Badaev se quemaron completamente destruyendo toneladas de harina, azúcar y otros alimentos allí almacenados.
Mientras la Wehrmacht atacaba por el sur y el oeste, las tropas finlandesas habían avanzado por el norte en un movimiento envolvente. El 15 la ciudad quedó cercada por completo, aislada del resto del país, y prácticamente sin provisiones.
Cuando los alemanes llegaron a las primeras defensas, a la vista ya de la ciudad, se detuvieron. Las trincheras que la población civil había excavado con desesperado afán, trabajando día y noche, cumplieron su objetivo. Los asaltantes encontraron una resistencia feroz y los frentes se estabilizaron.
Y entonces comenzaron los bombardeos sistemáticos. Rosa volvió a sentir los miedos de Bilbao, incrementados en intensidad, contumacia y capacidad de destrucción. Otra vez las alarmas, las carreras a los sótanos, los siniestros silbidos de los proyectiles, las explosiones cercanas, los temblores de suelos y paredes. Cada noche, el cielo de Leningrado se iluminaba con centenares de reflectores que buscaban focalizar en sus haces de luz a los bombarderos enemigos. Las baterías antiaéreas atronaban sin descanso tratando de abatirlos antes de que arrojaran su carga de muerte y desolación. Rosa y sus amigas tenían que turnarse haciendo guardia en las azoteas, para intentar apagar las bombas incendiarias y evitar que se propagasen los incendios.   
Los heridos empezaron a llegar al hospital a centenares, los muertos iban llenando los pasillos. En los primeros días, a medida que fallecían se llevaban a enterrar, después se les sacaba deprisa para ser cargados en camiones, más tarde se iban amontonando en la calle a la espera de más camiones. Alrededor del hospital empezaron a formarse montículos de cadáveres."

Fragmento de "El infierno de los inocentes", novela que transcurre entre la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial. Disponible en Amazon en digital y papel.