sábado, 5 de marzo de 2016

5 de marzo de 1953, muere Iósif Vissariónovich Stalin.

Cuando por el hospital se empezó a murmurar que Stalin estaba enfermo, Azucena se negó a creerlo.
-Ya están los derrotistas de siempre difundiendo bulos para hacer daño al país -dijo-, habría que castigar con dureza a todos esos agoreros.
En la mañana del día 6, se conectaron los altavoces del centro hospitalario y empezó a sonar música fúnebre. Todos sabían el porqué, pero Azucena seguía negándose a aceptarlo. “Será otra cosa”, decía. La música se interrumpió y después de un tenso silencio, se escuchó la voz de Malenkov, grave y atribulada, que anunciaba al país el deceso del líder supremo. El padre de los pueblos estaba muerto. Azucena lanzó un grito ahogado y prorrumpió en un llanto desconsolado. Casi todos los que estaban en el hospital reaccionaron como ella, las salas se convirtieron instantáneamente en un orfeón de lloros, lamentos y gritos desgarradores.
Rosa no se lo tomó tan a la tremenda, nunca había sido mitómana y, aunque se había guardado de exteriorizarlo, nunca había sentido un desmedido aprecio por el líder supremo. En general y por principio, sentía un rechazo innato a la autoridad, una autoridad, fuese la que fuese y viniera de donde viniera, que llevaba muchos años obligándola a hacer cosas que no quería. Se sintió más inquieta por la actitud de su amiga que por la noticia en sí, noticia que por otra parte ya esperaba desde hacía varios días, porque ella sí había dado crédito a los rumores. Azucena estaba en el séptimo mes de embarazo y no lo llevaba demasiado bien, Rosa pensó que el arrebato de dolor que la embargaba podía perjudicarla e intentó que se calmara. Pero no había manera, la mujer había cogido una llantina histérica que parecía no tener consuelo posible.
-Pero mujer, cálmate, que no era tu padre.
-¿Cómo que no? Era mucho más. A mi padre casi no lo conocí, ni me acuerdo de él. Con el camarada he estado más de quince años, se lo debo todo, él nos salvó de las hordas nazis, él nos ha guiado durante todo este tiempo, pensé que nunca nos faltaría, ¿qué vamos a hacer ahora?
-Pues lo mismo que hemos hecho hasta hoy. Intentar vivir.
Se decretaron tres días de luto oficial en todo el territorio, el cadáver se embalsamó para colocarlo en el Mausoleo de Lenin al lado del padre de la Patria, y Azucena se empeñó en ir a Moscú para rendir pleitesía a sus restos. Rosa le quitó de la cabeza la peregrina idea, en su estado no podía embarcarse en un viaje tan largo para después aguantar en pie las previsibles colas de muchas horas, para pasar delante del féretro unos segundos. Además, dada la distancia, cuando llegase ya se habría acabado la ceremonia. Esa fue la única razón que hizo desistir a Azucena, porque estaba dispuesta a arrostrar todos los inconvenientes que hubiera que sufrir con tal de acompañar al padre supremo en su último viaje, pero estaban tan lejos de la capital que era imposible que llegase a tiempo. Así que se quedó llorando desconsoladamente en Karaganda.
  
En el momento en que en Moscú era expuesto el cadáver de Stalin, en todo el territorio se guardaron tres minutos de absoluto silencio. En el lager hasta los perros dejaron de ladrar, tal vez contagiados del mutismo general. Daniel y sus compañeros aguantaron a pie firme los tres minutos programados pensando que tal vez había llegado el tan ansiado momento de la liberación.
Muy poco tiempo tardaron los prisioneros en apreciar los cambios que se iban a producir por la muerte de un solo hombre. Millones de muertos no habían servido para modificar lo que uno solo. Ya antes de que acabase el mes de marzo, el Presidium del Soviet Supremo decretó una amnistía que otorgaba la libertad a más de un millón de condenados de los varios millones que encerraba el Gulag entre trotskistas, saboteadores, terroristas, nacionalistas o enemigos del pueblo. La resolución pasó a conocerse, debido al firmante de la misma, como “Amnistía Vorochilov”. En pocos días y semanas, las carreteras, los caminos, las líneas de ferrocarril, los ríos, se llenaron de una multitud de amnistiados que regresaban a sus hogares. La medida alcanzó a todos los internados, tanto rusos como extranjeros, y los prisioneros tuvieron ocasión de comprobar los cambios enseguida. Pronto los alemanes empezaron a abandonar el campo, les siguieron los finlandeses, austríacos, húngaros, búlgaros, holandeses, franceses…, todos iban regresando a sus hogares. Todos menos los españoles. 

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viernes, 4 de marzo de 2016

En defensa del ujier.

He estado siguiendo la sesión de investidura y me ha llamado la atención un hecho ciertamente lamentable. Cada vez que un diputado o diputada se situaba en el estrado para deleitarnos con la correspondiente retahíla de lugares comunes, un caballero de cierta edad subía los escalones que llevan al atril con un vaso de agua para su señoría. Este señor iba embutido en un circunspecto uniforme acompañado de la correspondiente corbata perfectamente anudada al gollete. Una vestimenta impecable pero a todas luces molesta. Sin embargo, la señoría de turno vestía en ocasiones de modo que podríamos calificar como desenvuelto, tal vez rozando la ordinariez. Me parece humillante. ¿Por qué se obliga a un empleado subalterno a vestir de modo encorsetado e incómodo mientras los próceres de la patria van como si estuvieran en un chiringuito de la playa? Reclamo el derecho de los ujieres a vestir pantalón corto y chancletas, si ese es su deseo, para que puedan realizar su labor de un modo más relajado y placentero. Mantenerlos oprimidos en los uniformes me retrotrae a los tiempos de la esclavitud, es una prueba fehaciente de que no se han eliminado las odiosas diferencias de clase. Estas señorías que tan preocupados se muestran con las desigualdades sociales deberían empezar por eliminarlas de su lugar de trabajo (es un decir). Es una falta de respeto a los humildes trabajadores obligarlos a vestir de un modo que esquivan alegremente los que deberían dar ejemplo. Si los diputados y diputadas persisten en acudir al Congreso, el recinto en el que están representando a todos los ciudadanos, como si se acabaran de levantar de la cama después de haber dormido con la ropa puesta, justo es que los ujieres y demás empleados del lugar vistan como les venga en gana.