Cuando
por el hospital se empezó a murmurar que Stalin estaba enfermo, Azucena se negó
a creerlo.
-Ya
están los derrotistas de siempre difundiendo bulos para hacer daño al país
-dijo-, habría que castigar con dureza a todos esos agoreros.
En
la mañana del día 6, se conectaron los altavoces del centro hospitalario y
empezó a sonar música fúnebre. Todos sabían el porqué, pero Azucena seguía
negándose a aceptarlo. “Será otra cosa”, decía. La música se interrumpió y
después de un tenso silencio, se escuchó la voz de Malenkov, grave y atribulada,
que anunciaba al país el deceso del líder supremo. El padre de los pueblos
estaba muerto. Azucena lanzó un grito ahogado y prorrumpió en un llanto
desconsolado. Casi todos los que estaban en el hospital reaccionaron como ella,
las salas se convirtieron instantáneamente en un orfeón de lloros, lamentos y
gritos desgarradores.
Rosa
no se lo tomó tan a la tremenda, nunca había sido mitómana y, aunque se había
guardado de exteriorizarlo, nunca había sentido un desmedido aprecio por el
líder supremo. En general y por principio, sentía un rechazo innato a la
autoridad, una autoridad, fuese la que fuese y viniera de donde viniera, que
llevaba muchos años obligándola a hacer cosas que no quería. Se sintió más
inquieta por la actitud de su amiga que por la noticia en sí, noticia que por
otra parte ya esperaba desde hacía varios días, porque ella sí había dado crédito
a los rumores. Azucena estaba en el séptimo mes de embarazo y no lo llevaba
demasiado bien, Rosa pensó que el arrebato de dolor que la embargaba podía
perjudicarla e intentó que se calmara. Pero no había manera, la mujer había
cogido una llantina histérica que parecía no tener consuelo posible.
-Pero
mujer, cálmate, que no era tu padre.
-¿Cómo
que no? Era mucho más. A mi padre casi no lo conocí, ni me acuerdo de él. Con
el camarada he estado más de quince años, se lo debo todo, él nos salvó de las
hordas nazis, él nos ha guiado durante todo este tiempo, pensé que nunca nos
faltaría, ¿qué vamos a hacer ahora?
-Pues
lo mismo que hemos hecho hasta hoy. Intentar vivir.
Se
decretaron tres días de luto oficial en todo el territorio, el cadáver se
embalsamó para colocarlo en el Mausoleo de Lenin al lado del padre de la Patria,
y Azucena se empeñó en ir a Moscú para rendir pleitesía a sus restos. Rosa le
quitó de la cabeza la peregrina idea, en su estado no podía embarcarse en un
viaje tan largo para después aguantar en pie las previsibles colas de muchas
horas, para pasar delante del féretro unos segundos. Además, dada la distancia,
cuando llegase ya se habría acabado la ceremonia. Esa fue la única razón que
hizo desistir a Azucena, porque estaba dispuesta a arrostrar todos los
inconvenientes que hubiera que sufrir con tal de acompañar al padre supremo en
su último viaje, pero estaban tan lejos de la capital que era imposible que
llegase a tiempo. Así que se quedó llorando desconsoladamente en Karaganda.
En
el momento en que en Moscú era expuesto el cadáver de Stalin, en todo el
territorio se guardaron tres minutos de absoluto silencio. En el lager hasta los perros dejaron de
ladrar, tal vez contagiados del mutismo general. Daniel y sus compañeros
aguantaron a pie firme los tres minutos programados pensando que tal vez había
llegado el tan ansiado momento de la liberación.
Muy
poco tiempo tardaron los prisioneros en apreciar los cambios que se iban a producir
por la muerte de un solo hombre. Millones de muertos no habían servido para modificar
lo que uno solo. Ya antes de que acabase el mes de marzo, el Presidium del
Soviet Supremo decretó una amnistía que otorgaba la libertad a más de un millón
de condenados de los varios millones que encerraba el Gulag entre trotskistas,
saboteadores, terroristas, nacionalistas o enemigos del pueblo. La resolución
pasó a conocerse, debido al firmante de la misma, como “Amnistía Vorochilov”. En
pocos días y semanas, las carreteras, los caminos, las líneas de ferrocarril,
los ríos, se llenaron de una multitud de amnistiados que regresaban a sus hogares.
La medida alcanzó a todos los internados, tanto rusos como extranjeros, y los
prisioneros tuvieron ocasión de comprobar los cambios enseguida. Pronto los
alemanes empezaron a abandonar el campo, les siguieron los finlandeses,
austríacos, húngaros, búlgaros, holandeses, franceses…, todos iban regresando a
sus hogares. Todos menos los españoles.
Fragmento de "El infierno de los inocentes", novela disponible en AMAZON.
No hay comentarios:
Publicar un comentario