El 8 de agosto
de 1897 el Presidente del Consejo de Ministros, don Antonio Cánovas, estaba
pasando unos días de descanso en el balneario donostiarra de Santa Águeda. Leía
tranquilamente la prensa sentado en un banco cuando se le acercó por detrás un
hombre joven que se alojaba en el establecimiento. Cuando estuvo a un par de
metros, sacó de su bolsillo un revolver y le disparó al pecho y a la cabeza. El
político cayó al suelo y el asesino lo remató con un tercer tiro. Después se
quedó quieto, esperando que lo detuvieran. Cuando lo interrogaron alegó que
había cometido el magnicidio para vengar la muerte de sus compañeros
anarquistas fusilados algún tiempo antes en Barcelona.
El asesino
resultó ser Michelle Angiolillo, un anarquista italiano que teóricamente actuó
solo, movido por un sentimiento de venganza. Se le sometió a un juicio
sumarísimo y fue condenado a muerte y ajusticiado con garrote vil doce días más
tarde, en la cárcel de Vergara. Cuando se investigó su pasado se supo que tenía
relaciones con grupos cercanos al doctor Betances, un conocido defensor de la
insurrección cubana. Cánovas era el más firme defensor de la españolidad de
Cuba y el máximo sostén del general Weyler y su dura línea de actuación. Se
había comprometido en defender la presencia de España en la isla “hasta el
último hombre y la última peseta”. ¿Cui prodest?
En octubre la
Reina regente María Cristina encargó formar nuevo gobierno a Práxedes Mateo
Sagasta. Se constituyó el día 4, y en el primer Consejo de Ministros, el día 6,
se planteó el cese de Weyler y la concesión de la autonomía a la isla. El 9 de
octubre fue destituido sin poder completar la recuperación del territorio.
El general
Blanco, sucesor de Weyler, llegó a la isla el día 31. Inmediatamente cambió la
política implantada hasta entonces por su antecesor. Las instrucciones del
Gobierno eran intentar pacificar a toda prisa el país o al menos atemperar los
violentos métodos de combate empleados por Weyler, para calmar las cada vez más
agresivas advertencias de los Estados Unidos. El 25 de noviembre se otorgó una
Constitución autonomista a Cuba con la esperanza de que la medida apaciguara la
rebelión, pero la medida llegaba demasiado tarde. Los mambises no tenían ya más
que un objetivo, la independencia.
A raíz de un
altercado en La Habana el cónsul Lee aprovechó para exigir a su gobierno una
intervención más comprometida. El diplomático era sobrino del famoso general
sudista de la Guerra de Secesión, y tan beligerante como su tío. Alegó que la
situación se había vuelto tan inestable que las autoridades no eran capaces de
garantizar la seguridad de los súbditos americanos y de sus intereses, y que se
hacía necesaria la presencia de al menos algún barco de su armada. El presidente
McKinley se apresuró a declarar fracasada la autonomía. No se le podía acusar
de premioso, esa declaración la hizo a los ¡once días! de su implantación. A la
solicitud de Lee respondió situando en los cayos de las Tortugas, a cuatro
horas de navegación a Cuba, una armada compuesta por 4 acorazados, 6 cruceros y
5 torpederos. Al mismo tiempo anunció el envío a La Habana del acorazado
“Maine”, en visita de “cortesía”.
Solo unos días
más tarde, la noche del martes 15 de febrero, se iluminó el cielo sobre el
puerto, el Maine se convirtió en una
antorcha monstruosa, hierros, maderos, trozos del casco y la cubierta volaban
por los aires en todas direcciones, decenas de cuerpos se debatían en las aguas
pidiendo auxilio.
El barco se
escoró por estribor y se hundió en las lóbregas aguas. El miércoles 16, se
enterraron los primeros 19 cadáveres rescatados la noche anterior. El agobiante
calor no permitía disponer del tiempo necesario para intentar identificar los
cuerpos y hubo que darles sepultura sin el pertinente reconocimiento. A media
tarde apareció el último ser que se pudo rescatar con vida del fárrago de
restos humeantes, el gato Tom,
mascota de la tripulación del barco.
La explosión
había provocado 266 muertos, todos marineros rasos salvo dos oficiales. El
capitán y los mandos principales habían resultado ilesos. Enseguida unos
calificaron el trágico suceso de accidente y otros de atentado. La prensa
norteamericana se apresuró a acusar a las autoridades españolas de la
destrucción del barco. El suceso hizo saltar por los aires los escasos puentes
de diálogo que quedaban.
Hasta ese
momento la guerra había costado la vida a más de 100.000 hombres jóvenes. Una mínima
parte, menos del diez por ciento, caído en batallas, la inmensa mayoría a causa
de enfermedades, fiebre amarilla, paludismo, viruela, desnutrición, agotamiento…
solo uno de cada diez por acciones de guerra. Nueve de cada diez jóvenes en la
flor de la vida no fueron a combatir, fueron directamente a morir, algunos
enfermaban a las pocas horas de llegar. Solo la fiebre amarilla se llevó a más
de 12.000. Por eso decían que los mejores generales de la revolución eran el
general Trópico y el general Manigua.
A primeros de
abril de 1898, el cónsul Lee aconsejó a los súbditos norteamericanos que fueran
evacuando la isla.
En ese momento el
ejército español contaba con más de 200.000 mil hombres de los que 30.000
estaban enfermos de paludismo, viruela, agotamiento o desnutrición. También los
insurrectos caían enfermos aunque en mucha menor medida. Para entonces la
guerra ya había costado la vida de más de 100.000 hombres y 1.300 millones de
pesetas. La inmensa mayoría de las muertes habían sido por enfermedad. Unos
30.000 habían sido repatriados al declararlos inútiles para el servicio,
volvían en tan malas condiciones que muchos morían durante la travesía y tenían
que ser arrojados al mar. Los tiburones seguían la estela de los barcos para
alimentarse con los cadáveres.
Por su parte, la
prensa de Estados Unidos intensificaba la campaña de acusación contra el
salvajismo del ejército, y el gobierno español se veía obligado a emitir
desmentidos continuamente. Los jingos partidarios del enfrentamiento armado
eran conscientes de que la insurrección se iba debilitando por momentos y podía
concluir en poco tiempo, por lo que intentaban acelerar al máximo la intervención
directa de su ejército.
Acabando el
siglo XIX la población cubana era de 1.600.000 habitantes. 200.000 españoles
peninsulares, 800.000 cubanos blancos, criollos, 500.000 negros ex esclavos,
algunos miles de chinos y otras minorías.
El 10 de abril,
el gobierno de Sagasta, cada vez más presionado por el americano, ordenó al
General Blanco establecer una suspensión unilateral de hostilidades para
contentar una demanda de Estados Unidos.
El gesto de
buena voluntad no sirvió para nada, el presidente McKinley ya había solicitado
poderes al Congreso “para establecer en la isla un gobierno fuerte capaz de
mantener el orden y de cumplir los deberes internacionales, garantizando la paz
y la seguridad de sus ciudadanos, así como los de los nuestros”. No hacía
ninguna mención a la independencia de la isla. El día 20 lanzó un ultimátum a
la nación española, “…el Gobierno de los Estados Unidos exige que el Gobierno
de España renuncie inmediatamente su autoridad y gobierno en la isla de Cuba y
retire del territorio de esta y de sus aguas sus fuerzas militares y navales”.
“Si a las doce del mediodía del próximo sábado 23 de abril, el Gobierno de
España no ha ofrecido una completa y satisfactoria respuesta a esta demanda, en
términos tales que la paz quede garantizada en la isla, el Presidente procederá
a usar, sin posterior aviso, el poder que le han concedido y en los términos
que sean necesarios para surtir efecto”.
Quedaba
trágicamente patente que la autonomía promulgada en enero no había servido para
nada ni había contentado a nadie. No contentó a los peninsulares residentes, ni
fue suficiente para los insurgentes que solo querían la independencia, ni
sirvió para evitar la intervención de los Estados Unidos.
El 22 de abril
ya había barcos norteamericanos bloqueando el norte de la isla, el 23 doce
buques se instalaron frente a La Habana, aunque alejados de las baterías del
Morro. El general Blanco informó del estado de guerra publicando un llamamiento
a las armas en la Gaceta de La Habana.
El 27 de abril
los americanos bombardearon Matanzas, el 29 Cienfuegos y el 30 intentaron un
desembarco en Cabañas, en la provincia de Pinar del Río, que fue rechazado.
El 1 de mayo la
escuadra española de Filipinas fue destruida en Cavite.
El día 7 el
parlamento autónomo insular presentó una denuncia de agresión por las acciones
emprendidas por Estados Unidos con el pretexto de liberar al pueblo cubano,
aduciendo que el pueblo ya era libre.
El Papa León
XIII intentó mediar para evitar la guerra, y lo mismo hicieron las grandes
potencias, Rusia, Francia, Gran Bretaña, Italia, Austria-Hungría, y Alemania,
pero todos los intentos de apaciguamiento fueron inútiles, Estados Unidos había
puesto su maquinaria bélica a funcionar y no tenía ninguna intención de
detenerla. Había iniciado su hegemonía mundial.
Tras la
destrucción de la de Filipinas todas las esperanzas se pusieron en la flota que
comandaba el Almirante Cervera, prestigioso marino, pero nadie sabía dónde
estaba. Unos decían que se dirigía a Filipinas, otros, que iba hacia Cuba, los
más optimistas, que iba hacia las costas americanas a bombardear sus ciudades.
Los pesimistas aseguraban que, ya en camino, había dado media vuelta y
regresaba a Cádiz para proteger las costas españolas de un posible ataque
americano. Pero ¿dónde estaba en realidad?
La realidad era
que la escuadra estuvo varios días en Cabo Verde esperando órdenes del
Gobierno, o mejor dicho, intentando que se modificaran las órdenes recibidas.
Cervera estaba convencido de que sus vetustos barcos no tenían ninguna
posibilidad en un enfrentamiento con los modernos buques norteamericanos y
trató por todos los medios de persuadir con datos e informes de la insensatez
de encarar un combate en mar abierta. Llevaba ya más de dos años alertando de
la insuficiencia técnica y armamentística de sus buques sin conseguir que nadie
en el gobierno hubiera emprendido alguna acción para paliarlas. El 2 de abril,
en carta al ministro de Marina, reiteraba las consideraciones que ya había
hecho anteriormente sin resultado alguno:
“Mis temores se
realizan porque el conflicto se aproxima en tren expreso y el Colón no tiene sus cañones gruesos; el Carlos V no está recibido y le falta la
batería de 10 cm; al Pelayo le falta
terminar el reducto y me parece que la artillería mediana; la Victoria está sin artillería y de la Numancia no hay que hablar”. Y añadía:
“Insensato sería negar que lo que racionalmente podemos esperar es la derrota,
que nos haría perder la isla en las peores condiciones”.
En otro escrito
del 6 de abril, el Almirante reclamaba un plan de acción solicitado ya dos
meses antes sin haber obtenido respuesta, “interesa, y mucho, tener pensado lo
que se ha de hacer, para no andar con vacilaciones, si llega el caso, sino
obrar rápidamente con medidas que puedan ser eficaces, y no ir, como el famoso
hidalgo manchego, a pelear con los molinos de viento, para salir
descalabrados”.
Por su parte,
los gobernadores de Cuba y Puerto Rico no cesaban de apremiar al ministro de
Ultramar para que les enviaran la escuadra que suponían, ignorantes de su
estado real, iba a defender sus costas con garantía.
Ajenos a las
fuertes prevenciones del Almirante y sus mandos más próximos, los diarios y
revistas españoles mantenían una exaltada campaña de incitación a la guerra,
aduciendo una supuesta superioridad de nuestras fuerzas ante un enemigo bisoño
e inexperto en esas lides. Todos los periódicos exhibían artículos de opinión
triunfalistas, poemas satíricos y grabados que intentaban ridiculizar la
capacidad militar y logística de la nación americana. Influenciada por ese
impostado optimismo, la gente en la calle respiraba un aire de victoria fácil,
los curas aprovechaban los púlpitos para arengar a los fieles, y hasta los
toreros se sumaban al generalizado ardor bélico. El Guerra, en una plaza
abarrotada y entregada, brindó al público uno de sus toros con estas palabras:
“Yo no quisiera otra cosa, sino que se volviera yanqui el toro que voy a
matar”.
El Blanco y Negro, publicaba: “es injusto
con los cerdos a los yanquis comparar, porque el cerdo es provechoso y el
yanqui perjudicial”.
Finalmente Cervera
recibió la orden definitiva:
“Como Canarias
está perfectamente asegurada y conoce V.E. telegramas de Washington sobre salida próxima de Escuadra volante,
salga con todas las fuerzas para proteger la isla de Puerto Rico, que está
amenazada, siguiendo derrota que V.E. se trace, teniendo presente la amplitud
que las instrucciones le conceden y que le renuevo”.
A esta orden,
taxativa e imprecisa, contestó Cervera con una larga carta llena de reproches a
los que la habían formulado.
“La sorpresa y
estupor que ha causado a todos estos Comandantes la orden de marchar a Puerto
Rico, es imposible de pintar, y en verdad, tienen razón, porque de esta
expedición no se puede esperar más que la destrucción total de la Escuadra, o
su vuelta atropellada y desmoralizada…”
Hacía una
extensa consideración de todas las peticiones que había realizado para mejorar
los barcos sin obtener la menor respuesta, y concluía: “Presumo que ya es tarde
para nada que no sea la ruina y desolación de la Patria… y ya no le molesto
más, considero ya el acto consumado, y veré la mejor manera de salir de este
callejón sin salida”.
El
enfrentamiento se produjo el 3 de julio frente a la bahía de Santiago.
Toda la escuadra
de Cervera quedó destruida en 4 horas de combate.
La cifra de
bajas de la rápida contienda fue:
Españoles: 350
muertos, 160 heridos, y 1.670 prisioneros.
Norteamericanos:
1 muerto y 2 heridos.
La guerra entró
en su fase terminal. En España se sucedían las manifestaciones, unas de fervor
patriótico y otras exigiendo el fin de las hostilidades y el sufrimiento de los
pobres soldados. El Gobierno de Madrid ya solo estaba preocupado por alcanzar
rápidamente una paz lo más honrosa posible, pero el de los Estados Unidos se
veía en una posición de fuerza absoluta que no estaba dispuesto a soslayar. El 30 de julio dieron a conocer sus
exigencias: España debía renunciar a todos sus derechos sobre Cuba, ceder
Puerto Rico y todo lo que poseía en las islas occidentales a los Estados
Unidos, y entregar el puerto y la bahía de Manila; el resto del archipiélago
quedaba en suspenso, pendiente de futuras negociaciones.
El 4 y 5 de agosto
el gobierno de Sagasta se reunió con los mandos militares más importantes para
consultarles sobre la actitud a adoptar. De trece generales y almirantes
consultados, tan solo dos, Romero Robledo y Weyler, se mostraron contrarios a
aceptar las condiciones impuestas por el enemigo y apelaron a continuar la
guerra, el resto decidió que había que plegarse al ultimátum.
El 12 de agosto
se firmó el protocolo de paz en el que España renunciaba a sus derechos sobre
Cuba, cedía la isla de Puerto Rico y las demás islas de las Indias Occidentales
bajo soberanía española, más una isla en las Ladrones que sería escogida por
los EE.UU., y accedía a que estos ocuparan y conservaran la ciudad, la bahía y
el puerto de Manila en espera de la conclusión de un tratado de paz que
determinaría la intervención definitiva. España se veía obligada a la
evacuación inmediata de Cuba, Puerto Rico, las demás islas y Manila, quedando
por dilucidar el resto de Filipinas. En el documento firmado los vencidos se
comprometían a abandonar las islas “inmediatamente”.
De hecho, ya
había empezado la retirada el día 10. Ese día, el vapor Alicante zarpó de Santiago con los primeros soldados repatriados.
Los hombres, después de muchos meses de dura lucha y, tras la rendición, de
varias semanas internados en campos de concentración en condiciones
lamentables, estaban heridos, enfermos, y al borde de la extenuación. Muchos de
los evacuados ni siquiera consiguieron volver a ver sus casas ni sus seres
queridos. De los mil que subieron al barco, sesenta murieron durante la
travesía. Sus cuerpos fueron arrojados al fondo del océano.
El 1 de enero de
1899, el general Jiménez Castellanos, que había sustituido a Blanco, hizo
entrega del gobierno de la isla al comandante John R. Brooke.
A las doce en
punto se inició la ceremonia con un primer cañonazo que retumbó en el Morro. Le
siguieron otros 20 y al terminar se arrió la bandera española. Habían pasado
cinco siglos desde que Colón llegara a la isla en su primer viaje y, al
desembarcar en la bahía de Bariay, exclamase: “Esta es la tierra más hermosa
que ojos humanos hayan visto jamás”.
La duda sobre las causas de la
destrucción del Maine siguió planeando durante décadas. En 1975 un equipo de
expertos dirigido por el almirante Hyman Rickover, creador de la marina de
guerra nuclear, concluyó que la explosión había sido interna y que quizá los
oficiales no obraron con las debidas cautelas. A buenas horas mangas verdes.
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