La derrota de Europa.
En 1850
la población mundial alcanzó los mil millones de habitantes. En 1930 llegó a
los 2.000 millones. En 1960 se sobrepasaron los 3.000 millones. Hoy, en 2023,
ya andamos por los 8.000 millones.
En 1967,
un informe de la OCDE, "Population Control and Economic
Developement", establecía tres supuestos de crecimiento de la población
mundial para el año 2050. Estos eran, 7.000 millones para la variante baja,
9.000 millones para la media, y 11.000 millones para la alta. La primera
variante la hemos superado con creces casi treinta años antes. Las últimas
previsiones se corrigieron y ahora anuncian que alcanzaremos los 9.000 millones,
la variante intermedia, para el 2030. A este ritmo es previsible que
superaremos con amplitud la variante más alta, la más pesimista, en el 2050. En
apenas 200 años la población mundial habrá crecido en más de 10.000 millones de
seres. ¿Cuánto más puede aumentar?
Este crecimiento
desorbitado no está regularmente repartido por el planeta. Naciones Unidas
prevé que en 2050 la mitad de la población mundial estará concentrada en tan
solo 9 países y 5 serán africanos. Según esas previsiones, Nigeria, que
actualmente ocupa la séptima plaza y es el único país africano entre los diez
primeros, pasará a ocupar el tercer lugar, desbancando a Estados Unidos. Los
restantes serán China, India (14% de población musulmana), Pakistán (95% de
musulmanes, más de 1.000 mujeres asesinadas “por honor” cada año, según la
Pakistan´s Human Rights Commission), República Democrática del Congo
(mayoritariamente cristiana), Etiopía (33% de musulmanes), Tanzania (35% de
musulmanes), Estados Unidos, Indonesia (90% de musulmanes), y Uganda
(mayoritariamente católicos).
En
nuestros días, en Bangladés (90% musulmanes), el país con mayor densidad de
población del mundo, el 60% tiene menos de 25 años. En contraste, los países
europeos no hacen más que envejecer. En 2050, uno de cada tres europeos tendrá
más de 60 años, mientras en América Latina y Asia la proporción será del 25%. En
España el grupo de los menores de 25 no llega al 30%, siendo ya de un 23% el de
mayores de 60 años.
En Egipto
(90% de población musulmana) se producen cada año más de 2,5 millones de
alumbramientos, en términos proporcionales cuatro veces más que la media de los
países occidentales. En España el promedio de hijos por mujer es de 1,2. Las
cifras son similares en el resto de países de la UE. En muchos países africanos
pasa de 6.
Se está
produciendo desde hace décadas una explosión demográfica en unos países
mientras en otros los nacimientos no alcanzan a reemplazar las defunciones. Los
distintos sistemas sociales y de ámbito cultural no hacen más que incrementar
las diferencias. En países con sistemas de pensiones deficitarios o
inexistentes, el tener muchos hijos da una cierta esperanza de sustento para la
vejez. En España es justo lo contrario, durante los años de crisis, muchos
ancianos, con sus pensiones, han tenido que amparar a sus hijos y nietos. También
afecta significativamente a la tendencia la distinta forma de enfrentar el
aborto. El Islam es contrario al aborto, en ese sentido no se diferencia del
cristianismo, la diferencia está en que en la inmensa mayoría de los países
musulmanes se respetan los preceptos religiosos, mientras que en los
occidentales no, y el aborto se considera un derecho. Mientras “nosotras
parimos, nosotras decidimos”, en otras culturas deciden tener cinco, siete, o
nueve hijos. El 97% de los abortos practicados en España, más de 100.000 al año
(más de un millón en el conjunto de la UE), se hacen bajo el supuesto de
protección de la salud psicológica de la madre. Estas cifras inciden
poderosamente en el descenso de la natalidad en Europa.
Los
países más pobres son los que más crecen en población, mientras los más ricos
se estancan. En ese contexto el trasvase de personas hacia los países con más
oportunidades es inevitable por muchos muros que se levanten. En Europa está
pasando desde hace décadas y se ha acelerado dramáticamente en los últimos
años.
Los
primeros emigrantes que empezaron a llegar poco después de la Segunda Guerra
Mundial, perdían en gran manera el contacto con sus países de origen y se veían
obligados a integrarse en su nuevo lugar de residencia intentando adaptarse a
sus usos y costumbres. Los que llegan ahora, debido a internet y la
globalización, pueden permanecer en constante contacto con los países de
procedencia, no tienen ninguna necesidad de cambiar sus hábitos ni su modo de
vida. Pueden residir en un sitio y actuar como si estuvieran en otro.
La
inmigración masiva, siendo en sí misma un problema, se agrava hasta límites
insostenibles cuando los que llegan no se integran ni se adaptan a las
costumbres del país de acogida, sino que, o bien se aíslan en guetos donde
viven de modo muy similar a sus países de origen, o bien pretenden imponer su
modo de vida a la sociedad que les acoge. Estos colectivos son más vulnerables a
las crisis por educación, idioma, relaciones familiares, etc, y ello genera,
por comparación, una disposición a la revuelta. Son terreno propicio para
prender la llama de la radicalidad y la violencia. La juventud está siempre
dispuesta a comportamientos extremistas, y en juventud los inmigrantes ganan
por goleada. Los dramáticos sucesos de hace pocas semanas en Francia son una
muestra evidente.
Según el
sociólogo alemán Gunnar Heinsohn, los hombres de entre quince y treinta años
conforman la parte más violenta de cualquier sociedad. Una sociedad
sobrecargada de gente joven tiene muchas probabilidades de sufrir episodios
violentos. Los jóvenes tienen gran dificultad para hallar un sitio de prestigio
en la sociedad y buscan otras alternativas, que suelen ser de tipo violento.
Muchos de
los jóvenes desarraigados que pueblan las grandes urbes europeas se sentirán en
mayor o menor medida próximos a los que perpetran atentados contra intereses
occidentales y desearán emularlos.
Cada vez
que se produce un atentado, cada vez con más frecuencia, en suelo europeo, los
noticiarios dicen que los terroristas son belgas, o franceses, o ingleses. No
es cierto, son extranjeros con pasaporte de algún país de la UE. Aunque hayan
nacido aquí, son más extraños al sentimiento europeo que cualquier otro que
nunca haya pisado Europa. Odian y desprecian todo lo que representa el modo de
vida de un europeo, o un occidental. Sus valores son otros. Durante años han
ido rumiando el odio al entorno en el que viven.
En los
años 30 del pasado siglo no todos los alemanes eran fanáticos nazis, pero la
mayoría se dejó arrastrar, o se puso de perfil, o comprendió, toleró o amparó a
los asesinos nazis. No todos los rusos era fanáticos estalinistas, pero la
mayoría se dejó arrastrar, o se puso de perfil, o comprendió, toleró o amparó a
los asesinos estalinistas. Podemos decir lo mismo de lo sucedido en China, en
Japón, en Ruanda, o en Camboya. La mayoría de sus habitantes querrían la paz,
pero eso no impidió que se produjeran millones de muertes. Huelga decir que la
mayoría de los musulmanes son pacíficos y lo que desean es vivir en paz, pero
unos pocos fanáticos asesinos pueden arrastrar a muchos miles de prosélitos, mientras
otros cientos de miles de pasivos congéneres se dejarán arrastrar, o se pondrán
de perfil, o comprenderán, tolerarán o ampararán la violencia. Nos lo enseña la
historia una y otra vez. Y otra. Y otra. El ser humano es así.
Todos los
pueblos tienen señas con las que se identifican, idioma, cultura, religión,
modo de vida, costumbres, gastronomía, forma de vestir, aspecto físico, y un
sinfín de características que, si lo desean o lo necesitan, les sirve para
agregarse a unos colectivos y separarse de otros. Las minorías violentas apelan
a esas diferencias para seducir a las mayorías y suelen tener un éxito rotundo.
Europa se
ha ido llenando de inmigrantes que buscaban una vida mejor que la que padecían
en sus lugares de nacimiento. Los que se han integrado han contribuido a
enriquecer a la sociedad, siempre la unión y la fusión son enriquecedoras. Los
que no se han integrado han generado un grave problema. Viven entre nosotros
pero no conviven. El rechazo engendra odio y el odio agresividad y venganza. “Es
triste condición humana que más se unen los hombres para compartir los odios
que para compartir un mismo amor”, decía Jacinto Benavente. Y odiar significa
sentir asco por la simple existencia del otro, desear eliminarlo. Si además
eliminar al otro está premiado con el Paraíso ¿cómo se puede detener esta
deriva? El virus del odio se extiende muy deprisa y no tenemos vacuna.
El primer
síntoma de la decadencia de una civilización es la demografía. Una sociedad que
no es capaz de crecer está condenada a desaparecer, por simple extinción, o por
asimilación de otra más prolífica.
Europa ha
sido invadida por una civilización más joven y dinámica, resuelta a imponer sus
costumbres y su modo de vida. Dispuesta a reemplazar a la civilización
existente. No es una cuestión de asimilación o integración. Es una cuestión de
sustitución.
Es un
comportamiento cuanto menos incongruente, y desde luego violento y agresivo.
Para entrar en un club se necesita una invitación o pagar una entrada. Y una
vez dentro hay que respetar las normas establecidas. Si no te gustan es mejor
quedarse afuera o buscar otro club. Lo que no parece de recibo es entrar sin
que te inviten y encima pretender cambiar las normas.
Es muy
duro emigrar, dejar atrás tu tierra, tus vivencias, tu entorno, para empezar de
cero en un sitio nuevo. Pero si emigras a otro lugar es porque piensas que vas
a vivir mejor, porque has decidido que en ese nuevo lugar las condiciones son
más favorables que las que dejas atrás. Si al llegar a él, pretendes que la
situación se equipare a la que abandonaste, ¿para qué hacer el viaje? La razón
última no queda clara.
Es muy duro
emigrar, pero hay una forma de emigración que no necesita desplazamiento. Se puede
emigrar sin moverse del sitio. Se pueden perder la tierra, las vivencias, la
cultura, las tradiciones, estando quieto, inmóvil. Basta con no hacer nada. Es
suficiente con olvidarse del esfuerzo que costó a nuestros antepasados legarnos
un lugar donde vivir. O lo que es peor, renegar de esa herencia.
Basta con
mirar para otro lado, dudando de nuestras esencias, y confiando de un modo
irracional en que no existe un problema, y que en caso de que existiese se va a
arreglar solo. Si persistimos en ese camino, habrá que contemplar la
posibilidad de que nuestros descendientes se vean obligados a vivir en algún
tipo de exilio interior.
La Europa
que conocemos, o que hemos conocido, se está yendo por el sumidero de la
historia. Una sociedad que no es capaz de crecer está condenada a
desaparecer, por simple extinción, o por asimilación de otra más prolífica. En
España llevamos dos años con más defunciones que nacimientos, y el 20% de los
recién nacidos son hijos de madres inmigrantes. El año pasado nacieron 400.000
niños. En Argelia, con un 20% menos de población, nacieron 1, 2 millones. Al
mismo tiempo aquí se perpetraron 100.000 abortos en el año. El orgullo cada vez
más imperante tampoco ayuda mucho a mejorar las cifras. Según Naciones Unidas en 2050 la
mitad de la población mundial estará concentrada en tan solo 9 países y 5 serán
africanos. Ahora mismo, en Holanda y Bélgica más de la mitad de los que nacen
son hijos de madres musulmanas. ¿Quién va a resistir ese asalto? No es una
cuestión de asimilación o integración. Es una cuestión de sustitución.
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