En
medio del océano más grande que te puedas imaginar hay una isla a la que
siempre se la conoció como la isla de los cocos.
No
se sabe con seguridad quién la bautizó con ese nombre pero el que lo hizo no
tuvo que esforzarse mucho, si vas por allí verás que toda la isla está rodeada
de hermosas playas de arenas blancas y finísimas, y bordeando cada playa hay
filas y filas de cocoteros que las contornean y las protegen como si fueran
altos guardianes.
Seguro
que si nadie te hubiera dicho antes cómo se llamaba y tuvieras que darle un
nombre, tú también la bautizarías como la isla de los cocos.
Hay
otras islas por los alrededores y algunas veces se reunían los habitantes de
todas ellas para celebrar juntos alguna fiesta. Debo decirte que estas
reuniones no las hacían tan a menudo como les hubiera gustado porque aquél mar
es tan inmenso que para llegar a la isla más cercana necesitaban emplear varios
días navegando, y a veces se desataban grandes tormentas y el mar se encrespaba
mucho por aquellos parajes.
Así
y todo les gustaba reunirse para contarse unos a otros las cosas que les
sucedían, en qué empleaban el tiempo, cómo estaban sus familias, cómo crecían
los hijos, y todas esas cosas que se cuentan los amigos cuando se ven de tarde
en tarde. Por eso procuraban aprovechar cualquier motivo para organizar un
encuentro.
Tenían
un problema, y es que como vivían muy lejos unos de otros no hablaban el mismo
idioma y para comunicarse entre sí tenían que hacerlo por gestos o por signos.
Los
hombres a veces hacen cosas muy raras, como por ejemplo hablar distinto unos de
otros. Si el lenguaje lo inventaron para comunicarse y transmitirse los conocimientos
y las emociones sería más fácil si todos hablasen igual, pero no es así. Hasta
hay algunos que se empeñan en hablar distinto con tanta vehemencia que llega a
parecer que lo hacen para que no se les entienda.
Bueno,
a pesar de no entenderse les gustaba celebrar muchas fiestas, y no las hacían
siempre en el mismo sitio, sino que las iban desplazando de un lugar a otro
para que todos tuvieran la oportunidad de ejercer de anfitriones.
Cuando
tocaba celebrarlas en la isla de los cocos, los forasteros que llegaban desde
los alrededores siempre se asombraban de lo hermoso y bien cuidado que estaba
todo.
-
¿Cuál es vuestro secreto? –preguntaban por medio de gestos de admiración.
Abrían la boca cuanto
podían, señalaban a todas partes con el dedo índice, se ayudaban con los brazos
abriéndolos mucho y haciendo grandes círculos con ellos, y asentían con la
cabeza moviéndola hacia arriba y hacia abajo. Con todos esos gestos querían
decir que estaban asombrados con lo que veían y que querían saber cuál era el
secreto de los habitantes de la isla.
-
No tenemos ningún secreto –contestaban siempre, encogiéndose de hombros.
Y
no es que quisieran ocultar algún misterio mágico para que los demás no
pudieran aprovecharse de él. Tampoco es que tuvieran escondida una fórmula
maravillosa con la que conseguían que todo estuviera tan bonito y agradable.
No. Es que realmente ellos sentían que no hacían nada especial para que las
cosas funcionaran y para que todos los habitantes vivieran en un entorno tan
placentero.
-
No hacemos nada especial, nos limitamos a vivir.
Y
eso era verdad para ellos en aquél momento, porque no se acordaban de los que
habían vivido antes, de sus antepasados, los que ya no estaban, que habían
trabajado mucho y durante mucho tiempo para que todo estuviera tan bonito en el
presente.
En
la isla tenían un jefe muy viejo. Era tan viejo que nadie sabía a ciencia
cierta que edad tenía. Unos decían que tenía ciento quince años y otros que
ciento veinte, pero seguro, seguro, no lo sabían. Le llamaban Yayin, que en el
idioma de aquellas tierras significa abuelito, y todos le respetaban mucho
porque como era tan viejo sabía muchas cosas. Cuando las gentes tenían un
problema que no sabían cómo resolver iban a pedirle consejo a Yayin, y él
siempre les daba la solución adecuada.
Por
ejemplo, llegaba alguien y le planteaba un asunto:
-
Yayin, tengo un árbol con unas raíces muy grandes y muy fuertes y como está
cerca de la casa tengo miedo de que las raíces se metan por debajo y tiren las
paredes. Pero yo no quiero cortar el árbol porque me da mucha sombra, ¿qué
puedo hacer?
Otro
le decía:
-
Yayin, mi papallina ni pone huevos ni canta, ¿qué puedo hacer para que cante y
ponga huevos como antes?
Entonces,
normalmente el abuelo se quedaba un momento pensativo y luego decía:
-
Recuerdo una vez un caso similar a este que me cuentas. En aquella ocasión
hicimos esto y lo otro y se arregló el problema, así que vamos a hacer lo
mismo.
Aunque
también podía decir:
-
Recuerdo una vez un caso similar a este que me cuentas. En aquella ocasión
hicimos lo otro y lo de más allá y no se arregló el problema, así que ahora
vamos a hacer otra cosa para solucionarlo.
Porque
como era tan viejito, a menudo recordaba algo que tenía que ver con lo que le
preguntaban y era fácil para él encontrar la buena respuesta.
Pero
no creas que todo lo que sabía era porque ya lo había vivido, muchas cosas,
muchísimas, las había aprendido en los libros. Le gustaba mucho leer y como
tenía tantos años había tenido tiempo de leer miles y miles de libros. Él decía
que leía un libro cada semana y que empezó a leer a los seis años. Así que
haciendo cuentas, yo calculo que había leído más de cinco mil libros, pero de
eso no estoy seguro, tan sólo es lo que yo creo. Porque también podría ser que
no hubiera tantos libros en la isla.
Aunque,
pensándolo bien, también pudiera ser que si un libro le gustaba mucho lo leyera
varias veces y así se lo aprendía mejor. El caso es que Yayin sabía muchas
cosas, unas las había aprendido por propia experiencia, y otras por la
experiencia de sus antepasados, los que habían escrito aquellos libros.
Yayin
tenía muchos hijos y muchísimos nietos. Y los hijos de sus nietos eran todavía
más numerosos, y más aún los nietos de sus nietos.
Sus
hijos y nietos lo habían conocido cuando todavía era más o menos joven y se
acordaban un poco de cuando aún tenía los cabellos negros, pero los demás
siempre lo habían visto viejo y no era lo mismo. Éstos también lo querían mucho
pero un poco menos y a veces decían cosas como:
-
Yayin sabe mucho, sí, es verdad, pero es muy viejo.
O
también,
-
No sé si Yayin va a entender mi problema porque está tan arrugado...
O
incluso,
-
No le voy a preguntar a Yayin porque como es tan anciano no va a saber qué
decirme.
Porque
hay algunos jóvenes que piensan que ellos saben mucho porque pueden caminar
deprisa, y en cambio los viejos, como andan más despacio, ya no saben casi
nada.
No
siempre la isla había sido tan bonita como era ahora. Muchos años atrás, antes
de que naciera Yayin, a veces los cocoteros se pasaban mucho tiempo muy
quietos, como si estuvieran pensando. No se movían ni siquiera los días que
hacía tanto viento que era difícil caminar. Parecía como si se hubieran quedado
petrificados.
En
aquellos días no producían cocos y los habitantes de la isla se ponían muy
tristes.
Otras
veces crecían unos cocos muy pequeños y feos que cuando los abrían mostraban
una pulpa de color pardo que sabía muy raro, como cuando te tomas una medicina
amarga.
Cuando
pasaba eso tampoco estaban felices los isleños.
Pero
ya nadie se acordaba de aquellas épocas porque la gente procura olvidarse de
los momentos tristes.
Como
los cocos llevaban ahora mucho tiempo creciendo grandes y hermosos y cuando se
abrían mostraban una pulpa muy blanca con la que hacían unos dulces muy
sabrosos, la gente estaba siempre contenta.
Porque
en la isla eran así, cuando no eran felices todos se preocupaban y discutían y
procuraban arreglar sus cosas todos juntos. Pero cuando llegaban los buenos
momentos y todo era bonito y alegre ya nadie se acordaba de que en algún tiempo
pasado las cosas habían sido de otra forma.
Al
contrario, la gente tendía a creer que las cosas siempre habían sido igual de
hermosas y que iban a seguir así por siempre jamás. Porque los hombres llegan a
pensar, cuando poseen algo que les gusta, que les pertenece porque es un regalo
de los dioses y ya no lo van a perder nunca.
Por
eso, cuando al fin un día Yayín murió, hubo es verdad algunos que le lloraron,
pero otros muchos celebraron grandes festejos porque los cambios y las cosas
nuevas siempre resultan divertidas.
Así
que eligieron a un sustituto que era mucho más joven que Yayin, aunque estas
cosas son relativas, como Yayin era tan viejo cualquiera a su lado parecía
joven. Cuando se olvidaron del abuelo y no tenían con quién comparar también el
nuevo parecía muy viejo. Así que decidieron seguir cambiando. Total, para lo
que tenía que hacer..., como el presente les preocupaba menos, lo que querían
era que alguien joven, galano, y simpático, les prometiera un esplendoroso
mañana con bellas palabras y todavía mejor si las decía en verso.
Así que fueron
eligiendo a jefes cada vez más jóvenes y más simpáticos. Les escuchaban decir
unas frases tan hermosas que todas las gentes vivían embelesadas pensando en lo
maravilloso que iba a ser el mañana.
Los
habitantes de la isla, entusiasmados, fueron nombrando a sus jefes más y más
jóvenes, y más y más simpáticos.
Cuando
el mar se alborotó tanto, y se puso tan rabioso, el jefe era un jovencito muy
jovencito, con lindos tirabuzones rubios y simpatiquísimo. Siempre estaba
sonriendo y tratando de agradar a quien lo miraba, todo lo decía en verso y
cantando.
Un
día los isleños corrieron a avisarle de que se acercaba una tormenta muy fuerte
y le preguntaron qué tenían que hacer, y entonces él se puso a tocar el arpa
con mucho entusiasmo.
Cuando
la gran ola llegó, se tragó a todos los habitantes.
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