Hace pocos días se ha destapado un escándalo monumental de
repercusiones todavía imprecisas, pero que sin duda tendrán una enorme
trascendencia. Volkswagen, el mayor fabricante mundial de automóviles, ha
estado durante años confundiendo a los organismos encargados del control de emisiones
contaminantes con un sistema expresamente diseñado para cometer el fraude.
Asombra que alguien pensara que una estafa de esas proporciones pudiese pasar
desapercibida indefinidamente. Hay que ser cretino para no prever que, con unas
cifras de producción millonarias, alguien, más tarde o más temprano, tendría
forzosamente que percatarse de un engaño tan zafio. Además del daño causado al
medio ambiente, el perjuicio que ha provocado a la propia empresa, a la
industria europea del automóvil en general, y a Alemania en particular, es
incalculable. Es posible que pasemos del: “Es fiable, es alemán”, a “Es alemán,
no te fíes”. Hasta que pase algún tiempo no sabremos con exactitud la dimensión
del estropicio, pero lo lógico es que sea inmensa.
Esto solo es otra prueba más de que el Antiguo Testamento estaba
en lo cierto al asegurar que el número de idiotas es infinito. Hay que añadir, además,
que se distribuyen por todo el espectro social, desde las posiciones más
humildes hasta las de mayor prestigio, no hay más que repasar la lista de
líderes mundiales. Asusta pensar en manos de quién están las armas más
destructivas de que ha dispuesto la humanidad en toda su historia. Y da igual
que esos individuos ocupen el poder por métodos golpistas o hayan sido elegidos democráticamente, en lo relacionado con su nivel de cretinez no se diferencian
mucho. Ayer, sin ir más lejos, hubo elecciones en Cataluña. Contemplando a los
aspirantes a liderar al pueblo, no se
entiende que se haya batido el récord de participación ciudadana. ¿Pero alguien
de verdad quiere ser administrado, guiado, acaudillado, por cualquiera de los
que se han presentado? Parece evidente que la humanidad está en retroceso.
La democracia es el mejor sistema de gobierno que conocemos,
sí, y nos sentimos contentos y orgullosos de su disfrute, sí, pero es un
sistema que equipara el voto de Leticia Sabater al de Fernando Savater, o el de
Paquirrín al de José Antonio Marina. Teniendo en cuenta que hay muchas más
Leticias y Paquirrines no hay que asombrarse del jaez de quienes nos gobiernan,
o de los que nos quieren gobernar. En este sentido, no hay que olvidar el
impagable esfuerzo que hacen las televisiones para incrementar el número de
paquirrines.
El siglo XX ha dado a la sociedad una pléyade de
investigadores que durante décadas se ha consagrado al estudio de la perniciosa
epidemia de la estulticia, a saber: Peter, Bloch, Parkinson, Cipolla, Aprile, y
algunos otros. Todos han explorado, desde diferentes enfoques, el ignoto misterio
de la estupidez humana. El problema es tan escabroso que ninguno de estos
genios ha conseguido aclararlo del todo. No quiero pensar que también ellos
están afectados por el virus que investigan, prefiero mantener un mínimo de
esperanza en el ser humano.
Laurence J. Peter, descubrió que dada una estructura
jerarquizada lo suficientemente grande, y esperando un tiempo adecuado, todo el
mundo ascenderá por ella hasta llegar a su nivel de incompetencia, y una vez
alcanzado, allí se quedará demostrando su incapacidad hasta que se retire a
cuidar sus macetas. El presidente de VW podría ser el paradigma del enunciado.
Arthur Bloch, demostró científicamente con su ley de Murphy,
que si las cosas pueden ir mal, irán mal. E incluso que por muy mal que vayan,
pueden ir todavía peor. Y advierte de su inevitabilidad en su inquietante corolario:
Si algo no puede salir mal, saldrá mal.
Y asegura además que la estupidez es expansiva: Cuantas más personas participan en un acontecimiento, menos
inteligentes se vuelven todas ellas. Para corroborar el aserto no hay más
que contemplar un mitin político.
Produce escalofríos saber que en una sociedad burocratizada
no hay modo de frenar el virus. Lord Northcot Parkinson, demostró que toda
burocracia tiende a crecer a un ritmo del 5% anual, y además, lo hará sin
necesidad de aumentar ni la cantidad ni la calidad del trabajo. O sea, que para
realizar las mismas funciones necesitará cada vez un mayor número de idiotas.
Pero es más, demostró que esa estructura se seguirá expandiendo aunque el
trabajo a desarrollar sea mínimo, y continuará su crecimiento también en el
caso extremo de que no tenga absolutamente nada que hacer.
Carlo M. Cipolla, (se pronuncia Cipola), nos alerta de los
peligros de la estupidez: Siempre e
inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos
estúpidos que circulan por el mundo. E incide en el carácter universal e
incoherente de su distribución: La
probabilidad de que una persona determinada sea estúpida es independiente de
cualquier otra característica de la misma. O sea, la posibilidad de ser
estúpido es indiferente al sexo, raza, religión, o edad, a que haya alcanzado
un determinado estatus social, incluso el más alto en la escala, o a que
pertenezca a uno u otro colectivo, políticos, militares, religiosos, empleados,
deportistas, o cualquier otra profesión. Incluso a que escriba o no en un blog,
o participe en las redes sociales. Cipolla va más allá al asegurar que: Una persona estúpida es aquella que causa un
daño a otra persona o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un
provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio. Si antes advirtió que
siempre se subestima su número, tenemos derecho a temer las peores catástrofes.
Afirma con rotundidad que: El estúpido es
el tipo de persona más peligroso que existe. Más peligroso que el malvado.
Pino Caprile, es aun más pesimista, asegura que la humanidad
ha entrado en un proceso de destrucción de la inteligencia que atribuye a la
necesidad de conservación de la especie. La inteligencia ha llegado a ser un
peligro para la supervivencia de los seres humanos y se ha puesto en marcha un
mecanismo natural para corregir la deriva. Afirma que: En la selección natural y cultural de la especie, prevalece lo peor, si
lo peor es más útil.
Atribuye a Greg y Galton el aforismo de que si se poblara una
aldea con cien irlandeses estúpidos, analfabetos, borrachos y zafios, y con
cien ingleses cultos, bien educados y sobrios (o casi), varias generaciones
después habrá varios miles de zafios y ni un solo gentleman. Sustituyan la
aldea por el espacio europeo, por ejemplo, y esperen dos o tres generaciones.
Ante estas pesimistas previsiones científicamente
demostradas, ¿que podemos hacer?
Y lo que es más inquietante, ¿cómo podemos saber si estamos
infectados con el temible virus?
Habrá que seguir investigando pero no pinta bien.
Así está el mundo, Facundo.
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