En junio de 2006, el diario “El Mundo” publicó un artículo
un tanto apocalíptico titulado “La gran invasión”. Exponía las previsiones de
Chris Parry, contraalmirante y estratega militar británico, quien con un equipo
de cincuenta expertos se dedicaba, ignoro si continúa haciéndolo, a pensar en
los posibles peligros que podían acechar a la Gran Bretaña y a los demás países
de su entorno. En su informe mostraba la certeza de que las futuras migraciones
crearían en Europa una situación similar a la que condujo a la caída del
Imperio Romano en el siglo V. Según Parry, el continente europeo se iba a
enfrentar a una “colonización a la inversa”: grupos de inmigrantes que no
sienten lealtad por el país que los acoge y que permanecen conectados, en
virtud de la globalización, a sus países de origen. Calculaba que sería entre
2012 y 2018 cuando se produciría la ruptura del sistema de poder establecido en el mundo en
el momento de redactar el informe. Preveía también que la población mundial
pasaría de los 6.500 millones existentes en aquel momento a 8.500 millones en
2035. Esta previsión ya se ha quedado corta, los últimos cálculos de la ONU adelantan
esa cifra cinco años, señalándola para 2030. Según un informe de ese
organismo, los países que más están creciendo son los africanos, prevé que
entre 2015 y 2050 la mitad de la población mundial vivirá en 9 países y 5 serán
africanos. En un plazo de 35 años se duplicará la población en 28 países de ese
continente. En contraste con esas cifras, para 2050, uno de cada tres europeos
tendrá más de 60 años. Las cifras de natalidad africanas multiplican por
cuatro, cinco o seis, las europeas.
La terrible crisis migratoria provocada por el EI no ha
hecho más que acelerar drásticamente un proceso que ya estaba en marcha y que
previsiblemente se va a ir incrementando en los próximos años. La tragedia de
la guerra en Siria ha venido a sumarse a una situación que ya era dramática.
Los gobiernos europeos están claramente desbordados y no saben cómo actuar ante
un movimiento migratorio de dimensiones desconocidas y que, lejos de calmarse,
se está acelerando como si se hubiese producido una psicosis colectiva por no
quedarse el último. Mientras aquí nos lamentamos de la recesión económica a la
que no se le ve fin, cientos de miles, millones de personas se juegan la vida
por llegar hasta nosotros y alcanzar un supuesto Edén. La migración de los
refugiados sirios es en principio puntual pero es muy probable que no sea la última
provocada por un país en guerra. La de los países subsaharianos y del Magreb es
sistémica y va in crescendo. Los sirios llegan con sus familias, mujeres, niños
y ancianos. Los inmigrantes “regulares” son en su inmensa mayoría hombres
jóvenes sin mujeres, lo que hace aun más grave el problema.
Es imposible no conmoverse con las imágenes que contemplamos
a diario. El drama humanitario remueve las conciencias y ha provocado un lógico
movimiento de solidaridad; aún más, se está produciendo en las últimas fechas una especie de
competición entre gobernantes para ver quién es más generoso. Estos sentimientos
son altamente plausibles y dicen mucho bien de quien los efectúa, pero debemos
preguntarnos: ¿Durante cuánto tiempo nuestra convaleciente sociedad podrá
absorber una avalancha humana de esta magnitud y al ritmo vertiginoso en que se
está produciendo? Es difícil oponerse al discurso políticamente correcto so
pena de ser inmediatamente tildado de insolidario, fascista o racista, pero no
hay más remedio que reflexionar sobre un asunto que nos desborda y nos amenaza,
y hay que hacerlo urgentemente. A la velocidad que está sucediendo no hay mucho
tiempo para deliberar intentando buscar soluciones. Los remedios que se van
aplicando equivalen a poner una tirita en una hemorragia generalizada. Si no se
ataca el problema en origen, corremos el riesgo de que dentro de una o dos
generaciones, el movimiento migratorio tenga que hacerse a la inversa para
escapar de una Europa arruinada, degradada y destruida.
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