Al Qurtubí decidió que cabalgarían
hasta el alba porque tenía prisa por salir de la zona en la que suponía que se
podían encontrar con los beréberes. No podía arriesgarse a que la misión se
abortara casi en las puertas de las murallas.
Las nubes se fueron espaciando y
permitieron que la luna iluminara el camino y les allanara la marcha.
Recorrieron un buen trecho hasta encontrar el primer lugar habitado. Era una
alquería de apenas cinco casas en la que todo parecía estar en calma. Al
acercarse salieron a su encuentro unos cuantos perros ladrando lastimosamente.
A pesar de la aparente tranquilidad el capitán decidió que convenía rodear el
villorrio en vez de atravesarlo por el centro. Optaron por hacerlo por el
costado oeste donde parecía que el terreno era menos escabroso. Fueron
contorneando las casas con parsimonia, siempre acompañados por la cuadrilla de
perros ladradores que se mantenía a prudente distancia de las caballerías. El
rodeo les obligaba a pasar a pocos pasos de un bosquecillo de encinas y ya
fuera que su experiencia en cien batallas le hacía percibir signos ocultos para
otros, ya que tuviera más desarrollado el sentido que nos avisa del peligro, el
caso es que el capitán andaba inquieto y ordenó a los hombres que mantuvieran
la máxima alerta. Ató el corcel sobrante a la caballería del alfaquí, colocó a
dos soldados a cada costado del viejo, dejó a Tomás cerrando la marcha y se
situó él en la cabeza del grupo.
Continuaron cabalgando sigilosos,
escudriñando cada sombra y vigilando cada movimiento del ramaje. Cuando los
perros descansaban y callaban durante unos instantes el silencio a su alrededor
era total, demasiado espeso para ser real. Se diría que se podría cortar con
una gumía. En seguida retornaba la jauría a atronar con sus aullidos y la noche
se abría en miles de ecos embravecidos.
El alfaquí rezaba, encogido sobre
su caballo, mientras los soldados mascullaban maldiciones sin dejar de atender
ni por un momento a cualquier sonido incierto o al menor movimiento extraño.
Tomás, contagiado de la tensión del
resto, sujetaba con fuerza el arriaz de su cimitarra e intentaba traspasar las
tinieblas con la vista. A pesar de convivir desde hacía muchos meses
constantemente con la guerra, seguía sin haber tenido un encuentro frontal y
directo con ningún semejante. En la batalla de El Vacar estuvo cerca pero no
llegó al enfrentamiento cuerpo a cuerpo. En el percance con Omar Ibn Yussuf,
fue Ahmed el que le rebanó el pescuezo al loco capitán. Él continuaba sin
mancharse las manos de sangre pero ahora le estaba alcanzando un extraño
desasosiego. Sentía como si alguna señal, llegando de no se sabe dónde,
quisiera avisarle de que algo grave estaba a punto de suceder. Esta sensación
no la había experimentado en las ocasiones anteriores y ello le acrecentaba el
nerviosismo.
Intentó serenar el ánimo y se
encomendó al Dios justo y misericordioso.
Aferró el puño sobre el arriaz,
presionó las rodillas contra el caballo, y apretó los dientes.
Era Tomás, hijo de Ludovico, y
sabría hacer honor a su sangre y pelear con la bravura que le correspondía.
Y era también
Abdelaziz, hijo de Ibn al Dabbagh al Tanjaui, y sabría luchar con la fe que su
segundo padre le había transmitido.
Fragmento de "La perla de al Ándalus", novela histórica que se desarrolla durante los primeros años de la desintegración de al Ándalus.
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