A
medida que se suceden los acontecimientos, surgen los lemas que pretenden explicarlos
o justificarlos. Son como frases publicitarias, cuanto más simples mejor, para
consumo de cerebros predispuestos a recibirlas sin el fastidioso trabajo de
analizarlas. Se utilizan para dogmatizar con sentencias sencillas, para dar por
supuesto, para difundir la “verdad” del que las emite y del que las recibe y
repite. Entre los mantras que se recitan como una verdad inconmovible, el
penúltimo, referido a los inculpados de sedición es: “están presos por sus
ideas”. Naturalmente, en sentido aséptico tienen toda la razón, todo el mundo
tiene ideas y actúa en consecuencia. Otra cosa es el resultado de esas ideas. Jack
el Destripador, Hitler o Al Capone tenían ideas y las llevaron a la práctica.
Y
ya que el fugitivo exhonorable se ha refugiado en Bélgica, podíamos mencionar
algún personaje de ese país, Leopoldo II, por ejemplo. Rey de los belgas entre
1865 y 1909, también tenía ideas, y muchas. Antepasado directo del actual
monarca, fue para muchos el mayor genocida del siglo XX, y mira que hay para
elegir en dicho siglo. Ahora que algunos belgas se han puesto estupendos y
acusan al gobierno español de franquista, convendría recordarles su historia
reciente y aconsejarles que miren la viga leopoldista en ojos propios, antes de
mirar la paja franquista en los ajenos. Leopoldo II tuvo grandes ideas, la
principal hacerse inmensamente rico, y se las ingenió para adueñarse del
territorio del Congo, veinte veces más extenso que su país, convirtiéndose en
el amo y señor de sus tierras y su población. Curiosamente jamás puso el pie
allí, pero eso no le impidió saquear sus riquezas de caucho, marfil, y minería,
esclavizando a los pobladores autóctonos, y sometiéndolos a toda clase de
ignominias. Se calcula que unos diez millones de personas, la mitad de la
población, murió durante su infausto reinado, por agotamiento, enfermedades,
hambre, o directamente asesinados en masa; además de condenar a otros muchos a
insufribles mutilaciones, la más común, el corte de manos a la altura de la
muñeca. Su avaricia no conocía límites y utilizó para lucrarse todo un rosario
de prácticas infames contra la población indígena. Sin embargo murió en su cama
y Bélgica está llena de estatuas a su memoria. Naturalmente, él fue el mayor
responsable de esas atrocidades, pero tuvo que contar con la colaboración, el
apoyo, la comprensión, o la impasibilidad de otros muchos belgas. Le sucedió su
sobrino Alberto, bisabuelo del actual monarca. Tras su muerte, Bélgica siguió esquilmando
las riquezas del “Congo Belga”, con algo menos de crueldad pero con las mismas
compañías explotadoras, hasta que en 1960 el país se convirtió en la República
Democrática del Congo.
Harían
bien, algunos de los actuales dirigentes belgas, en repasar su historia en vez de
preocuparse por la de España.
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