MIRRICUIRDA
Me piden que del IPE haga un relato
y en mi vida me he visto en tal aprieto,
tanto tiempo pasó que estoy sujeto
a que se desmorone cualquier dato.
Quisiera realizar un buen retrato
de esos felices años, tan repletos
de sueños, de ilusiones y de retos.
Quien el pasado olvida es un ingrato.
Vuelvo a las aulas de mi adolescencia,
los viejos compañeros ya voy viendo,
ya retornan los paisajes, las
esencias,
otra vez por la playa voy corriendo,
el levante ya aviva mi consciencia,
ya por el Bulevar me voy perdiendo…
Decía Max Aub que: “Uno es de donde hace el bachillerato”. Si
coinciden el lugar de nacimiento y el de los estudios adolescentes, ya no hay la
menor duda. Somos tangerinos. Somos de un lugar que ya no existe. Todo lo más,
está en la nube, en ese misterioso espacio donde andan los datos de los móviles
que se pierden o roban. “Se podrán recuperar porque están en la nube”, me dice
con gran seguridad la joven dependienta de la tienda. Y resulta que es verdad.
Hay por ahí un sitio, que debe ser enorme, donde van a parar millones de datos
que a casi nadie interesan. Pues en algún lugar parecido deben andar las
vivencias de todos los que pasamos por el Instituto en aquellos maravillosos años.
Voy a intentar recuperar algunas.
Cursé la primaria en el Grupo Escolar España. Recuerdo que
por entonces había un director al que los niños le teníamos pánico porque golpeaba
a los más díscolos en la palma de la mano con una regla de madera. Hoy habría
acabado en la cárcel o crucificado.
Al completar el ciclo infantil alguien de mi familia decidió
que debía inscribirme en los Marianistas durante el verano. Se me fastidió el
solaz de aquel estío pero resultó que, sin darme cuenta, hice el curso que se
llamaba de Ingreso. Y ya que estaba, continué con aquellos señores de negro en
primero y segundo de bachillerato. No fue hasta el tercer curso que llegué al
Instituto. Lo primero que me llamó la atención, lógicamente, fue que en las
clases había chicas. Algo insólito, espléndido y muy sugestivo.
Lo segundo, las instalaciones deportivas. En los Marianistas
el deporte lo hacíamos en una angosta pista de cemento que rodeaba el edificio,
embutida entre la fachada del colegio a un lado y un muro de considerable
altura al otro. Un día, jugando un intenso partido de fútbol con un boliche de
acero, un zaguero de los contrarios, al despejar con brío una veloz internada
de mi equipo lanzó aquel artefacto redondo y férreo directo a mi tierna frente
infantil. Aparentemente me recuperé del alevoso impacto pero no es descartable que
todavía arrastre alguna secuela. Uno nunca sabe por qué hace determinadas
cosas.
En el Instituto era distinto. Recuerdo con nostalgia infinita
los memorables partidos que disputé en el magnífico Coto. Era más fácil
regatear a los contrarios que mantener el equilibrio sobre aquel terreno en
pendiente, lleno de hoyos, montículos y pedruscos. Muchas veces he rememorado
un día que logré un fastuoso triplete. Fue espectacular. Corría como un gamo
hasta un montículo que había cerca de la portería contraria, perfectamente
delimitada por dos gruesas piedras, y al llegar a la cumbre le daba un puntapié
al balón con todas las pocas fuerzas que me quedaban después de la carrera. Y a
cada vez… ¡Goool!
He de reconocer que el portero rival colaboró con sus manos
de mantequilla a mi día de gloria, pero no voy a dejar de enorgullecerme por
una pequeña eventualidad sin importancia.
De las clases de Educación Física también recuerdo con sumo agrado
las falditas que vestían las chicas para la ocasión. ¡Qué bien les sentaban! ¡Cómo
nos levantaban el ánimo! Eran como gráciles mariposas revoloteando entre los
capullos. No estoy señalando a nadie, es solo una construcción poética.
Seguramente aquellas lindas falditas estuvieron en el origen de apasionados romances.
Alguno, aunque resulte difícil creerlo, ha sobrevivido al paso implacable de
más de medio siglo de vida en común. Puedo dar fe de una pareja por lo menos.
Una prueba de que los milagros existen.
En aquel tiempo era el Sr. Morla, recia figura, frente despejada
y pulcro bigotillo, el que se azacanaba intentando mejorar nuestras incipientes
anatomías.
Recuerdo a otros abnegados profesores.
El Sr. Luna, venerable apariencia, ponía gran empeño en
inculcarnos la función clorofílica. Tenía por entonces edad provecta y era
friolero. En los días de crudo invierno se hacía traer una pequeña estufa para
calentarse los pies. Gastaba zapatos de gruesa suela de goma y los acercaba
tanto a la fuente de calor que a los pocos instantes empezaban a desprender un
espeso humillo. ¿Ante aquel espectáculo tan fascinante quién iba a preocuparse
por la función clorofílica?
Entre Quevedo y Zorrilla,
arrellanado en la silla y fumando con boquilla con empaque y galanura, nos daba
la asignatura de Lengua y Literatura el docto don Juan María que intentaba cada
día que amásemos la poesía. No sé si lo conseguía.
El Sr. Cabanillas, breve de alzada, sobrado de genio, fue el
responsable de que me decantara por el bachillerato de ciencias cuando en
realidad lo que me gustaba eran las letras. No fui capaz de ir más allá de rosa
rosae. La Guerra de las Galias era un galimatías indescifrable y las
traducciones que conseguía después de ímprobos esfuerzos, un amorfo sinsentido.
En cambio don Tomás, compacto y dinámico, logró que las
matemáticas me resultaran agradables. Era vehemente y derrochaba energía en las
exposiciones. Un día nos explicó que a la Z había que ponerle siempre el palito
del centro para que no se confundiera con el 2. Por no hacerlo así, él había
perdido toda una mañana intentando resolver un problema. Ni que decir tiene que
siempre le pongo el palito a la Z. Hay lecciones que nunca se olvidan.
En una de las fiestas de fin de curso que se celebraban en el
salón de actos del Grupo nos hizo cantar a unos cuantos incautos aquella bonita
canción que decía:
“Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis,
seis y dos son ocho, y ocho dieciséis.
Ya me sé la tabla de multiplicar
y antes del invierno me podré casar”.
Y encima disfrazados de baturros.
El Sr. Segura, porte nobiliario y gesto conspicuo, también
resultaba ameno. Ilustraba sus clases de Historia del Arte con diapositivas y
hacía que nos pareciera un poco que estábamos en el cine. Daba la impresión de disfrutar
en exceso cuando interrogaba a algún alumno apuntándole con el puntero y
poniendo el extremo del artefacto a escasos centímetros de su nariz. Cuando se
proyectaba una imagen de Berruguete siempre le preguntaba a la misma chica. Hoy
se habría considerado acoso, o mobbing, o algo así. Eran otros tiempos.
Recuerdo una mañana en que estábamos preparando la reválida
de sexto. El curso normal había concluido y nos hallábamos solos en el
Instituto. Tocaba clase de francés con una profesora de generosas proporciones
a la que algún desconsiderado le había adjudicado un apodo un tanto cáustico.
Se retrasaba y hacía una mañana espléndida, luminosa y apacible, ideal para
pasear o ir a la playa. Alguien dijo: “¿Por qué no nos vamos?”. La idea la
saludamos con entusiasmo y unos cuantos nos dirigimos inmediatamente a la
puerta. El que iba en cabeza, al asomarse al pasillo gritó: “¡Ya viene por allí!”.
En efecto, por el extremo del corredor podía divisarse la rotunda e
inconfundible silueta de la dama, que se aproximaba con andar pausado y
bamboleante. Aquello suponía una tremenda decepción. Nuestro gozo se iba al
pozo. Ya nos habíamos hecho a la idea de salir a espacio abierto y no podíamos
asimilar la frustración de seguir encerrados. Otro dijo: “¡Por la ventana!”. Y
sin pensarlo dos veces allá que fuimos de cabeza cuatro o cinco. Menos mal que
estábamos en la planta baja.
Nada más saltar al pasillo exterior uno de los fugados vio con
pavor que alguien se acercaba por el lado izquierdo. “¡El Piqui!”, dijo con un
hilo de voz. Presos de pánico corrimos hacia nuestra derecha y al doblar la esquina
estuvimos en un tris de tumbar de un encontronazo al Sr. Cabanillas. Ya es mala
suerte. Ni a propósito sale peor. Y todo por querer solazarnos un poco con la
luminosa primavera tangerina.
Se nos sometió a un riguroso consejo disciplinario y algún exaltado
planteó expulsarnos del colegio, pero después de largas y sesudas
deliberaciones se impuso el sentido común y se conformaron con fastidiarnos la
playa durante dos o tres sábados. ¡Qué tiempos más difíciles!
Recuerdo también como si la estuviera oyendo ahora mismo la
campana que sonaba al entrar y salir.
Debo decir, sin ánimo de polemizar, que ahí existía una clara discriminación
profundamente injusta. Primero entraban los chicos y después las chicas, ¿por
qué no al revés? De común se me pegaban las sábanas y tenía que apresurarme
para llegar a tiempo, lo que me provocaba un gran estrés. Salía corriendo de mi
casa, en la calle Holanda, y en el cruce con Méjico me encontraba a menudo con
Chitín, que venía corriendo desde la suya. Cargados con nuestras voluminosas
carteras pasábamos corriendo por delante del cine Lux, bajábamos corriendo la
cuesta, subíamos a la carrera la otra, y corriendo con la lengua fuera
llegábamos al Instituto cuando estaban entrando las féminas. ¡Qué bochorno!
Al circular por los pasillos, si no recuerdo mal, también se
separaban a los chicos de las chicas. Sería para evitar aglomeraciones.
Estas son algunas, pocas, vivencias que he podido rescatar de
la nube.
¡Ah! Y el levante. Aquel soberbio e impetuoso levante que
revolvía hasta las ideas y te incrustaba los granitos de arena en las cuencas
de los oyos. ¡Qué maravilla!
Bueno, lo dejo porque estoy empezando a derramar lagrimones
de nostalgia.
P.D. Mi más sincero agradecimiento y cariñoso recuerdo a
aquel grupo de profesores que nos adiestró para transitar con mayor o menor
fortuna por los caminos de la vida.
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