La situación en el campamento de Antonio se volvió muy complicada y
empezaron las deserciones. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos varios
príncipes aliados cambiaron de parecer y se pasaron con todas sus tropas al
bando de Octavio. Incluso algunos de sus más próximos colaboradores tomó el
camino de la deserción. Cuando el rey Amintas de Galacia les imitó con sus dos
mil jinetes, la situación se hizo insostenible. La preocupación entonces devino
en cómo salir de allí minimizando las pérdidas para reconstruir las fuerzas con
las guarniciones que habían quedado en Oriente. Se hicieron los preparativos
para sacar la flota del golfo y poner rumbo a Egipto, con la esperanza de
recomponer allí el ejército. Se quemaron los barcos que estaban en peores
condiciones y se preparó a las fuerzas de élite para trasladarlas junto a la
tripulación habitual. Las tropas que permanecieran en tierra se quedarían
desguarnecidas y a merced del enemigo pero se decidió que había que sacrificarlas.
Antonio era consciente de que a causa de las continuas deserciones, Octavio
estaría informado de todos los preparativos, y de que por lo tanto intentaría
impedir la salida hacia el mar abierto. Se prepararon por tanto para la
batalla.
Durante unos días sopló fuerte viento y las embarcaciones permanecieron
ancladas a resguardo. Cuando la tormenta amainó se dio orden de zarpar. Los
barcos salieron en formación compacta y en seguida se encontraron enfrente a la
armada de Octavio, desplegada a una milla de distancia. Las naves de Antonio
eran más grandes y en un enfrentamiento frontal las de Octavio estaban en
desventaja. Al ser más pequeñas tenían que basar sus posibilidades en la
maniobrabilidad y la mayor rapidez de movimientos. Pronto se vieron favorecidas
porque volvió a levantarse una fuerte brisa que hacía muy difícil a las naves
de Antonio mantenerse unidas. Las de Octavio retrocedieron esperando que el
oleaje dispersara a las del enemigo.
Cleopatra se quedó con sus barcos en retaguardia observando los
acontecimientos. Desde su observatorio pudo ver cómo al separarse, las naves de Antonio
empezaron a ser atacadas por los trirremes del enemigo. Desde las galeras les
enviaban una nube de flechas, piedras y teas encendidas intentando evitar que
se aproximaran, pero cuando las embarcaciones de Octavio conseguían atravesar
esa primera barrera, se colocaban en los costados de las naves de Antonio
rompiendo los remos y el timón, y dejaban inmovilizado al barco más grande. La
lucha era encarnizada. En las dos direcciones volaban antorchas que originaban
voraces incendios en las embarcaciones. Algunos intentaban apagar los fuegos
lanzando los cadáveres sobre las llamas. Los hombres se derrumbaban abatidos
por las flechas y hachas, o ardían entre alaridos. Los que caían al mar estaban
perdidos, en pocos segundos desaparecían entre las olas. Desde los barcos en
llamas intentaban lanzar garras de hierro a los que estaban más próximos, para
fijarlos a su armazón de manera que ardieran a su vez o para tratar de escapar
a través de ellos. Cuando una embarcación era abordada se entablaba
inmediatamente una lucha salvaje cuerpo a cuerpo. Las espadas y hachas rasgaban
el aire atravesando pechos, amputando miembros o cortando cabezas. Las naves
que se hundían arrastraban a las profundidades a los hombres que transportaban,
atrapados sin remisión.
Alrededor de las embarcaciones el mar se oscurecía por
la sangre de los que iban cayendo. Los hombres que caían al agua no podían
sostenerse a flote por el peso de las armaduras y se iban al fondo sin remedio.
¿Por qué estaba ocurriendo aquello? ¿Era por salvar a
su país o era por el ego encontrado de dos hombres poderosos? Posiblemente la
reina luchaba por salvar el trono y la poca independencia que le quedaba, pero
¿cuáles eran los motivos de Antonio?, probablemente sólo acaparar más poder del
que ya gozaba. Seguramente idénticos motivos impulsaban a Octavio a llevar a
miles de hombres a la muerte. El ansia de poder de algunos hombres no conoce
límites, nunca encuentran la meta en la que detenerse. Octavio y Antonio,
antaño iguales en el triunvirato, tenían que eliminarse el uno al otro para
acaparar el poder absoluto en todo el Mediterráneo. Cleopatra ansiaba en primer
lugar mantener el trono en Egipto, pero seguramente también compartir con su
amante el poder en Oriente y Occidente. Si triunfaba podría ser, además de la
Reina de la Dos Tierras, la Reina de la Dos Orillas. Asistía al desenlace desde su trono en la galera real
con gesto tenso que no dejaba traslucir sus pensamientos. En un momento
determinado se levantó y ordenó a sus hombres que iniciaran las maniobras de
desatraque. Se había mantenido a
resguardo con una veintena de barcos que trasportaba a su guardia más próxima y
en los que iba el dinero para la guerra. Aquel tesoro no podía caer en poder
del enemigo y la intención de la Faraón no era involucrarse en la pelea, sino
escapar hacia Alejandría. Había visto que los barcos en su feroz enfrentamiento
se habían ido separando y habían dejado un pasillo entre ellos, creyó ver una
posibilidad de atravesar la zona de lucha para escapar sin contratiempos. Los
remeros impulsaron las naves con rapidez hacia el centro de la batalla, cuando se aproximaban al punto más
peligroso viraron hacia el sur y desplegaron las
velas. La flota de Cleopatra se separó del fragor de la pelea
y pronto se vieron navegando en alta mar.
Antonio observó la maniobra desde su nave y no sabemos qué pasó por su
mente en aquel instante. Tal vez su
ambición de poder no era tan grande como el amor que sentía por Cleopatra. Quizás lo que ocurrió es que en aquellos momentos dedujo que tenía la
batalla perdida. A lo mejor pensó que la Reina se alejaba para salvaguardar los
fondos que transportaba, con los que podrían levantar otro ejército, y que lo
más conveniente era que él ayudara en su custodia hasta colocarlos a salvo. Tal
vez simplemente es que ya estaba harto de batallar. No sabemos las causas que
motivaron la reacción de un hombre tan impulsivo. Lo que sabemos es que en
aquel momento, cuando Antonio vio que Cleopatra ponía proa a Alejandría actuó
como si estuviera unido a ella por un lazo invisible, alzó las velas de su nave
y abandonando la batalla siguió la estela de su amada.
Cuando sus tropas vieron que el jefe supremo emprendía la huida desistieron
en la lucha. Ante el abandono de su comandante, los que también pudieron
escapar le siguieron, otros se rindieron, algunos simplemente se pasaron a las
filas de Octavio, y sólo unos pocos siguieron batallando hasta el final, sin
esperanzas, prefiriendo la muerte a la rendición. La derrota había sido cruel y
abrumadora.
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