Un grupo numeroso estaba tramando un
complot para apoderarse de varios navíos y regresar a Cuba, entre ellos había
alguna gente de calidad. Uno de los que estaban en el contubernio se arrepintió
a última hora y advirtió a nuestro capitán. Cortés nos reunió a los más fieles
y nos ordenó detener inmediatamente a los conjurados.
Después se les hizo un juicio
sumarísimo, los principales instigadores, Juan Escudero y el piloto Diego
Cermeño, fueron condenados a muerte y ahorcados. Este piloto era un tipo
singular, en más de una ocasión me demostró que era capaz de oler la tierra a
varias millas de distancia, mucho antes de que se pudiera divisar.
Algunos otros de los implicados
escaparon con una ración de latigazos, y a Gonzalo de Umbría le cortaron los
dedos de un pie. Hasta el padre Juan Díaz formaba parte de la intriga. Había
rumores de que algún capitán también estaba en el ajo, pero ninguno fue
castigado, siempre resulta más fácil reprimir a los más débiles.
Si los velazquistas hubieran llevado
a cabo su propósito, las consecuencias habrían sido nefastas para la empresa,
todo se podría haber ido al traste. Por eso Cortés tomó una decisión tajante,
rápida e inflexible.
De allí nadie se iba a marchar antes
de que cumplieran la misión para la que se habían comprometido. Llamó a
Escalante y a un grupo de sus más fieles. Nos ordenó que nos dirigiéramos a la
rada donde estaban los navíos. Hacía días que los marinos le habían advertido
que algunas naves estaban siendo carcomidas por la broma, incluso una de ellas
ya estaba inservible, pero las demás seguían siendo aptas para la navegación.
Cortés decidió que no debía quedar ninguna disponible para ser utilizada. Sin
naves no habría más intentos de deserción. Privados de los medios para escapar,
nadie pensaría en regresar a Cuba.
Allí habíamos ido para quedarnos. No
habría vuelta atrás.
Sacamos de los navíos todo lo que
pudiera sernos de utilidad y dimos con ellos al través. Quedaron varados entre
las rocas y contemplamos cómo el fuerte oleaje empezaba a deshacerlos. Se acabó
la tentación. Con la destrucción de las naves se abortó de raíz cualquier
intento de deserción.
Mientras nos afanábamos en aquel
menester apareció en el ancón otra nueva embarcación, era la de Francisco de
Saucedo, que había quedado en Santiago carenando cuando partió el resto de la
flota. Había venido bojeando por todo el litoral hasta dar con nosotros. Traía
setenta hombres y nueve caballos. Descargamos todo lo que llevaba a bordo y el
barco siguió el mismo destino de los demás.
Allí se quedaron los esqueletos de
todos los navíos, prisioneros de las rocas, habíamos roto definitivamente el
tenue cordón que todavía nos unía a Cuba.
Nadie debía elucubrar con lo que
habíamos dejado detrás. Nuestra vida estaba delante, a poniente. Hacia donde se
escondía el sol.
A partir de ese momento nuestra
aventura era solo nuestra.
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