Cuando llegamos
llovía a mares. Ni siquiera pudimos salir a cubierta para admirar la belleza de
la entrada a la bahía. Desde el interior, tras las sucias cristaleras, Dorita me
señaló los imponentes castillos que protegían la bocana, El Morro a un lado, La
Punta al otro, pero apenas si se podían vislumbrar unas formas borrosas entre la
cortina de agua. Un poco más adelante, la fortaleza de La Cabaña era como un
gran fantasma de piedra tras la catarata celestial.
Al pie de la
escalerilla nos estaba esperando un criado de los Gamoneda, un joven negro,
alto y bien parecido, que sería más o menos de mi edad. Le acompañaba otro
cochero muy viejo. Habían llevado una calesa tirada por dos caballos zainos y una
tartana para el abundante equipaje de Dorita, dos baúles y cinco grandes
maletas, además de varios bolsos de menor tamaño.
Me los
presentaron como Marcelo y José. El joven era quien llevaba la iniciativa.
-Marcelo lleva
con nosotros desde que era un niño -dijo Gedeón-. Él y sus dos hermanas son
como de la familia, luego las verá.
A pesar de la
capota de vaqueta que protegía el coche, y de que el recorrido hasta la casa era
muy corto, llegamos empapados. La villa resultó ser un edificio imponente.
Estaba en una plaza y ocupaba toda una manzana. Una galería de columnas con
arcos recorría toda la fachada. En el portalón de entrada nos esperaban las dos
hermanas acompañadas por un portero ataviado como un almirante. Las mujeres
eran tan risueñas como Marcelo y parecían actuar al unísono.
-Estas son Tomasita
y Teresita, ¿a que parecen mellizas? Pues no lo son, Tomasita es un año mayor, aunque
no resulte fácil distinguirlas.
El portal daba
acceso a una amplia escalera de mármol blanco que llevaba a la primera planta.
Dos estatuas de bronce erigidas sobre basamentos de mármol negro flanqueaban la
primera grada. La casa me pareció enorme. Muchísimo más grande que la villa de
la familia de Mauricio y de un lujo sin parangón. Tanto el amplio recibidor,
como los pasillos, como las estancias que me iban mostrando, aparecían repletos
de muebles estilo imperio de caoba y palisandro, tapices flamencos, sillones de
cordobán, cuadros de diversos estilos y tamaños, jarrones de exquisita loza,
esculturas de alabastro, delicados visillos en los amplios ventanales, y, lo
que más me cautivó, un espléndido piano de cola Steinway que relucía majestuoso
en la esquina de uno de los salones, tan limpio y brillante que veía reflejada mi
imagen en la madera como en un espejo.
La edificación tenía
tres alturas, la planta baja se dedicaba a oficinas y las dos superiores a
vivienda. En la parte trasera estaban las cocheras y caballerizas, junto a un pequeño
jardín que las separaba de las habitaciones de la servidumbre. A mí me instalaron
en la segunda planta, en un dormitorio más espacioso que toda mi casa de San
Fernando, con un gran balcón que daba a la bahía. Echada en la cama podía ver a
las gaviotas surcar el cielo.
Fragmento de "La indiana Manuela", novela que transcurre en La Habana, a finales del siglo XIX.
Disponible en Amazon, en versión digital y en papel.
https://www.amazon.es/indiana-Manuela-Luis-Molinos-ebook/dp/B01MR6M56M/ref=sr_1_6?ie=UTF8&qid=1484656637&sr=8-6&keywords=luis+molinos
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