En tiempos del emperador Trajano,
Alejandría soportó varias revueltas que destruyeron el templo parcialmente y
que asolaron parte de la riqueza de la biblioteca. No obstante aquello fue sólo un pequeño
aviso. Lo peor estaba por llegar.
El emperador Adriano mandó su
reconstrucción y el Serapeo volvió a renacer. Siempre ligada al templo, la
biblioteca fue poco a poco recuperando su importancia, acogiendo, preservando y
aumentando el saber de los hombres, al amparo de una relativa calma.
Sin embargo, unos años más tarde,
desde finales del segundo siglo d.C. y sobre todo a lo largo de todo el
tercero, la ciudad de Alejandría tuvo que soportar una larga serie de
desastres.
Caracalla la saqueó en 211 y 217,
y Valeriano destruyó gran parte en 253. Volvió a sufrir enormes destrozos
cuando la conquistó la reina Zenobia de Palmira en 269 y otra vez padeció una
sangría cuando Aureliano la reconquistó para los romanos en 273. Por si todo
eso no era suficiente, en 297 la ciudad tuvo que soportar un nuevo saqueo
cuando Diocleciano la invadió tras un asedio de ocho meses, para abortar la
revuelta provocada por Lucio Domicio Domiciano. Contaban las crónicas que una
vez sometido el levantamiento, Diocleciano ordenó a sus tropas que no tuvieran
piedad de los vencidos, que no se detuvieran ante la rendición y continuaran el
escarmiento matando a los sublevados hasta que la sangre de los muertos llegara
a las rodillas de su caballo. Acababa de dar esa orden cuando el corcel tropezó
y dobló las patas. Aquello se interpretó como un mensaje para que se detuviera
la matanza. Esa caída salvó seguramente a muchos alejandrinos de la muerte y
para conmemorar el acontecimiento, agradecidos, erigieron una estatua al
caballo.
Fragmento de "Los libros de Alejandría", una novela sobre la Gran Biblioteca de Alejandría. Disponible en Amazon.
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