El último faraón egipcio autóctono fue
Najthorhabet, Nectanebo II para los griegos. Cuando el ejército persa de
Artajerjes III le derrotó e invadió el país, sobre el 350 a.C., el faraón huyó
primero a Menfis y después acabó refugiándose en Nubia. Allí estuvo dos años y
finalmente se trasladó a Macedonia invitado por el rey Filipo. Nectanebo era
una persona con grandes poderes, había aprendido de los sacerdotes de Amón
artes desconocidas para los demás hombres y era capaz de hacer cosas mágicas.
Podía adivinar el futuro y conseguía sanar o hacer enfermar a otros practicando
ritos secretos. Su fama se propagó enseguida y Olimpia de Epiro, la esposa de
Filipo, convenció a su esposo para que lo albergaran en su palacio. Filipo era
un guerrero que pasaba mucho tiempo en campaña con su ejército, Olimpia era
joven y hermosa, y Nectanebo además de mago era hombre vigoroso, ¿qué podía
suceder?
A Nectanebo, dadas sus extraordinarias
facultades, no le debió resultar muy difícil convencer a la reina de lo que el
futuro le tenía reservado. Le aseguró que tendría un hijo con Amón y que ese
hijo conquistaría el mundo. Lo único que tenía que hacer era esperar la visita
del dios en su dormitorio y recibirlo con amor. Los poderes de Nectanebo le
permitían transformarse en otra persona o en un animal, y desde luego era capaz
de transformarse en un dios para los ojos de una mujer subyugada. Durante
varias noches Nectanebo fue Amón, y Olimpia yació con él y concibió un hijo que
conquistó el mundo, el gran Alejandro.
Toda esa historia había sido anticipada
por los sabios sacerdotes. Cuando el faraón escapó a Nubia, sus partidarios fueron
a consultar con el oráculo para saber si iba a regresar. El oráculo les dijo:
“El faraón regresará dentro de unos años, pero no más viejo sino rejuvenecido,
y ese joven faraón derrotará y someterá a nuestros enemigos los persas”. No
regresó Nectanebo sino Alejandro. El joven faraón llegó, derrotó a los persas y
los liberó de su yugo.
Cuando Alejandro entró en Egipto, lo
primero que hizo fue ir al oasis de Siwa para consultar al oráculo de Amón. Atravesó
el desierto favorecido por lluvias puntuales, y respetado por el terrible simún
que sepultó al ejército persa del rey Cambises. Al llegar le planteó al augur
tres preguntas, sólo conocemos dos de ellas con sus respuestas. A la primera,
el oráculo le confirmó que él era hijo del dios, a la segunda, que dominaría el
mundo. Por eso hizo lo que hizo. La tercera pregunta nunca la conoceremos.
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