A
primera hora del sábado 2 de abril de 1954, se difundió por los altavoces del
barco un programa que se estaba emitiendo en Radio Barcelona. Familiares de los
repatriados habían acudido a la emisora a saludar a sus allegados. El locutor
citaba a alguien con nombre y apellidos y decía: “Tu padre, o tu madre, o tu
hermano o novia, te manda un mensaje”. A continuación, una voz quebrada por la
emoción balbuceaba: “Hijo mío, te estamos esperando, tu madre está bien, te
queremos”. Pocas palabras más podían salir de las gargantas ocluidas por la
extrema turbación del momento. Algunas madres apenas si podían repetir algo más
que: “¡Hijo!, ¡hijo!”, entre sollozos y suspiros. Los aludidos corrían al oír
sus nombres: “¡Yo! ¡Yo!”. Se colocaban junto al altavoz y gritaban: “¡Soy yo!,
¡estoy aquí, padre! ¡Estoy bien!”. Como si su padre o madre o hermano, pudiera
escuchar sus gritos de júbilo. “¡Padre! -decía una voz joven-, soy tu hija
Isabel, cuando te fuiste tenía dos años, no sé si me reconocerás”, y el padre,
flaco, macilento, apoyado en un mamparo para no derrumbarse en el suelo, a
punto de desfallecer, no tenía fuerzas mas que para llorar. Las lágrimas
brotaban incontenibles, unos ojos que se habían mantenido secos cuando
soportaban los más extremos sufrimientos, se desbordaban al escuchar la tierna
voz de la sangre. No había emoción comparable al reencuentro con los seres
queridos después de tantos años de desesperanza.
Fragmento de "El infierno de los inocentes", novela que narra las vicisitudes que sufrieron los niños que envió la República a Rusia, y los soldados de la División Azul que cayeron prisioneros en aquel país.
Disponible en Amazon, en digital y en papel.
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