En mi pueblo antiguamente nos
aburríamos mucho. Los niños no hacían más que jugar y los mayores charlar o
leer. Puro aburrimiento. No era extraño en aquellos días remotos ver a la gente
en los parques con un libro en las manos. Nadie se asombraba si veía a una
madre sentada en un banco leyendo una novela y junto a ella a su pequeña hija
entreteniéndose con un cuento.
Después empezó a emitir la televisión
y la gente se animó mucho. Las cosas cobraron una nueva dimensión. Como es
lógico todo el mundo prefirió ver los parques a través de la pantalla. ¿Para
qué desplazarte si hay alguien que amablemente te dice lo que tienes que ver?
Los comerciantes comprendieron muy pronto
que puesto que la gente pasaba mucho tiempo mirando allí, ese era el mejor
sitio para anunciar sus productos. El que tenía algo que vender entendió que
aquella señal llegaba a todos los hogares y que resultaba rentable hacer
publicidad aunque tuvieran que pagar fuertes cantidades por la difusión. El
razonamiento era correcto pero pronto se enfrentaron a un problema, no podían
anunciarse en todos los programas y a todas horas porque no había sitio para
todos al mismo tiempo. Estaban obligados a seleccionar y ¿cómo podían
determinar en qué momentos era más rentable emitir el anuncio?, ¿cómo podían
saber si el mensaje era recibido por unos pocos o por muchos? Cuando alguien
tiene que ir a un lugar a hacer algo, se le puede controlar con facilidad pero,
¿cómo se podía saber lo que ocurría dentro de cada hogar?
Para encontrar la solución, la empresa Found Stultus
reunió a una comisión de ingenieros, filósofos, psicólogos y decoradores de
interiores, y los encerró en un hotel aislado en la montaña para que encontraran
el modo de saber en qué momentos había más gente con la vista fija en la
pantalla.
El primer hallazgo lo aportó el equipo
de ingenieros al mando del Doctor Jhon S. Pabilad.
Diseñó un aparato que podía controlar
a qué horas y durante cuánto tiempo permanecían los televisores encendidos, y
de ahí se podía deducir qué programas eran los que tenían más aceptación. El
equipo de psicólogos determinó categóricamente que era poco probable que
alguien encendiera el televisor para irse al parque. El equipo de decoradores
de interior cambió la decoración del hotel a un diseño minimalista. El equipo
de filósofos aún no se ha pronunciado.
En seguida se encontraron con otro
problema, ¿dónde colocar los aparatos? Era evidente que no podían poner un
controlador de señal en todos y cada uno de los hogares porque el pueblo había
crecido mucho y tenía demasiadas casas. Era absolutamente necesario hacer una
pequeña selección que fuera representativa de la mayoría.
El concejal de medio ambiente tenía a
su hijo estudiando en Estados Unidos “Universal mass communication”, que según
explicó eran unos estudios que proporcionaban los conocimientos exactos que se
necesitaban para resolver el entuerto. Según el edil, su chico llevaba cinco
años en la universidad de Miami, estaba a punto de terminar la tesina final de
carrera y tenía un expediente académico extraordinario, por lo que era la
persona ideal para encargarse de hacer la selección de hogares.
En realidad lo único cierto era que el
niño llevaba cinco años en Miami, pero no había aprobado ni una asignatura y en
la facultad no le habían visto el pelo desde que fue a matricularse, un lustro
antes. En su haber hay que anotar que bailaba la salsa como un auténtico
caribeño.
Después de cinco años falsificando las
notas no le costó ningún trabajo hacer lo mismo con el título y apareció por el
pueblo con un diploma de lo más aparente. La corporación quedó deslumbrada con
los adornos dorados del documento y con aquella caligrafía inglesa tan
elegante. Inmediatamente le encargaron el trabajo.
El zagal se puso manos a la obra con
inusitado entusiasmo. Reunió a sus coleguillas de infancia, cuatro, y les puso
al corriente de la labor que tenían por delante. Con un cuestionario
concienzudamente preparado por el equipo de psicólogos, se lanzaron con el
apasionado ímpetu de la juventud a investigar por los hogares del pueblo.
Sabido es desde antiguo que la cabra
tira al monte y que el hombre se siente más cómodo relacionándose con
congéneres afines, así que empezaron la encuesta por sus amigos de cuelgue.
Cuando se enteraron de que se habían
aprobado unas ayudas económicas a las familias para agradecerles su
colaboración y para compensarlas por las molestias de tener los aparatitos en
sus casas, decidieron que no era necesario profundizar en la investigación. Era
del todo evidente que los colegas de los colegas representaban fidedignamente
al conjunto de la población. Cada uno de ellos resultó que encajaba a la
perfección con cada sector de población señalado por los psicólogos. Se completaron
los cuestionarios con la misma pulcritud con que se había elaborado el título y
todo el mundo quedó gratamente satisfecho.
En unos pocos días quedaron instalados
los medidores de audiencia.
Inmediatamente se empezaron a recibir
los datos de los programas más vistos por los poseedores de los aparatos y a
inferirlos al total de la población. Los programadores iban adaptando los
espacios a la demanda de los espectadores, y estos iban seleccionando los
nuevos programas con arreglo a sus delicados gustos. Lógicamente, cuanto más
visualizado consideraban un programa más pagaban los anunciantes por aparecer
en ellos y más interés tenía la televisión en que perdurase. Así, todo el
pueblo se aficionó a los espacios favoritos de los amigos del hijo del concejal,
todos disfrutan mucho con la programación y ningún habitante se aburre.
Desde entonces no se ha vuelto a ver a
nadie con un libro en el parque.
Hace cuatrocientos años Baltasar
Gracián ya dijo: “Vívese lo más de la
información, es lo menos lo que vemos. Vivimos de la fe ajena, es el oído
puerta segunda de la verdad y la principal de la mentira”.
"Es lo menos lo que vemos" es uno de los relatos que se incluyen en el libro, "El crimen de Lainma y otros horrores". Disponible en Amazon.
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