En
cuanto se restablecieron los llevaron a un nuevo campo, un gran letrero en la
entrada avisaba dónde estaban: Makarino.
Alambradas,
torres de vigilancia, barracones de madera, perros ladrando incesantemente,
centinelas de rasgos mongoles ataviados con gorros orejeros y botas valenki, no se diferenciaba mucho del
anterior, podían decir que habían vuelto al mismo sitio. La temperatura
rondaría los 40 bajo cero, la ventisca asaeteaba los rostros con agujas de
hielo, los lobos aullaban en el nebuloso horizonte, “de nuevo en el hogar”,
farfulló Ricardo sin casi mover los labios para que no penetrara en su boca el
aire helado.
Allí habían reunido a un millar de
prisioneros. Seiscientos alemanes, doscientos finlandeses y otros doscientos
españoles. Dos compañías de soldados se ocupaban de la vigilancia, al mando
de un jefe de la NKVD, el órgano encargado de la seguridad del Estado.
Los
mandaron de nuevo a sacar troncos del río, pero ahora estaba helado. Los
maderos se hallaban aprisionados en el hielo y había que liberarlos rompiendo
la dura capa con barras de hierro, el frío era tan intenso que el contacto con
el metal quemaba las manos. La norma, 7,5 m3 transportados por hombre y día, si
no se cumplía, se racionaba la ya de por sí escasa comida.
A
los pocos días Ricardo empezó a sentirse mal. Había perdido más de diez kilos,
estaba muy pálido y casi sin fuerzas. Daniel se esforzaba por compensar la minoración
de trabajo de su amigo, pero tampoco andaba muy sobrado. Ricardo fue al
botiquín para que le dieran de baja durante unos días pero la doctora, una
mujer de carácter ríspido, después de un somero reconocimiento le ordenó a
voces que volviera de nuevo al trabajo.
Allí
tenían de brigadier a un viejo conocido, Guillén, el desertor del frente del Voljov.
No solo se había convertido en su guardián, sino en el mayor propagandista de
las virtudes del comunismo. En un Ricardo debilitado creyó ver una presa fácil:
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