Daniel
aguzó el oído intentando escuchar de nuevo aquella voz que le había sonado
tan agradable, pero solo le llegaba el sordo murmullo que producían los
numerosos enfermos congregados en la enorme habitación. Todo lo que lograba
percibir era un runrún de susurros, quejidos y lamentos. A pesar de su esfuerzo
no era capaz de distinguir la voz que le había cautivado. Se volvió hacia la
cama que tenía a su izquierda:
-¿Con
quién va el médico? ¿Quién es la traductora?
-Va
con una enfermera.
-¿Cómo
es? ¿Es española, verdad?
-Es
muy guapa. Guapísima. No sé si será española, no me ha dicho nada.
Se
giró hacia el lado derecho de la cama:
-¿Sabes
si es española la enfermera? ¿Te ha dicho algo?
Solo
obtuvo una especie de gruñido por respuesta porque el paciente que yacía a su
derecha estaba herido en la cara y no podía hablar.
Daniel
se tuvo que conformar con seguir expectante por si la visita volvía sobre sus
pasos pero nada nuevo percibió. El médico y sus acompañantes completaron el
recorrido y salieron del dormitorio por otra puerta.
Una
vez pasado el rápido reconocimiento les condujeron de nuevo al edificio donde
estaban encerrados todos los demás compañeros. Daniel seguía necesitando la
ayuda de Ricardo para moverse, y este a su vez, se apoyaba en él para caminar.
En seguida les llamaron para nuevos interrogatorios, y así estuvieron durante
mucho tiempo, respondiendo una y otra vez las mismas preguntas. Ya muy tarde
les dejaron en una habitación atestada de prisioneros, donde intentaron
encontrar un hueco para poder dormir, sentados en el suelo con la espalda
apoyada en la pared.
De
madrugada, cuando no llevarían ni tres horas en un incómodo duermevela,
irrumpieron los guardianes y a culatazos y empujones les obligaron a levantarse
para salir al exterior. Allí les esperaban unos camiones descubiertos donde
tuvieron que embutirse como si fueran ganado. El frío era terrorífico, treinta
y cinco grados bajo cero. Emprendieron la ruta que, a lo largo de cuarenta
kilómetros, atravesaba la superficie helada del lago Ladoga. La fuerte ventisca
hizo que se adhiriera a los hombres una capa de escarcha en las cejas, bigotes
y barbas, de manera que se diría que habían encanecido de repente. Hasta el
aliento se congelaba. Daniel iba en el cetro del grupo y podía beneficiarse,
aunque solo fuera levemente, del calor humano que transmitían los cuerpos, pero
los que iban en los flancos sufrían aún más la intensidad del frío. Cruzaron el
lago en aquellas terribles condiciones y después de varias horas de zarandeos,
tumbos, frenazos y arrancadas, llegaron a una estación semidesierta donde los
trasvasaron a unos vagones enrejados. El tren se puso en marcha de inmediato.
Iban hacinados, sin posibilidad de estirar una pierna sin golpear a los que
estaban al lado. El frío mordía los cuerpos, tiritaban como azogados y a muchos
les castañeteaban los dientes. Recorrieron kilómetros y kilómetros durante interminables
horas bajo una oscuridad permanente, como una noche inacabable apenas
interrumpida por tres o cuatro horas de grisácea y mustia claridad. Cada cierto
tiempo se detenían en lúgubres estaciones, donde, si se asomaban a alguno de
los pequeños ventanucos enrejados, podían observar una atribulada multitud que
aguardaba pacientemente que llegase su tren, soldados que volvían al frente,
desmovilizados que iban a sus hogares, viejos con expresión de no saber adónde
iban, mujeres cubiertas de los pies a la cabeza de tupidos ropajes cuidando de
niños pequeños, hombres mutilados, cojos, mancos, sin piernas, todos con gesto
triste y resignado, como si la dura vida que arrastraban fuera una maldición
inexorable. Si coincidían con la llegada de otro tren, los veían correr hacia
él con desesperación, cargando con sus bultos, para subirse en una avalancha
incontenible, casi pisándose unos a otros para hacerse un sitio antes de que
reiniciara la marcha.
Por
fin llegaron a su destino, la estación de Cherepovets. Salieron de los vagones
entumecidos y desfallecidos, algunos estaban tan débiles que se derrumbaron en
el suelo, pero inmediatamente fueron obligados a levantarse a culatazos,
pinchándoles con las bayonetas, o azuzándoles a los perros. Formaron en el
andén para el recuento y a continuación echaron a andar adentrándose en la
población por unas calles desiertas cubiertas de nieve helada y sucia.
-¡Davai! ¡Davai! -el grito de los
guardianes se solapaba con el ladrido incesante de los perros.
Fragmento de "El infierno de los inocentes", novela que narra la historia de dos niños atrapados entre la guerra civil española y la segunda guerra mundial. Disponible en Amazon.
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