viernes, 1 de mayo de 2015

MOSCÚ

Los llevaron a una gran casona en el número 7 de la calle Piragóvskaya. Una de las cuidadoras le dijo a Rosa: “Mira qué suerte tenéis, vais a vivir donde vivía la familia del Zar”. Otra vez el Zar y su familia. Rosa no tenía muy claro quién era el Zar, pero debía tener una familia muy grande y él sería muy importante, aunque seguramente no tanto como Stalin, ese señor de poblados bigotes que estaba por todas partes, en estatuas, en fotografías, o en enormes carteles, y al que, cuando la gente pronunciaba su nombre, siempre le anteponía “el sabio”, o “el genial”, o algún otro adjetivo muy bonito. Al hablar de él decían cosas que sonaban muy bien, como por ejemplo: “Gloria a nuestro amado jefe, padre y maestro, el camarada Stalin”. Le gustaba especialmente una foto en la que se le veía sonriente sosteniendo en sus brazos a una niña que sería de la edad de Miguelito, debajo, la leyenda decía: “Gracias, camarada Stalin, por nuestra infancia feliz”.
Sí, seguramente iban a ser muy felices allí. Todo lo que vieron les encantó, desde el conserje uniformado como un mariscal, hasta las habitaciones, el gigantesco mural de la entrada con la figura, como no, de Stalin con sus grandes bigotes, la espléndida escalera de mármol, los suelos de parqué, los inmensos maceteros con palmeras, el acuario lleno de peces de colores. Miguel lo contemplaba todo boquiabierto, entusiasmado, corría sin parar de un lado a otro señalando con el dedo cada cosa que le llamaba la atención. A Rosa le gustó sobre todo el acuario con sus variopintos pececillos.
Los distribuyeron por edades en grandes salones de veinte o veinticinco camas pegadas a las paredes y separadas por una mesita de noche. Pronto se habituaron a la rutina. Muy temprano les despertaban a toque de corneta. Se levantaban y desfilaban en formación para hacer unos minutos de gimnasia. Aprovechaban la reiteración de los ejercicios para que declamaran a coro las primeras palabras en ruso. De allí iban a lavarse y a hacer las camas, y a continuación al comedor a tomar un suculento desayuno. Pronto se olvidaron de las penurias que habían sufrido en España durante los meses anteriores al viaje, cuando la comida escaseaba y había que contentarse con cualquier bocado. Después de mucho tiempo rebuscando qué comer y aprovechando cualquier cosa para llevarse a la boca, ahora contemplaban una abundancia que desconocían. Los más revoltosos se dedicaban a tirarse los panecillos a la cabeza, o incluso los arrojaban por las ventanas. Cuando terminaban de desayunar iban a la escuela. Casi todos los profesores eran españoles y salvo una asignatura de ruso, todas las materias las aprendían en español.
Después iban a clases de canto, baile, música o artes plásticas. Ahí les dejaban optar a cada cual según sus apetencias. Rosa tenía una bonita voz y se decantó por el canto. Se integró en un coro que interpretaba canciones de todo tipo, populares, románticas o políticas.
¿Qué canta en la mañana esa rueda infantil?
Cantan los niños de España a la gloria de Lenin.
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Fragmento de "El infierno de los inocentes", novela disponible en Amazon en formato digital y en papel.



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EL INFIERNO DE LOS INOCENTES de [Molinos, Luis]

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