Los
llevaron a una gran casona en el número 7 de la calle Piragóvskaya. Una de las
cuidadoras le dijo a Rosa: “Mira qué suerte tenéis, vais a vivir donde vivía la
familia del Zar”. Otra vez el Zar y su familia. Rosa no tenía muy claro quién
era el Zar, pero debía tener una familia muy grande y él sería muy importante, aunque seguramente no tanto como Stalin, ese señor de poblados bigotes que estaba
por todas partes, en estatuas, en fotografías, o en enormes carteles, y al que,
cuando la gente pronunciaba su nombre, siempre le anteponía “el sabio”, o “el
genial”, o algún otro adjetivo muy bonito. Al hablar de él decían cosas que
sonaban muy bien, como por ejemplo: “Gloria a nuestro amado jefe, padre y
maestro, el camarada Stalin”. Le gustaba especialmente una foto en la que se le
veía sonriente sosteniendo en sus brazos a una niña que sería de la edad de
Miguelito, debajo, la leyenda decía: “Gracias, camarada Stalin, por nuestra
infancia feliz”.
Sí,
seguramente iban a ser muy felices allí. Todo lo que vieron les encantó, desde
el conserje uniformado como un mariscal, hasta las habitaciones, el gigantesco
mural de la entrada con la figura, como no, de Stalin con sus grandes bigotes,
la espléndida escalera de mármol, los suelos de parqué, los inmensos maceteros
con palmeras, el acuario lleno de peces de colores. Miguel lo contemplaba todo
boquiabierto, entusiasmado, corría sin parar de un lado a otro señalando con el
dedo cada cosa que le llamaba la atención. A Rosa le gustó sobre todo el
acuario con sus variopintos pececillos.
Los distribuyeron por edades en grandes salones de veinte o veinticinco camas
pegadas a las paredes y separadas por una mesita de noche. Pronto se habituaron
a la rutina. Muy temprano les despertaban a toque de corneta. Se levantaban y
desfilaban en formación para hacer unos minutos de gimnasia. Aprovechaban la
reiteración de los ejercicios para que declamaran a coro las primeras palabras
en ruso. De allí iban a lavarse y a hacer las camas, y a continuación al comedor a
tomar un suculento desayuno. Pronto se olvidaron de las penurias que habían
sufrido en España durante los meses anteriores al viaje, cuando la comida
escaseaba y había que contentarse con cualquier bocado. Después de mucho tiempo
rebuscando qué comer y aprovechando cualquier cosa para llevarse a la boca,
ahora contemplaban una abundancia que desconocían. Los más revoltosos se
dedicaban a tirarse los panecillos a la cabeza, o incluso los arrojaban por las
ventanas. Cuando terminaban de desayunar iban a la escuela. Casi todos los profesores
eran españoles y salvo una asignatura de ruso, todas las materias las aprendían
en español.
Después
iban a clases de canto, baile, música o artes plásticas. Ahí les dejaban optar
a cada cual según sus apetencias. Rosa tenía una bonita voz y se decantó por el
canto. Se integró en un coro que interpretaba canciones de todo tipo,
populares, románticas o políticas.
¿Qué canta en la mañana esa rueda infantil?
Cantan los niños de España a la gloria de
Lenin.
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