Una de las características más sorprendentes de la condición
humana es la osadía que muestran algunos sujetos que, sin haber hecho nada
relevante en sus vidas, se postulan sin el menor rubor para dirigir las de sus
semejantes. ¿Cómo una persona que no ha hecho absolutamente nada de valor a lo
largo de su existencia se siente con la capacidad para liderar las de los demás?
Y más asombroso todavía, ¿cómo encuentran gente dispuesta a creerse lo que
dicen y a seguirlos como seguían las ratas al flautista de Hamelín? ¿No sería lógico
examinar cuidadosamente la tarjeta de visita del aspirante a líder y darle credibilidad o no, en
función de su currículo?
Los que se ofrecen para gestionar la vida se sus semejantes se
podrían clasificar en dos tipos, los que se creen realmente que tienen la
capacidad necesaria para hacerlo, y los que solo buscan su provecho personal. De
estos últimos, desaprensivos oportunistas, poco hay que añadir. De los
primeros, gente que con un exiguo o nulo bagaje de éxitos personales se siente
realmente con la competencia necesaria para gestionar las vidas de sus congéneres,
solo se puede pensar que se trata de presuntuosos engreídos o de idiotas
inconscientes, o ambas cosas a la vez. Sin embargo, basta con que tengan un verbo
fluido (y a veces ni eso), y que hagan fantásticas promesas de llevar el rebaño
al Paraíso, para que una legión de encandilados oyentes marchen tras ellos a los
sones de la flauta, camino del río donde van a ahogarse. Estos aspirantes a próceres
de la comunidad ni siquiera necesitan fundamentar sus promesas con
argumentos más o menos sólidos, es suficiente con que suenen bien. Las melodías
no se razonan, van directas a los sentidos y con eso basta. Pasa desde que los
hombres se bajaron de los árboles y por lo visto va a seguir pasando. Y pasa en
todos los pueblos y en todas las culturas. Observar la catadura de la mayoría
de los lideres mundiales debería sobresaltarnos, da igual que hayan llegado por
la fuerza o aupados por procesos electorales.
No obstante, en los lugares donde teóricamente se nos da la oportunidad de elegir, persistimos con ingenuidad y contumacia, como si se tratase de una maldición irremediable, en confiar en todo aquel que ofrece duros a cuatro pesetas, lo mismo da que esté en un mercadillo o en una tribuna, para el caso es lo mismo. Las últimas elecciones son un buen ejemplo.
No obstante, en los lugares donde teóricamente se nos da la oportunidad de elegir, persistimos con ingenuidad y contumacia, como si se tratase de una maldición irremediable, en confiar en todo aquel que ofrece duros a cuatro pesetas, lo mismo da que esté en un mercadillo o en una tribuna, para el caso es lo mismo. Las últimas elecciones son un buen ejemplo.
Es ciertamente asombroso.
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