Una mañana, ya con el otoño muy avanzado, me
sorprendió una intensa lluvia a medio camino de la villa, en un paraje donde no
había modo de guarecerse del súbito aguacero y por más que corrí cuando llegué
al portal iba completamente calado.
Me abrió la puerta Alí, el del tarbush rojo, que sin apiadarse de mi
aspecto me dijo:
- Mademoiselle
n´est pas içi.
Le iba a responder cuando apareció madame Szabonyi
envuelta en una vaporosa bata azul turquí, a medias desabrochada, luciendo la
más espléndida de las sonrisas.
- ¡Querido Casimiro, cómo vienes!, ¡mein Gott!,
estás empapado, ven conmigo enseguida. ¡No puedes quedarte así!
Me agarró de la mano y me arrastró escaleras
arriba hacia la primera planta de la casa. Justo cuando subíamos los primeros
escalones asomó el pájaro del cuco por su ventanita y la música que lo
acompañaba me sonó distinta a otras ocasiones, como si fuera el preludio de algo
importante.
Hasta entonces, en mis visitas no había pasado del
jardín o la planta baja, y no conocía el resto de la villa. La condesa me
condujo por un ancho pasillo recubierto de alfombras y adornado con lujosas
alahílcas, cuadros, jarrones y esculturas, y me introdujo en la alcoba que se
encontraba en el extremo opuesto.
- ¡Quítate la ropa! –ordenó-, tienes que secarte
inmediatamente.
La habitación tenía un amplio ventanal que daba al
jardín por donde se podía ver, a través de los visillos, que seguía jarreando
como si alguien hubiera pisado los huesos de Anteo. Una enorme cama con dosel
señoreaba en el centro de la alcoba dominando y apabullando con sus dimensiones
a todos los otros muebles, veladores, cómodas, dos armarios con espejo, y
varias sillas y sillones. Entre la mojadura y la carrera por el pasillo me
había quedado un poco confuso, sin saber muy bien qué hacer.
Me espabiló la condesa con un grito que habría
despertado a un cadáver:
- ¿¡Pero qué esperas!?
No aguardó mi reacción. Se abalanzó sobre mí y
comenzó a desnudarme, o mejor, a arrancarme la ropa.
En un decir amén me quitó la chaqueta, la camisa y
los pantalones, cuando me vi en ropa interior me entró un ataque de pudor e
intenté resistirme pero no me fue posible. Con una energía inusitada me despojó
de los calzones de felpa y me quedé como un querubín de los que pintaba
Murillo.
Sin inmutarse por mi desnudez, cogió una toalla y
comenzó a frotarme todo el cuerpo con la fuerza de un alabardero sacándole
brillo a su lanza. Yo tenía diecisiete años y aquel vigoroso masaje me produjo
una súbita y majestuosa erección. Al verme en aquella tesitura la condesa lanzó
un grito desmedido, tiró la toalla, me lanzó a la cama de un empujón y dejó
caer su bata mostrándose ante mis sorprendidos ojos tal y como la había visto
unos años antes desde mi escondite, agazapado tras el macizo de adelfas del
jardín. Sólo que ahora la tenía a un metro de distancia y además de aturdirme
con la visión de su mata rubia, me embriagaba con el perfume a jazmín que
desprendía todo su cuerpo.
Durante unos instantes posó para mí, exhibiendo su
figura rotunda y espléndida, orgullosa de mostrar su cuerpo de mujer madura.
Satisfecha, arrogante y vanidosa.
Después se me abalanzó como lo haría una leona con
su presa y me envolvió en su sensualidad.
Fragmento de "Me quedé en Tánger", novela que se desarrolla en Tánger durante el siglo XX,
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![ME QUEDÉ EN TÁNGER de [Molinos, Luis]](https://images-eu.ssl-images-amazon.com/images/I/51h99JC0k9L.jpg)
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