Decían que los barcos al nuevo mundo partían
de Sevilla. Allí se fue. Lo primero que hizo al llegar a la ciudad fue ir al
puerto. Ante sus ojos impúberes se ofreció un espectáculo abigarrado de
frenética intensidad. Nunca antes había contemplado tanta gente en un mismo
lugar, y todos tan atareados y apresurados como si fuera a acabarse el mundo
esa misma tarde. Señores de aspecto solemne, señoras rodeadas de criadas,
mujeres cargadas de fardos, niños corriendo entre las piernas de los mayores,
soldados con sus armas, vendedores vociferando sus mercancías, guardias,
pillos, desocupados, ladrones buscando incautos, putas llamando a jóvenes y
viejos, burros cargados hasta lo inverosímil, caballos, mulos, todos corriendo
en todas direcciones, en una barahúnda atronadora.
Amarrados a los muelles, una veintena de
navíos elevaban un bosque de mástiles contra el limpio cielo sevillano. Era
primavera de 1514, la expedición de don Pedro Arias Dávila, noble de España,
primer gobernador de Tierra Firme, estaba a punto de zarpar hacia Castilla del
Oro. Era la armada más importante que se había formado hasta la fecha. Mil
quinientos hombres; soldados, marineros, agricultores, carpinteros, alarifes,
sastres, zapateros, herreros, armeros, familias enteras, mujeres solas en busca
de maridos para poblar, caballos y yeguas, cerdos, perros de guerra, semillas
del viejo mundo para el nuevo, una expedición colosal que Martín vio partir con
enormes ganas de sumarse a ella. Pero era todavía demasiado niño.
Entró al servicio de un hidalgo y durante
unos años siguió escuchando historias sobre las Indias, ahora mucho más reales
y cercanas. Sus ratos libres los pasaba en el puerto, viendo aparejar los
navíos que zarpaban hacia las tierras recién descubiertas y escuchando los
relatos de los que volvían. Algunos contaban cosas fantásticas, monstruos
gigantescos, animales desconocidos, pájaros de colores que hablaban mejor que
las personas, seres con cuerpo de hombre y cabeza de perro, bellas mujeres
cubiertas de oro, guerreras feroces, hombres que se comían a sus enemigos, todo
lo asimilaba y lo transformaba a su gusto, cuanto más escuchaba, más deseos
sentía de partir a conocer aquello. Se sabía cada barco, quién lo armaba y cual
era su destino.
Cuando cumplió los quince se sintió con fuerzas
para emprender la travesía.
Habló con el contramaestre de una expedición de tres navíos que estaba
para partir hacia Santiago de Cuba. Juró que tenía veinte años y conocía la
mar. La edad la aparentaba, era recio como un hombre bragado, la mar no la había
visto más que en su imaginación, a través de las historias de los que volvían.
Lo adscribieron a la marinería.
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