sábado, 26 de octubre de 2013

Regreso a Tánger.


Una mañana, ya con el otoño muy avanzado, me sorprendió una intensa lluvia a medio camino de la villa, en un paraje donde no había modo de guarecerse del súbito aguacero y por más que corrí cuando llegué al portal iba completamente calado.

Me abrió la puerta Alí, el del tarbush rojo, que sin apiadarse de mi aspecto me dijo:

- Mademoiselle n´est pas içi.

Le iba a responder cuando apareció madame Szabonyi envuelta en una vaporosa bata azul turquí, a medias desabrochada, luciendo la más espléndida de las sonrisas.

- ¡Querido Casimiro, cómo vienes!, ¡mein Gott!, estás empapado, ven conmigo enseguida. ¡No puedes quedarte así!

Me agarró de la mano y me arrastró escaleras arriba hacia la primera planta de la casa. Justo cuando subíamos los primeros escalones asomó el pájaro del cuco por su ventanita y la música que lo acompañaba me sonó distinta a otras ocasiones, como si fuera el preludio de algo importante.

Hasta entonces, en mis visitas no había pasado del jardín o la planta baja, y no conocía el resto de la villa. La condesa me condujo por un ancho pasillo recubierto de alfombras y adornado con lujosas alahílcas, cuadros, jarrones y esculturas, y me introdujo en la alcoba que se encontraba en el extremo opuesto.

- ¡Quítate la ropa! –ordenó-, tienes que secarte inmediatamente.

La habitación tenía un amplio ventanal que daba al jardín por donde se podía ver, a través de los visillos, que seguía jarreando como si alguien hubiera pisado los huesos de Anteo. Una enorme cama con dosel señoreaba en el centro de la alcoba dominando y apabullando con sus dimensiones a todos los otros muebles, veladores, cómodas, dos armarios con espejo, y varias sillas y sillones. Entre la mojadura y la carrera por el pasillo me había quedado un poco confuso, sin saber muy bien qué hacer.

Me espabiló la condesa con un grito que habría despertado a un cadáver:

- ¿¡Pero qué esperas!?

No aguardó mi reacción. Se abalanzó sobre mí y comenzó a desnudarme, o mejor, a arrancarme la ropa.

En un decir amén me quitó la chaqueta, la camisa y los pantalones, cuando me vi en ropa interior me entró un ataque de pudor e intenté resistirme pero no me fue posible. Con una energía inusitada me despojó de los calzones de felpa y me quedé como un querubín de los que pintaba Murillo.

Sin inmutarse por mi desnudez, cogió una toalla y comenzó a frotarme todo el cuerpo con la fuerza de un alabardero sacándole brillo a su lanza. Yo tenía diecisiete años y aquel vigoroso masaje me produjo una súbita y majestuosa erección. Al verme en aquella tesitura la condesa lanzó un grito desmedido, tiró la toalla, me lanzó a la cama de un empujón y dejó caer su bata mostrándose ante mis sorprendidos ojos tal y como la había visto unos años antes desde mi escondite, agazapado tras el macizo de adelfas del jardín. Sólo que ahora la tenía a un metro de distancia y además de aturdirme con la visión de su mata rubia, me embriagaba con el perfume a jazmín que desprendía todo su cuerpo. 

Durante unos instantes posó para mí, exhibiendo su figura rotunda y espléndida, orgullosa de mostrar su cuerpo de mujer madura. Satisfecha, arrogante y vanidosa.

Después se me abalanzó como lo haría una leona con su presa y me envolvió en su sensualidad.

Fragmento de "Me quedé en Tánger", novela que se desarrolla en Tánger durante el siglo XX,

Disponible en Amazon en digital y en papel.



ME QUEDÉ EN TÁNGER de [Molinos, Luis]

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