No hablemos de política.
Se viene
otra Navidad. Son fechas de celebraciones y reuniones festivas con familiares y
amigos. Días propicios para el bullicio, alegría, fraternidad y buen rollo. Pero
eso sí, siempre que no hablemos de política. Es el mantra redundante, nos
reunimos tal día pero no hablemos de política. Vaya. ¿Y qué es política? ¿De
qué se puede hablar y de qué no? Todo es política. Los políticos son unos señores
y señoras que se meten en nuestras vidas, en nuestras casas, hasta en nuestras
camas. Constantemente hacen o dicen algo que nos afecta. ¿Y no podemos ni
siquiera comentar lo que hacen o dicen? ¿Tanta es la crispación generada en la
sociedad que es mejor hacer como si no existieran? La crispación viene de arriba abajo, la
generan los propios políticos e infectan a la población. Todo se ha polarizado,
o blanco o negro. No hay matices. Puede ser una maniobra para que no hablemos
de sus estúpidas decisiones, de sus trapicheos, de sus chanchullos. De unos y
de otros. Dejemos que hablen solo los comentaristas teledirigidos por unos y
por otros. Nosotros no. Mejor no hablamos. Mientras nosotros callamos ellos
hacen. El que calla otorga. Estamos en la fase de mejor no hablar. La siguiente
fase es mejor no pensar. Ya nos dirán qué es lo que tenemos que pensar. Para eso
se han inventado lo de delito de odio. ¿Quién define el odio? Ellos, por
supuesto. Ya se lo decía Humpty Dumpty a Alicia: “Cuando yo uso una palabra,
esa palabra quiere decir lo que yo quiero que diga, ni más ni menos.” “La
cuestión –preguntaba Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen
cosas diferentes”. “La cuestión –concluía Humpty Dumpty- es saber quién manda. Eso
es todo”.
Pues
eso. Que pienso hablar de política.
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