Ser tonto de
capirote es una expresión que tiene su origen en la Edad Media, en tiempos de
la Santa Inquisición. Este malhadado tribunal, cuando acusaba a alguien de algún
delito menor le obligaba a llevar en la cabeza un gorro en forma de cono
invertido, el famoso capirote, y con ese distintivo en la cabeza lo exhibían públicamente
para escarnio y vejamen del populacho, que disfrutaba con el espectáculo. Hay que
tener en cuenta que entonces no existía la televisión y el pueblo necesitaba
solazarse de algún modo. Goya pintó un cuadro en el que da fe de un juicio con
los procesados ataviados con el singular sombrero. Parece que los inquisidores
entendían que tener el capirote en la cabeza inducía al reo al arrepentimiento,
aunque esa deducción no está suficientemente documentada.
Hasta bien
entrado el siglo XX en muchos colegios a los niños menos aplicados los mandaban
a un rincón del aula, de rodillas y con el bufo gorro en la cabeza para
rechifla de sus alborozados compañeros.
El capirote también
se colocaba a los que iban a ser ejecutados; a estos además se les vestía con el
sambenito, una especie de casulla holgada que cubría desde los hombros hasta
las rodillas. De ahí lo de “colgar el sambenito” a alguien, otra expresión que
ha llegado hasta nuestros días. Así, con capirote y sambenito eran conducidos
al cadalso a lomos de una caballería para que pudieran ser bien vistos y bien
humillados por la plebe. Probablemente para que destacasen más, el sambenito
era de intenso color amarillo.
Afortunadamente en
nuestros días no se señala a nadie con esa clase de distintivos vejatorios, aunque
curiosamente hay quien gusta de señalarse motu
proprio. Y casualmente es también el color amarillo el escogido por esos amigos
de la singularidad.
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