Hoy,
15 de julio, es mi cumpleaños. Pertenezco desde hace tres décadas a la Agencia
Internacional para la Regularización de la Existencia. No sé quién nos puso el
nombre pero creo que no estuvo acertado, a mí nunca me gustó. Son cosas de los políticos,
en una clara muestra de su hipocresía siempre buscan eufemismos para no llamar
a las cosas por su nombre. Nos podían haber llamado policía encargada de la
sostenibilidad de la sociedad, por ejemplo. Eso suena más serio. Y sería más
fácil comprender cuál es nuestra importante función.
Nuestro
trabajo es fundamental para el desarrollo eficiente de la humanidad, nadie lo
pone en duda. Gracias a la labor que hemos venido desarrollando en los últimos tiempos
la sociedad ha podido, primero, volver a los niveles de progreso que se
alcanzaron a finales del siglo XX, y después, superarlos ampliamente.
Hubo
un momento a principios del siglo XXI en que parecía que todo se iba al traste.
La gran crisis sorprendió a los países más ricos con el paso cambiado. Los más
prestigiosos economistas aventuraban una solución tras otra pero ninguna era la
buena. El estatus alcanzado por la sociedad empezó a degradarse muy deprisa. Cundió
el pánico. La gente contemplaba aterrada cómo se iba desmoronando todo lo que
parecía firmemente establecido. Lo que llamaban el estado del bienestar se
hundió en unos pocos meses. La riqueza de las naciones no alcanzaba ni para
educación, ni para sanidad, ni para mantener las pensiones de los jubilados. En
2015 la población mundial alcanzó los 7.500 millones de personas. En 2030 pasó
de 8.500 millones. Las previsiones apuntaban que en 2050 se llegaría a los
10.000 o incluso 11.000 millones. No había suficiente dinero para tanta gente. No
había casi espacio. Los adelantos técnicos, en vez de contribuir al bienestar
servían para eliminar puestos de trabajo. Las colas del paro cada vez eran más
largas. Se extendió la pobreza y resurgió el hambre en países que vivían
seguros de haber dejado atrás ese estado de cosas. Hubo revueltas, luchas
callejeras, se multiplicaron los robos y asesinatos. Los países intentaban
proteger cada uno su parcela y reverdecieron odios que se creían ya superados. Los
nacionalismos excluyentes rebrotaron con fuerza. Los Estados levantaron muros
en sus fronteras para detener la inmigración pero todos los esfuerzos
resultaron inútiles. Las masas ingentes que se movían de un lugar a otro
intentando encontrar un mundo mejor arrasaban con cualquier obstáculo que se
interpusiera en su camino. El viaje, además, no les llevaba a ningún sitio
porque no había lugar donde ubicarse, en todas partes se habían derrumbado las
estructuras que pudiesen mantener un mínimo de bienestar general. Nadie lo
reconocía abiertamente, pero se había instalado una especie de amarga
resignación ante un futuro de desolación. Se tenía la certeza de que nos
precipitábamos hacia una guerra de proporciones aterradoras. De hecho, los más
radicales pregonaban que era necesario emprenderla cuanto antes, pero las
máximas autoridades no se atrevían. Les retenía el convencimiento de que una
vez iniciada no habría nadie capaz de detenerla a tiempo y era previsible que
acabaría por eliminar a toda la humanidad.
La
solución llegó de Oriente. Allí saben cómo manejar estos temas, si hay gangrena
se amputa, de nada sirven los paños calientes. Los japoneses fueron los
pioneros en implementar las medidas y obtuvieron unos resultados tan
espectaculares que enseguida les copiaron todos los demás países. En pocos meses
la situación dio un giro de 180 grados.
Yo
me alisté en la primera promoción de mi país. Tenía 20 años, era fuerte y
estaba lleno de energía. Superé todas las pruebas a pesar de que eran
ciertamente exigentes. Nos prepararon a conciencia, no podíamos fracasar. Aún
recuerdo, como si fuera hoy, la emoción que sentí el primer día de trabajo. ¡Con
qué entusiasmo emprendimos nuestra decisiva misión!
Empezamos
por los terminales. Esos que se mantenían durante días y días entubados,
enganchados a una máquina, por la absurda idea de que había que intentar todo
lo humanamente posible para salvarlos. Un auténtico desatino, eran desechos sin
esperanza que suponían un despilfarro de millones para las arcas públicas.
Algunos médicos trataron de resistir, algunos familiares también. Lo intentaron
por la fuerza y por el soborno. No consiguieron nada, éramos los más fuertes y
éramos insobornables. Nos habían elegido bien. Superamos muchas pruebas antes
de conseguir formar parte de aquellos equipos de élite. Sabíamos lo que
teníamos que hacer y lo hacíamos. Llegábamos a los hospitales, a las clínicas,
incluso a las casas particulares de los más pudientes, desconectábamos los
aparatos, los inutilizábamos, si era preciso los destrozábamos, y se acabó. El
efecto fue radical, instantáneo, prueba de que aquel derroche era artificial y
no servía para nada, como mucho para tranquilizar algunas conciencias. El mundo
desmoronándose y ellos preocupados con sus ridículos problemillas de
conciencia.
Cuando
vieron que éramos implacables, muchos intentaron esconderse para continuar con
sus prácticas subrepticiamente. Empresa inútil, también nos habían entrenado para
esa eventualidad. Conocíamos sus argucias y siempre acabábamos localizándolos.
En unos meses no quedó ninguno y los resultados se hicieron patentes de modo
fulminante.
Las
cifras fueron altamente positivas, incluso espectaculares. Pero a pesar de ello
se demostraron insuficientes. Inmediatamente se decidió ampliar el espectro.
El
C.S.E., Comité de Sostenibilidad Existencial, asesorado por un grupo de
expertos, calculó que el tope tenía que establecerse en 85. La población que
superaba esa barrera se había disparado exponencialmente en los últimos años. Cuando
nos dijeron la cifra casi no la podíamos creer, era desmesurada. Los
economistas calcularon que corrigiendo ese extremo, los números cuadrarían.
Esta
segunda fase de la operación presentó mayores dificultades. Al iniciarla nos
encontramos ante un contingente de enormes proporciones, la longevidad se había
convertido en una terrible plaga. Fue necesario triplicar la plantilla para
enfrentar el asunto con garantías. Hasta que no conocimos el problema en
profundidad no pudimos darnos cuenta de la complejidad del mismo. Era
impensable que la sociedad pudiera sobrevivir con aquella tremenda rémora.
Absolutamente imposible. El saneamiento fue fácil en las residencias geriátricas,
es evidente, pero enseguida pudimos comprobar que el porcentaje que vivía en
aquellos centros era una ínfima proporción del total. La crisis los había
vaciado, no había dinero para mantenerlos allí y las familias habían vuelto a
hacerse cargo de los internos. En la mayoría de los casos para beneficiarse de
la pensión de los antiguos residentes. Muchas familias vivían del dinero que
percibían los ancianos. Una muestra más de hasta dónde había degenerado el
sistema. Ante esta situación, hubo que hacer el trabajo casa por casa. Aquí la
oposición que encontramos fue mucho mayor. Principalmente porque al efectuar el
servicio, la familia se quedaba sin la remuneración del ente interceptado.
Incluso nos encontramos más de un caso en el que el sujeto ya no existía. Se
había ocultado su desaparición para continuar percibiendo el subsidio. Gente
sin conciencia cívica. Anteponían su particular egoísmo al interés de la
comunidad.
Hicimos
una labor excelente, nos llevó tiempo y mucho esfuerzo, pero los resultados
compensaron tanto sacrificio.
Cuando
íbamos por las casas, algunos se escondían, otros intentaban falsificar sus
documentos, en los casos más extremos intentaron rechazarnos con gran
violencia. Todo inútil, teníamos los medios técnicos y humanos para detectar
las trampas o para enfrentarnos a los que pretendían oponerse a la ley. En
apenas un año no quedó nadie por encima del límite fijado.
A
pesar de la oposición que encontramos, llevamos a cabo el proceso de
sostenibilidad con gran profesionalidad y exquisito cuidado. Los sujetos, una
vez descubiertos y afianzados, eran conducidos a las C.T., Casas de Tránsito,
donde, en un entorno muy confortable, se les permitía prepararse para el viaje
durante unas horas en rigurosa intimidad. Después eran sedados dulcemente y ya
no despertaban. ¿Cuántos a lo largo de la historia no habrían suspirado por un
final tan agradable?
Una
vez dejamos expedita la franja señalada por los expertos, se confeccionó un
preciso censo para localizar con absoluta exactitud y precisión a los que iban accediendo
a la frontera. Todo quedó reducido a un simple ejercicio de mantenimiento.
Los
resultados fueron espectaculares, la sociedad dio un salto adelante en la
consecución del estado del bienestar como jamás se había logrado antes en toda
la historia de la humanidad. Tan extraordinarios fueron los efectos del plan
establecido que el Comité de Sostenibilidad Existencial decidió que había que continuar
avanzando en la misma dirección. La mejoría de las condiciones de vida animó a
la gente a tener más hijos y el aumento de la pirámide demográfica por la base obligaba
a reducirla por la cumbre. Era necesario hacer otro esfuerzo para que no se
malograran los éxitos alcanzados. Se planificó una exigente agenda de trabajos,
se organizaron numerosos encuentros, se analizaron múltiples alternativas, se
estudiaron a conciencia las diferentes posibilidades y se compararon infinitas
proyecciones. No se escatimó en medios, se contó con la participación de los
más eminentes economistas, matemáticos y físicos, incluso se invitó a dos
premios Nobel a participar en los debates. Ayudó mucho el hecho de que la
mayoría de los líderes mundiales tenía menos de 30 años. La conclusión de los
expertos fue que había establecer el límite en los 75.
Después
se rebajó a 62, y en la última revisión se fijó en 50.
Gracias
a estas medidas la humanidad está viviendo una época esplendorosa. Nunca antes
se habían alcanzado niveles de bienestar similares a los que disfruta en la
actualidad. Me siento muy orgulloso de haber contribuido con mi trabajo a este
estado de cosas.
Y
ahora me voy a preparar para mi viaje. Debo confesar que en un momento de
debilidad se me pasó por la cabeza la idea de intentar escapar, pero pronto la
rechacé, sé que es inútil. Mis compañeros son implacables y me encontrarían
rápidamente. Los aguardo con serenidad, saben que es mi cumpleaños y no
tardarán en venir a buscarme para acompañarme al Centro de Tránsito. Novela corta y Relatos en: "El crimen de Lainma y otros horrores".
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