El 14 de junio del 40 entraron en Tánger las
fuerzas españolas para hacerse cargo de la seguridad. Por entonces la ciudad
tenía unos 80.000 habitantes, 22.000
eran de los que llamábamos europeos, de ellos unos 15.000 españoles, 2.500
franceses, 1.200 italianos, 1.000 ingleses, y unos 1.000 de otras nacionalidades.
Las potencias europeas se estaban destrozando
entre ellas en una terrible guerra, Francia estaba ocupada, e Inglaterra
dedicaba todos sus esfuerzos a evitar la invasión de su territorio. España, en
tanto que país neutral, decidió unilateralmente que ejercer la autoridad en
Tánger era el mejor modo de garantizar la paz en la Zona.
Se suspendió el Estatuto y se anexionaron las
instituciones al protectorado español. Un tabor de la Mehalla de Tetuán entró
por el Charf y atravesó desfilando todo el Bulevar. El oficial que mandaba las
tropas cabalgaba al frente en un hermoso caballo negro. El sudor del animal
hacía brillar su piel de abenuz que contrastaba con el sulham blanco inmaculado con que el militar cubría su uniforme de
gala. Se había dejado crecer la barba y en su gorra de plato la estrella de
comandante había reemplazado a las de capitán. Luciendo una amplia sonrisa de
satisfacción, montaba erguido, mirando a un lado y otro, saludando con ligeros
movimientos de cabeza a las jóvenes que vitoreaban a las tropas desde las
aceras. Desfilaba ufano como gallo en corral, con la cresta alzada y las plumas
relucientes. Al verme se llevó la mano a la gorra en posición de saludo y me
hizo signos de que pasaría a visitarme.
Tardó más de tres meses en aparecer por la
librería. Me explicó que las labores de seguridad se habían encomendado a dos
tabores de Tetuán que debían turnarse cada seis meses. Como estaba en el primer
turno tenía que organizar muchas cosas y había estado extremadamente ocupado,
sin tiempo para venir a vernos.
- Ahora ya está casi todo regulado. Unos
pocos ajustes más y a vivir. Este destino es una perita en dulce, Casimiro. Por
lo que he podido colegir durante estos meses me lo voy a pasar de fábula. Desde
que llegué no han parado de invitarme a recepciones. Sólo he podido asistir a
dos pero cuando regrese en el siguiente turno no pienso perderme ninguna. Hay
un ambiente que ni me lo creo. Menudo ganado tenéis por aquí, amigo. Algo
espectacular. Si quieres venir te llevaré alguna vez, no te preocupes. Te
nombro agregado civil para leva y enganche - y se reía a grandes carcajadas-,
excelente trabajo, ¿eh?, de primera. ¿Cómo sigue su señora madre?, ¿ya no pone
la bandera?
Mi madre no se encontraba bien. Llevaba
varias semanas sin salir de casa, había perdido peso y daba la impresión de que
se le estaba yendo la vitalidad con gran rapidez. Nunca había querido tener una
mujer que le aliviase las faenas caseras pero ante la evidencia de su falta de
fuerzas no tuvo más remedio que aceptar ayuda.
Contratamos a una rifeña grande, sonrosada y
jarifa, que se llamaba Fetoma. Llevaba la cara y las manos tatuadas con dibujos
de líneas azules y lucía tres dientes de oro que destellaban como tres luceros
cada vez que se reía. De las orejas le colgaban dos arracadas mayúsculas, en
los brazos no le cabían más ajorcas y el tobillo derecho lo adornaba con un khalkhal de plata. Iba siempre descalza
y resultó ser una gran cocinera.
Fragmento de "Me quedé en Tánger", novela que se desarrolla en la ciudad de Tánger y el norte de Marruecos durante los dos primeros tercios del siglo XX.
Disponible en Amazon, en digital y en papel.
Opinión de lectores:
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