- Pues vas muy desorientado. Desde lo de Abarrán
el mes pasado todo ha ido a peor y muy deprisa. Los moros se han crecido. ¡Ahí
es nada!, recuperaron la posición en unas horas y se quedaron con una batería
de montaña completa. Ahora tienen cañones. Las tropas indígenas que había allí
se pasaron en masa al enemigo y esto no ha hecho más que empezar. He oído que
en unos días Abdelkrim ha multiplicado por cuatro sus fuerzas. Dicen que ya
cuenta con doce mil guerreros y se le siguen agregando otras tribus. Silvestre no
hace más que pedir refuerzos pero aquí no viene nadie, y eso que el General es
amigo del Rey desde hace tiempo. He oído que hace unos días, cuando estábamos
avanzando sin contratiempos, el monarca le envió un telegrama en el que
escribió: “¡Olé los hombres!, el veinticinco te espero”.
- ¿El veinticinco?
- Sí, el veinticinco de julio, día de Santiago.
Santiago matamoros nada menos, ¿no está bien pillado? El Rey quiere que el día
de Santiago matamoros lleguemos a Alhucemas y se acabe la guerra. Caprichitos
que tienen algunos. Por eso tantas prisas, para complacer al Rey. El General va
perdiendo el culo y nosotros pagamos las consecuencias. ¡El día veinticinco
nada menos!, así, sin más -dijo chascando los dedos-. Con las ansias por
cumplir ese plazo ha metido a las tropas en un agujero y ahora a ver cómo
salimos de allí. Para colmo nos llevan a nosotros para solucionarlo. ¡Fíjate la
pinta que tenemos!, esto no tiene ni pies ni cabeza. Lo que hace falta son
refuerzos de verdad, gente que sepa pelear.
- ¿Pero quién va a venir? -dije yo-, en el oeste,
cerca de Tánger, las tropas están ocupadas en atrapar a Raisuni, al que tienen
ya cercado. No creo que allí sobre nadie.
- ¡Pues que las traigan de la península! Yo no sé
de dónde las van a sacar, pero a nosotros nos han jodido bien. Ya os digo que
lo que pude escuchar ayer pone los pelos de punta. Si hubiera podido me habría
ido para España, aunque fuera nadando.
El ambiente que se respiraba era de pesimismo y
temor. Todos eran muy jóvenes y sin ninguna experiencia en el combate. La
mayoría permanecía en silencio, cabizbajos y fumando sin cesar. Yo iba sentado
en el extremo posterior de la camioneta y en cuanto aparecieron los primeros
rayos pude contemplar el paisaje por el que transitábamos a través de la polvareda
que levantaba el vehículo. Lo que se mostraba a mis ojos era un terreno árido y
de tonos mortecinos, mucho más seco que los montes que yo acostumbraba a
recorrer en la Yebala. De vez en cuando una pequeña choza en una ladera, otra
más arriba rodeada de chumberas, un escuálido rebaño de cabras, una mora que
nos contemplaba pasar bajo su gran sombrero de paja, alguna higuera solitaria,
retama baja y reseca. Y un horizonte de piedra.
Y sobre todo ello, el sol, el sol que ya abrasaba
la lona del camión y resecaba el garguero a esa hora tan temprana.
Cuando nos íbamos aproximando a nuestro destino
empezaron a sonar disparos, los temidos pacos. Paac…coo, y después otro,
paac…coo. Y otro. Aislados, desperdigados, a modo de tétrico saludo. Al avanzar
un poco más se intensificó el tiroteo y rápidamente se convirtió en un poderoso
estruendo. Alguien dijo que se estaba librando un combate en toda regla en las
proximidades del blocao de Igueriben, a la derecha de nuestro camino.
Fragmento de "Me quedé en Tánger", novela que transcurre en el norte de Marruecos en el siglo XX.
Disponible en Amazon en digital y papel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario