Así, entre chasqueo y ronquido, pasa la madrugada, hasta que
suena la alarma a las cinco y media. Volvemos a ser los primeros en abandonar
el catre, aunque no los primeros en salir al exterior. Alguno nos adelanta en
los preparativos.
Nos ponemos en movimiento cuando todavía es de noche, una
espléndida noche de temperatura excelente y con miles de estrellas sobre
nuestras cabezas. Afortunadamente hoy no nos han engañado con la hora de
apertura y podemos fortalecernos con un sólido desayuno.
Bajamos unas escaleras y salimos a la calle del Agua.
Hermosa vía jalonada a ambos lados de casonas que hablan de un pasado señorial
y próspero. Casi al llegar al final seguimos las flechas amarillas y nos
encontramos en el puente sobre el río Burbia. Aquí nos detenemos un momento
para disfrutar de la bellísima vista de Villafranca a la incipiente luz del amanecer.
Nada más reemprender el camino tenemos que decidir entre dos
alternativas, una flecha señala una empinadísima cuesta, otra lo que parece un
suave descenso bordeando el río. Nos inclinamos por la segunda opción y
recorremos unos kilómetros disfrutando del sonido del agua contra las piedras y
de la visión de la corriente, a ratos mansa,
torrentera a ratos.
Llegados a un punto, las flechas nos desvían en dirección al
arcén de una carretera nueva. Las obras de la autopista parece que han
provocado un desvío obligatorio en el Camino. Así recorremos varios kilómetros
por el arcén de esa carretera secundaria, aunque protegidos de los coches que
circulan a nuestro lado por un murete de hormigón. Esta carretera se cruza
varias veces con la autopista que se ha construido a una cota mucho más alta y
así nosotros la vemos transcurrir una y otra vez pero a decenas de metros por
encima de nuestras cabezas.
Nuestro lento caminar junto a los coches que nos pasan
veloces y nuestro pequeño tamaño junto a las enormes estructuras de hormigón,
nos terminan de sacar del mundo habitual. Estamos en otro mundo, en otra
dimensión, estamos en el Camino. Las medidas y las referencias son otras. El
tiempo es otro, el tempo es otro. Los objetivos son otros. Llegar, llegar, hay que
llegar, después sabremos adónde.
Por fin salimos de la carretera y caminamos por una pista
que se dirige hacia un pequeño bosque. Al poco de penetrar en él sentimos una
presencia que nos intranquiliza. Aunque ya hace mucho tiempo que amaneció, el
día está nublado, y al entrar en el bosque la frondosidad exuberante ha hecho
que la luz se atenúe hasta parecer que apenas está amaneciendo.
A la izquierda del camino, en un pequeño prado, hay un grupo
de vacas dormitando, pero lo que concentra nuestra atención es una figura que
está sobre la senda que tenemos que recorrer. A unas decenas de metros ante
nosotros, y agrandándose a cada paso que damos, sentado sobre sus cuartos
traseros, un animal inmóvil. No es negro, pero sí muy oscuro, de un color
desagradable, opaco, sin brillo, un color como de muerte. Fernando y yo nos
miramos, lo señalamos con la vista y nos trasmitimos un sentimiento de
inquietud. No hablamos por no enturbiar el silencio reinante. Renuncio a
golpear el suelo con mi cayado, lo sostengo sobre el brazo a modo de lanza.
Desearíamos que fuera un perro, pero parece demasiado grande para serlo. Sobre
su enorme cabeza unas orejas enhiestas denotan que la quietud del animal no es
producto del descanso sino de la tensión de la guardia. A pesar de la umbría,
podemos ver un brillo siniestro en unos ojos que no se dirigen directamente a nosotros
pero que sentimos que sólo están pendientes de nuestro caminar.
Nos gustaría dar media vuelta y alejarnos a toda prisa de
allí pero nuestra meta está al frente, más allá del animal. Nuestros pies nos
impulsan hacia adelante casi contra nuestra voluntad. Imperceptiblemente hemos
ido disminuyendo la velocidad de nuestra zancada, pero no podemos evitar que
nos vayamos acercando paso a paso al animal. Estamos en tierra de leyendas y me
vienen a la cabeza las del lobishome, los licántropos, los hombres con la
maldición del lobo. Al igual que él no nos mira directamente, tampoco nosotros
nos atrevemos a fijarle nuestra mirada. Mantenemos la vista en el camino,
vigilando la inmovilidad de la bestia con el perfil de los ojos.
Fragmento de Ochos días en el Camino, relato sobre el maravilloso Camino de Santiago.
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