El limpio y
recio repique de las campanas de la Catedral abrió una brecha en el sofocante
mediodía sevillano en el momento justo en que ponía el pie en la escalinata de
acceso al amplio portalón del Palacio Episcopal. Un fraile rechoncho, de ojos
vivarachos y rosados mofletes, le estaba esperando en la entrada. El religioso
desplegó una hospitalaria sonrisa y con gesto impaciente le abordó antes de que
llegara al zaguán:
-¿Don Íñigo
Núñez?
El recién
llegado, un hombre alto y corpulento, de anchas espaldas y porte regio, asintió
con un movimiento de cabeza y salvó los cuatro escalones de piedra en dos
zancadas.
A pesar del
calor vestía una capa corta encima de una almilla de inmaculado blanco, y calaba
sobre la abundante cabellera una boina bermeja adornada con una pluma azul de guacamayo.
Los pantalones negros bombachos los sujetaba bajo las rodillas con una cinta
del mismo color dejando a la vista las nervudas pantorrillas enfundadas en
medias también negras. La cerrada barba endrina le confería a primera vista un
aspecto adusto que se veía enseguida suavizado por una mirada franca y afable.
-Tenga vuesa
merced la bondad de acompañarme, Su Eminencia le está esperando.
Se introdujo el
monje en la umbría del palacio y precedió al visitante por una amplia sala que
daba acceso a un patio interior. Con cortos y rápidos pasos le condujo por un ancho
pasillo abovedado aledaño al claustro. En el centro del atrio, el chorro de una
fuente propagaba un refrescante sonido al rebotar contra la piedra del
basamento. El trino de unos pájaros invisibles acompañaba el rumor del agua. Al
llegar al final del pasillo el fraile giró a la derecha, atravesó otra gran
sala desierta y se detuvo ante una alta puerta de roble adornada con anclajes
de bronce. Golpeó dos veces con los nudillos, empujó suavemente la hoja y
doblando el cuerpo hacia delante, introdujo la cabeza por el hueco.
-Eminencia, Don
Íñigo Núñez está aquí.
-Hágale pasar -se
oyó una voz un tanto aflautada en el interior.
El clérigo se
apartó a un lado para dejar entrar al visitante, cerró la puerta por fuera y se
marchó.
El interior de
la habitación estaba en semipenumbra. Mientras acostumbraba sus ojos a la
escasa luz reinante vislumbró a un hombre de corta estatura que salía de detrás
de un gran escritorio y se acercaba hacia él con los brazos abiertos:
-Don Íñigo
Núñez, ¡que ganas tenía de conoceos! O mejor dicho, de veros de nuevo, porque
ya os conocí hace muchos años.
Cuando llegó
junto a él le extendió la diestra y el visitante la tomó e hizo una reverencia
hasta casi rozarla con sus labios.
-Buenos días,
Eminencia.
-Dejad que os
vea, desde luego no podéis negar que sois hijo de Don Diego, tenéis el mismo
fausto en la figura e idéntica prestancia, aunque bien es verdad que vos le
sobrepasáis largamente en estatura. Ya me advirtió vuestro progenitor que os
habíais convertido en un gallardo mozo. Y a fe que no era pasión de padre. Venid
a sentaros a este rincón de la estancia, que es el más fresco.
Le precedió
hasta una esquina en la que había una mesita redonda con tablero de taracea
flanqueada por dos sillones de cuero repujado, le señaló uno y tomó asiento en
el otro.
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