En 1967
la tierra estaba habitada por 3.600 millones de personas. En esa fecha, un
informe de la OCDE, "Population Control and Economic Developement",
establecía tres supuestos de crecimiento de la población mundial para el año
2050. Estos eran, 7.000 millones para la variante baja, 9.000 millones para la
media, y 11.000 millones para la alta. En el año 2013 ya hemos sobrepasado los
7.000 millones. Las últimas previsiones anuncian que alcanzaremos los 9.000
millones para el 2030. A este ritmo es previsible que superaremos con amplitud la
variante más alta, la más pesimista, en el 2050.
Este crecimiento
desorbitado no está regularmente repartido por el planeta. Naciones Unidas
prevé que en 2050 la mitad de la población mundial estará concentrada en tan
solo 9 países y 5 serán africanos. Según esas previsiones, Nigeria, que
actualmente ocupa la séptima plaza y es el único país africano entre los diez
primeros, pasará a ocupar el tercer lugar, desbancando a Estados Unidos. Los
restantes serán China, India (14% de población musulmana), Pakistán (95% de
musulmanes, más de 1.000 mujeres asesinadas “por honor” cada año, según la Pakistan´s
Human Rights Commission), República Democrática del Congo (mayoritariamente
cristiana), Etiopía (33% de musulmanes), Tanzania (35% de musulmanes), Estados
Unidos, Indonesia (90% de musulmanes), y Uganda (mayoritariamente católicos).
En
nuestros días, en Bangladés (90% musulmanes), el país con mayor densidad de
población del mundo, el 60% tiene menos de 25 años. En contraste, los países
europeos no hacen más que envejecer. En 2050, uno de cada tres europeos tendrá
más de 60 años, mientras en América Latina y Asia la proporción será del 25%. En
España el grupo de los menores de 25 no llega al 30%, siendo ya de un 23% el de
mayores de 60 años.
En Egipto
(90% de población musulmana) se producen cada año más de 2,5 millones de
alumbramientos, en términos proporcionales cuatro veces más que la media de los
países occidentales. En España el promedio de hijos por mujer es de 1,2. En
muchos países africanos pasa de 6, y la mayoría está por encima de 5.
Se está
produciendo desde hace décadas una explosión demográfica en unos países
mientras en otros los nacimientos apenas alcanzan a reemplazar las defunciones.
Los distintos sistemas sociales y de ámbito cultural no hacen más que
incrementar las diferencias. En países con sistemas de pensiones deficitarios o
inexistentes, el tener muchos hijos da una cierta esperanza de sustento para la
vejez. En España es justo lo contrario, durante los años de crisis, muchos
ancianos, con sus pensiones, han tenido que amparar a sus hijos y nietos. También
afecta a la tendencia la distinta forma de enfrentar el aborto. El Islam es
contrario al aborto, en ese sentido no se diferencia del cristianismo. La
diferencia está en que en la inmensa mayoría de los países musulmanes se
respetan los preceptos religiosos, mientras que en los occidentales no, y el
aborto se considera un derecho. Mientras “nosotras parimos, nosotras
decidimos”, en otras culturas deciden tener cinco, siete, o nueve hijos. El 97%
de los abortos practicados en España, más de 100.000 al año (13 millones en el conjunto
de Europa), se hacen bajo el supuesto de protección de la salud psicológica de
la madre.
Hace
pocas semanas, la prensa daba cuenta de que en Uttar Pradesh, el estado más
poblado de la India con unos 200 millones, se habían presentado 2,6 millones de
personas para optar a una oferta para cubrir 368 empleos públicos. Las
autoridades renunciaron a la entrevista personal porque calcularon que
necesitarían cuatro años a razón de 2.000 entrevistas diarias. Los requisitos
consistían en tener acabados los estudios primarios y saber montar en
bicicleta. Se presentaron 255 doctores, 25.000 posgraduados y 150.000
licenciados. Ante esas cifras nuestra crisis resulta risible.
Los
países más pobres son los que más crecen en población, mientras los más ricos
se estancan. En ese contexto el trasvase de personas hacia los países con más
oportunidades es inevitable por muchos muros que se levanten. En Europa está
pasando desde hace décadas y se ha acelerado dramáticamente en los últimos
años.
Esta
situación, siendo en sí misma un problema, se agrava hasta límites
insostenibles cuando los que llegan no se integran ni se adaptan a las
costumbres del país de acogida, sino que, o bien se aíslan en guetos donde
viven de modo muy similar a sus países de origen, o bien pretenden imponer su
modo de vida a la sociedad que les acoge. Estos colectivos son más vulnerables a
las crisis por educación, idioma, relaciones familiares, etc, y ello genera,
por comparación, una disposición a la revuelta. Son terreno propicio para prender
la llama de la radicalidad y la violencia. La juventud está siempre dispuesta a
comportamientos extremistas, y en juventud nos ganan por goleada.
Muchos de
estos jóvenes desarraigados se sentirán en mayor o menor medida próximos a los
que perpetran atentados contra intereses occidentales y desearán emularlos.
Dicen las
noticias que varios de los terroristas que han actuado en París son franceses.
No es cierto, son extranjeros con pasaporte francés. Son más extraños al
sentimiento francés que cualquier otro que nunca haya pisado suelo galo. Odian
todo lo que representa el modo de vida de un francés, un europeo, o un
occidental. Sus valores son otros. Durante años han ido rumiando el odio al
entorno en el que viven.
En los
años 30 del pasado siglo no todos los alemanes eran fanáticos nazis, pero la
mayoría se dejó arrastrar, o se puso de perfil, o comprendió, toleró o amparó a
los asesinos nazis. No todos los rusos era fanáticos estalinistas, pero la
mayoría se dejó arrastrar, o se puso de perfil, o comprendió, toleró o amparó a
los asesinos estalinistas. Podemos decir lo mismo de lo sucedido en China, en
Japón, en Ruanda, o en Camboya. La mayoría de sus habitantes querrían la paz,
pero eso no impidió que se produjeran millones de muertes. Es evidente que la
mayoría de los musulmanes son pacíficos y lo que desean es vivir en paz, pero
unos pocos fanáticos asesinos pueden arrastrar a muchos miles de prosélitos,
mientras otros cientos de miles de pasivos congéneres se dejarán arrastrar, o
se pondrán de perfil, o comprenderán, tolerarán o ampararán la violencia. Nos
lo enseña la historia una y otra vez. Y otra. Y otra. El ser humano es así.
Todos los
pueblos tienen señas con las que se identifican, idioma, cultura, religión,
modo de vida, costumbres, gastronomía, forma de vestir, aspecto físico, y un
sinfín de características que, si lo desean o lo necesitan, les sirve para
agregarse a unos colectivos y separarse de otros. Las minorías violentas apelan
a esas diferencias para seducir a las mayorías y suelen tener un éxito rotundo.
Europa se
ha ido llenando de inmigrantes que buscaban una vida mejor que la que padecían
en sus lugares de nacimiento. Los que se han integrado han contribuido a
enriquecer a la sociedad, siempre la unión y la fusión son enriquecedoras. Los
que no se han integrado han generado un grave problema. Viven entre nosotros
pero no conviven. El rechazo engendra odio y el odio agresividad y venganza. “Es
triste condición humana que más se unen los hombres para compartir los odios
que para compartir un mismo amor”, decía Jacinto Benavente. Y odiar significa
sentir aversión por la simple existencia del otro, desear eliminarlo. Si además
eliminar al otro está premiado con el Paraíso ¿cómo se puede detener esta
deriva? Si los expertos no tienen ni idea, yo tampoco.
Solo se me
ocurre bucear en el saber milenario del refranero popular, ese pozo inagotable
de sapiencia acumulada a lo largo de los siglos. Ya que una de las partes apela
a Dios para sus fechorías, un buen consejo sería: “Cada uno en su casa y Dios
en la de todos”. Difícil en un mundo global.
¿Qué tal,
entonces? :”Si vas a Roma haz lo que los romanos”. Si vienes a Europa haz lo
que los europeos. Con eso sería suficiente.
No sé si
me harán caso. El virus del odio se extiende muy deprisa y no conocemos la
vacuna. Es posible que tengamos que convivir con él mucho tiempo.
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