Da la impresión, a veces, que una novela debe
tener muchas páginas para que los editores se decidan a publicarla y los
lectores a comprarla. Basta darse una vuelta por las estanterías de las
principales librerías para observar que la mayoría de los libros que se exhiben
en los lugares preferentes son de lomos gruesos o muy gruesos. Muchas van de
las 500 a las 1.000 páginas y algunas sobrepasan esa extensión. Como si se
vendieran al peso, si un libro tiene menos de 300 páginas puede parecer que
queda escaso y algunos pensarán que debe tratarse de una novelilla de poco
mérito. No debería ser así.
Hace cuatro siglos ya lo advirtió Baltasar
Gracián:
“No consiste la perfección en la cantidad,
sino en la calidad. Todo lo muy bueno fue siempre poco y raro, es descrédito lo
mucho. Estiman algunos los libros por la corpulencia, como si se escribiesen
para ejercitar antes los brazos que los ingenios. La extensión sola, nunca pudo
exceder de medianía, y es plaga de hombres universales por querer estar en
todo, estar en nada.”
Valga como ejemplo una
pequeña relación de grandes novelas, (algunas, obras maestras), que triunfaron
en su momento o han quedado para la posteridad, en las que sus autores apenas
si llegaron a las 200 páginas o se quedaron muy por debajo de esa cantidad.
El
extranjero – Albert Camus
Hoy, mamá ha muerto.
O tal vez fue ayer, no sé. He recibido un telegrama del asilo: “Madre muerta.
Entierro mañana. Condolencias.” Esto no significa nada. Tal vez fue ayer.
La metamorfosis – Franz Kafka
Una mañana, tras un sueño
intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto.
Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la cabeza, vio su
vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el cual casi
no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de resbalar hasta el suelo. Numerosas
patas, patéticamente delgadas en comparación al grosor normal de sus piernas,
se agitaban sin concierto.
El gran Gatsby – F. Scott Fitzgerald
En mi primera infancia mi padre me dio un consejo que, desde
entonces, no ha cesado de darme vuelta por la cabeza. “Cada vez que te sientas
inclinado a criticar a alguien -me dijo- ten presente que no todo el mundo ha
tenido tus ventajas…”
El
coronel no tiene quien le escriba – Gabriel García Márquez
El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había
más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en
el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla
hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café
revueltas con óxido de lata.
Crónica
de una muerte anunciada – Gabriel García Márquez
El día en que lo
iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5,30 de la mañana para esperar el
buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de
higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el
sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros.
Pedro Páramo – Juan Rulfo
Vine a Comala porque
me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo
le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en
señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plan de
prometerlo todo.
El lobo
estepario – Hermann Hesse
Contiene este libro las anotaciones que nos quedan de aquel
hombre, al que, con una expresión que él mismo usaba muchas veces, llamábamos
el lobo estepario. No hay por qué examinar si su manuscrito requiere un prólogo
introductor; a mí me es en todo caso una necesidad agregar a las hojas del lobo
estepario algunas, en las que he de procurar estampar mi recuerdo de tal
individuo.
La
familia de Pascual Duarte – Camilo José Cela
Pascual Duarte, a
fuerza de llevar tiempo y tiempo sin mudarse de ropa, estaba sucio y casi
desconocido. Muy limpio, no lo fuera nunca, bien cierto es, pero tan sucio como
últimamente andaba tampoco era natural.
El
principito – Antoine de Saint Exupery
Cuando yo tenía seis
años vi una vez una lámina magnífica en un libro sobre el Bosque Virgen He aquí
la copia del dibujo.
La isla
del tesoro – Robert Louis Stevenson
El squire Trelawney, el doctor Livesey y
algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo
referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la
posición de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas.
El aleph
– Jorge Luis Borges
En Londres, a
principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de
Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720)
de la Ilíada de Pope.
El
alquimista – Paulo Coelho
El muchacho se
llamaba Santiago. Comenzaba a oscurecer cuando llegó con su rebaño frente a una
vieja iglesia abandonada. El techo se había derrumbado hacía mucho tiempo y un
enorme sicomoro había crecido en el lugar que antes ocupaba la sacristía.
El niño
del pijama de rayas – John Boyne
Una tarde, Bruno
llegó de la escuela y se llevó una sorpresa al ver que María, la criada de la
familia -que siempre andaba cabizbaja y no solía levantar la vista de la
alfombra-, estaba en su dormitorio sacando todas sus cosas del armario y
metiéndolas en cuatro grandes cajas de madera; incluso las pertenencias que él
había escondido en el fondo del mueble, que eran suyas y de nadie más.
El viejo
y el mar – Ernest Hemingway
Era un viejo que
pescaba solo en bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no
cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho.
Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le
habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la
mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote
que cogió tres buenos peces la primera semana.
El adversario - Emmanuel Carrère
La mañana del sábado 9 de enero de 1993, mientras Jean-Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asistía con los míos a una reunión pedagógica en la escuela de Gabriel, nuestro hijo primogénito.
Señora de rojo sobre fondo azul (y otras varias) – Miguel
DelibesEl adversario - Emmanuel Carrère
La mañana del sábado 9 de enero de 1993, mientras Jean-Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asistía con los míos a una reunión pedagógica en la escuela de Gabriel, nuestro hijo primogénito.
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