Ludovico bajó los escalones del pórtico, dio unos pasos
esquivando los restos de maderos humeantes y se detuvo apoyado en el bordón.
Contempló con horror los restos de la masacre.
El campanario se había derrumbado arrastrando toda la
fachada izquierda del templo. Las enormes piedras ennegrecidas por el humo se
hallaban esparcidas conformando un desgarrador conjunto. Se asombró de no poder
localizar las campanas que había oído caer durante la noche. Un gran charco de
agua sucia llenaba el lugar donde, probablemente, habían impactado contra el
suelo.
Levantó el brazo para despedirse de su amigo, el viejo monje
guardián, y éste le correspondió enviándole su bendición, haciendo con la mano
tres veces la señal de la cruz. Después el anciano se giró y regresó a las
ruinas de la iglesia.
Ludovico se santiguó y emprendió la marcha con rapidez por
las callejas salpicadas de cadáveres, entre los rescoldos del atroz incendio.
Pronto se encontró fuera de la villa.
Caminó envuelto en un espeso silencio; se diría que hasta
los pájaros habían huido espantados por la crueldad de la batalla.
Durante un buen rato, los únicos sonidos que le acompañaron
fueron el del roce de sus piernas contra los sayones de la capa y el del
golpeteo del bordón contra el suelo.
El sol despuntando frente a él le infundió un hálito de
esperanza. Entre el caos de destrucción, dolor, muerte y desesperanza, al menos
el astro de vida volvía con su normalidad cotidiana
Aún no se explicaba cómo era posible que continuara entre
los vivos. Sin duda habría intervenido el Apóstol, no existía más explicación.
Ahora se volvía a sentir deudor del Santo. Había sido capaz
de saldar la deuda por su hijo Jacobo pero asumía que había contraído una
nueva.
Al llegar a la parte alta del monte, desde donde dos días
antes había divisado con gran gozo la villa, se detuvo a descansar y a contemplar
lo que había dejado atrás.
Sentado en una roca observó con detenimiento todo cuanto se
ofrecía a sus ojos.
La tormenta había pasado como un gigante que hubiese
limpiado todo a su paso. El cielo lucía un azul intenso, profundo y limpio, ni
la más pequeña nube había quedado atrás. Se podía distinguir con nitidez a
muchas leguas de distancia. Tan sólo en la dirección de la ciudad se
interrumpía la nítida visión con las columnas de humo que se elevaban hacia el
cielo, allá a lo alto. Subían y
subían debilitándose a medida que alcanzaban altura pero resistiéndose a
desaparecer completamente. Se diría que eran señales que avisaban, lo más lejos
posible, a todas las buenas gentes de los alrededores, del horror sufrido.
Fragmento de "La frontera de los dioses", novela histórica que se desarrolla en la Edad Media, en tiempos de Almanzor. Disponible en Amazon.
No hay comentarios:
Publicar un comentario