La cerrada y abundante barba negra destacaba sobre
la alba vestimenta agigantando las proporciones de su redondo rostro. Nos
señaló un hueco donde sentarnos y nos dirigió una larga parrafada de salutación
y buenos deseos.
Nos dijo que el padre de Hamido era un buen amigo
suyo desde los tiempos en los que estuvo residiendo en Tánger y que se sentía
halagado de recibir a su hijo primogénito junto al amigo español que “era como
su hermano”. Unos esclavos negros nos aproximaron una bandeja con varios
vasitos de té y estuvimos escuchando en silencio durante más de una hora. Y
asintiendo a todo lo que quiso decirnos, incluso a lo que no me gustaba.
Habló con voz ronca, casi subterránea, durante un
tiempo que se me hizo interminable sin que nadie osara interrumpirle. Sus
labios, gruesos como salchichas, apenas se movían para dejar escapar un
discurso pausado y monótono que aparentaba no tener fin. Sujetaba en las manos
un tasbith con cuentas de ámbar negro
que deslizaba sin cesar entre sus recios dedos. Parecía tener una memoria
prodigiosa porque adornaba sus explicaciones con anécdotas, fechas y nombres
sin un solo titubeo.
Nos dijo que su pueblo lo había elegido a él como cherif porque era descendiente de cherifes y él tenía el sagrado deber de
proteger a su gente. Desde que sus manos tuvieron la fuerza necesaria para
sostener un rifle, antes de que aparecieran pelos en su cara, se había impuesto
la tarea de amparar y liderar a su pueblo. Alá le había concedido la baraka, la gracia bendita, la gente de
Yebala lo sabía y por eso su palabra era ley. Si él ordenara a algún hombre que
se dejase matar, el señalado no haría preguntas y obedecería sin rechistar. Así
estaba dispuesto.
- Los extranjeros quieren imponernos su justicia
-decía-, pero son ignorantes, porque no pueden cambiar la naturaleza de las
cosas. ¿Cómo puede un hombre juzgar lo que no entiende? Si me traen un ladrón y
queda probada su culpabilidad, allí mismo hay un esclavo preparado con el hacha
para segarle el brazo. De un solo tajo se lo corta y a continuación le empapa
con brea el muñón.
- Los extranjeros -proseguía-, dependen del juicio
de hombres que pueden ser comprados, ¿puede llamarse a eso justicia? Les
atemorizan unas cuantas cabezas empaladas en las murallas porque no saben que
la gente se olvida pronto del que está oculto en una celda, pero tienen muy
presente la cabeza cortada luciendo sobre una pica. Si ves una infección
venenosa lo mejor es cortar por lo sano enseguida, en vez de hacer muchos
cortes inútiles. Los extranjeros quieren hacer de nosotros buenos europeos pero
sólo conseguirán hacer malos árabes. Si se separa a un hombre de sus creencias
se queda sin suelo bajo sus pies.
Hablaba sin trazas de fatiga, con un verbo que se
asemejaba al torrente de un arroyo, constante e invasor, como hablan los
hombres que se imponen a sus semejantes, envolviéndolos y abrumándolos con su
verbosidad.
- Si alguien quiere llegar pronto al cielo -nos
dijo-, no tiene más que solicitar estar a mi lado en las batallas. Las balas
que me disparan se desvían antes de alcanzarme, para pasar a mis costados. En
nombre del Dios Misericordioso, el Único, el que Todo lo Sabe y Todo lo Puede,
tenemos que ver nuestra tierra libre de extraños que quieren arrebatarnos
nuestras riquezas para llevárselas a sus países. Tenemos que vernos libres de
esos que mantienen a nuestro pueblo sumido en la miseria mientras nos saquean
con absoluta impunidad.
Fragmento de "Me quedé en Tánger", novela que transcurre entre Tánger y el norte de Marruecos durante la primera mitad del siglo XX.
Disponible en Amazon, en versión digital y en papel.
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