En
la posición conquistada se hicieron fuertes y aguantaron varias semanas el
acoso de las tropas soviéticas. La artillería enemiga machacaba constantemente
y la infantería lanzaba ataques esporádicos que ellos conseguían rechazar una y
otra vez. El paisaje nevado se iba sembrando de hombres abatidos. El frío iba
siendo cada vez más difícil de soportar.
Sostuvieron
el emplazamiento varios días, cada vez con más dificultades. Una mañana, a
Daniel le tocaba entrar de guardia antes del alba, la noche y el silencio reinaban
sobre el frente, solo el frío parecía existir en aquella silente tenebrosidad.
Un frío intenso, terrible, como nunca antes había sufrido. Le quemaba los
párpados, los pómulos y la frente, le agarrotaba las manos y los pies, le crispaba
los músculos provocando un agudo dolor, penetraba hasta las entrañas como un
estilete helado. Antes de ponerse en movimiento tuvo que golpearse con las
manos en los brazos, los hombros, las piernas y el pecho. Caminó hacia el
puesto con dificultad, a cada paso los pies se le hundían en la nieve. En la negrura
de la noche no conseguía ver al soldado que tenía que relevar. Lo conocía bien,
era Guillén, un chico de Jaén con el que coincidió en el dormitorio de Grafenwörh.
Pequeño y dicharachero, siempre estaba de buen humor y dispuesto a ayudar a
quien lo necesitara. Lo estuvo buscando un rato y lo llamó repetidamente
procurando no alzar mucho la voz porque el enemigo estaba cerca, pero el otro
no daba señales, por un momento llegó a pensar que se había equivocado y pasó
unos minutos comprobando que efectivamente estaba en el lugar adecuado. Era
allí donde tenía que estar su compañero. Llamó al cabo y este a otros dos
soldados, entre todos continuaron buscando por los alrededores sin encontrar el
menor indicio. El centinela había desaparecido.
Fragmento de "El infierno de los inocentes", libro disponible en Amazon en formato digital.
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