Se
organizó el orden de marcha, nos encomendamos al Señor, y se dispuso todo para
iniciar la salida cuando hubiera la máxima oscuridad, allá por la medianoche.
Entonces eché en falta a Matías, pregunté a algunos pero nadie lo había visto
desde hacía rato. Decidí recorrer las estancias de palacio por si le había
ocurrido algún percance. Lo encontré en una de las más apartadas, durmiendo
plácidamente en el regazo de su india gorda, con una expresión de bendita
felicidad. Habían yacido durante toda la tarde y después se había quedado
profundamente dormido. La mujer sabía que nos íbamos pero no quería
despertarlo.
-¡Despierta!
-le grité-, ¿qué haces ahí?, nos estamos yendo.
Me
sonrió beatíficamente y dijo:
-¿Y
qué más da?
Lo
zarandeé para acabar de espabilarlo y tuvimos que correr para integrarnos en la
tropa que ya esperaba nerviosa a que se abrieran las puertas.
Justo
cuando nos incorporamos, abrieron el portón principal y se inició la salida.
En
vanguardia se colocaron los capitanes Gonzalo de Sandoval y Diego de Ordaz con veinte
de a caballo, ciento cincuenta soldados y cuatrocientos tlaxcaltecas, llevando
el puente prefabricado. Después iban Francisco de Saucedo y Francisco de Lugo,
con cien soldados, y orden de acudir a donde hiciera falta su ayuda. En el
centro de la columna iban Cortés, Cristóbal de Olid, varios capitanes más, Malintzin,
doña Elvira la hija de Maxixcatzin, las mujeres de Castilla, la familia de
Motecuhzoma, su hijo Chimalpopoca, dos hijas, un hermano, los prisioneros
notables, trescientos tlaxcaltecas y doscientos soldados, Matías y yo entre
ellos. Cerraban la marcha Pedro de Alvarado y Juan Velázquez de León,
comandando al resto de la tropa, el grueso de los indios aliados, y las mujeres
del servicio.
Fue
la noche del 30 de junio de 1520. Al primer canal llegamos sin incidentes. El
cielo estaba muy nublado, lloviznaba, marchábamos en silencio, procurando no
alertar. Colocamos el puente y fuimos pasando al otro lado. Justo cuando estaba
atravesándolo nuestro grupo, sonó como un aullido en la oscuridad,
inmediatamente se organizó un estruendo de caracolas, trompetillas, atabales, y
gritos anunciando nuestra partida. De todas partes surgieron miles de indios,
por tierra y por la laguna con sus canoas, lanzando dardos y varas desde las
azoteas, atacando con las macanas por la calzada, se nos vinieron encima por
todos los lados. Concentraron su mayor ataque en el puente, con ánimo de
quebrarlo, y eran tantos y con tanto ardor que no éramos capaces de
rechazarlos. Tardaron poco tiempo en remover los maderos y nos dejaron
divididos en dos grupos. Los que habíamos conseguido salvar el primer obstáculo
nos encontramos con otro canal sin tener medios para pasarlo. Dos caballos
resbalaron y se precipitaron al agua, tras ellos fueron cayendo otros hombres
con sus armas, y parte de la artillería, y mujeres, y naborías, y tamemes con
sus fardos. En unos pocos instantes se llenó el canal de personas que se
aplastaban unas a otras. Muchos pasaron andando sobre los cuerpos de los que
habían caído. Los que ya habíamos cruzado intentamos volver para ayudar pero
había tantos indios cerrándonos el paso que tuvimos que desistir. A Matías le
dieron un tajo en el brazo y le quedó inútil, no podía sostener la rodela. Le
dije que se pusiera a mi espalda para protegerse y vino otro por detrás y le
clavó una lanza en el costado. Cayó al suelo con un aullido de dolor. De un
golpe sajé la cabeza del que le había alanceado y me defendí como pude de otros
tres que me rodeaban. Cargué a Matías sobre un hombro e intenté alejarme, pero
al momento se me vinieron encima los tres y me derribaron. Al caer al suelo,
volvieron a alancear a Matías, si algo le quedaba de vida, allí la entregó. Al
ver a mi amigo muerto y yo debajo de los tres indios a punto de sucumbir, me
entró como un ataque de furia, empujé con más fuerzas de las que tenía a los
tres hombres y los lancé hacia atrás, me incorporé de un salto y atravesé a dos
con mi espada. Tan grande fue el esfuerzo que hice, que después quedé por unos
instantes como inerte, casi no podía sostenerme sobre las piernas. El tercero me
golpeó con su macana y volví a caer a tierra. Lo tenía encima dispuesto a
descargar otro golpe cuando le asomó la punta de una espada por el pecho. La
brava María de Estrada lo había atravesado con su acero. Me ayudó a
incorporarme y tuve tiempo de cerciorarme de que Matías estaba bien muerto, al
menos no tendría que sufrir el tormento de la piedra. Allí acabó su aventura,
tenía veinte años. Demasiado joven para morir. Quizás es que Dios se lleva
jóvenes a los que más aprecia.
Los
de a caballo volvieron grupas para intentar auxiliar a los que habían quedado
cortados al otro lado del canal, pero la multitud de indios hacía imposible
cualquier tentativa de lograrlo. Nos vimos obligados a seguir corriendo en
dirección a tierra firme y abandonar a los demás a su suerte. Aún tuvimos que
atravesar otro canal que pudimos vadear con el agua al cuello. Por allí los
indios, aunque seguían persiguiéndonos, habían aflojado el acoso, parecía que
se concentraban en acabar con los que quedaron aislados sin posibilidad de
salir. Miré a los que venían detrás y vi a un pequeño grupo de seis tlaxcaltecas
y cuatro soldados que acababan de salvar el segundo canal, corrían hacia
nosotros perseguidos por un numeroso grupo de mexicas que les pisaban los
talones. El que iba en cabeza era Pedro de Alvarado, el Tonatiuh, venía
corriendo con la lanza en la mano y llegó el primero al tercer canal, cuando
estuvo casi en el borde, apoyó la pica en el centro de la acequia y sujetándose
a ella con fuerza, aprovechó el impulso que traía para dar un salto fenomenal y
colocarse al otro lado de la calzada. Fue asombroso, pareció que volaba por
encima del agua. Traía el rostro lleno de heridas y el blusón totalmente
ensangrentado, creo que fue el último que pudo cruzar. Nos reunimos todos los
que habíamos salvado el último obstáculo y continuamos la escapada todo lo
deprisa que nos permitían nuestras maltrechas piernas.
Pasamos
por Popotla sin detenernos, ya al final de la calzada, y no nos dimos un
pequeño respiro hasta llegar a Tacuba. Allí intentamos organizarnos, pero era
todavía de noche y estábamos desorientados, nadie sabía qué dirección había que
tomar. Uno de los tlaxcaltecas dijo que él conocía la zona y podía sacarnos de
allí evitando los caminos más transitados. Se puso en cabeza y proseguimos la
marcha. Las primeras luces del alba del uno de julio de 1520, día de Santa
Ester, nos alumbraron en las cercanías de un pequeño templo, allí Cortés mandó hacer un alto para intentar recomponer el grupo, hacer alarde, y saber cuántos eran los que
no habían podido pasar. A primera vista, era fácil aventurar que no estábamos
ni un tercio de los que habíamos iniciado la salida. A los primeros que echamos
a faltar fue a la familia de Motecuhzoma y a los nobles que los acompañaban. Es
de creer que fueron a por ellos antes incluso que a por nosotros. Malintzin y
Aguilar, los farautes, habían conseguido salvarse. No estaba el capitán
Velázquez de León, tampoco el capitán Francisco de Lugo. Busqué a Orteguilla y
tampoco lo hallé, el pobre chico debió quedar atrapado en el canal. La Santa
Madre de Dios lo acogería en su seno. Mucho lo sentí, le había tomado gran
aprecio. Fue un chaval muy espabilado, su labor junto a Motecuhzoma nos fue de
mucha utilidad. No se limitaba solo a traducir, aportaba sus opiniones y era
apreciado por su buen juicio. Por su intermediación se allanó más de un
conflicto. Tengo por seguro que hubiera llegado a ser un hombre de provecho si
la fortuna lo hubiera respetado. En fin, no conocemos los designios del Señor.
A
otro que se echó en falta enseguida fue al nigromante Blas Botello, algunos
quisieron preguntarle si íbamos a poder escapar y cuando lo buscaron no lo hallaron.
Su predicción de muerte resultó certera para él mismo.
Contamos
veintitrés caballos, todos heridos, de los más de ochenta que tuvimos. En
palacio éramos mil cien hombres y seis mujeres de Castilla, allí hicimos un
recuento de cuatrocientos hombres y María de Estrada, mi salvadora, tan brava
que ningún indio pudo con ella. Unos pocos más fueron llegando durante las
primeras horas, los que se habían extraviado por los maizales, heridos,
maltrechos, a punto de desfallecer. De los tlaxcaltecas debieron caer unos dos
mil, y de las mujeres de servicio creo que no salvó ninguna, los que venían en
retaguardia fueron los más perjudicados, la mayoría cayó en la calzada, y unos
pocos regresaron al palacio para intentar una resistencia desesperada e
inútil.
Toda
la artillería se había perdido, todo el oro, la impedimenta, gran cantidad de
armas, fue una noche muy triste. La noche triste.
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