El
rey estaba muy deprimido:
-¿Ahora
venís a buscarme? -dijo-, ahora ya no es tiempo. Mi pueblo ya ha elegido a otro
rey, ahora obedecen a Cuitláhuac, a mí me han perdido el acatamiento. Hace
varios días que han entronizado a un primo mío. Ahora es a él al que obedecen.
Poco puede hacer Motecuhzoma.
Cortés
insistió y le convenció para que dirigiera unas palabras a su pueblo. El Tlatoani
accedió al fin y subió a una de las azoteas acompañado por varios capitanes.
Estos le iban protegiendo con las rodelas para evitar que le alcanzase alguna
piedra o dardo de los que no cesaban de lanzar.
Medio
tapado por los escudos y rodeado de tantos hombres, Motecuhzoma inició un
discurso, pero enseguida un griterío frenético ahogó sus palabras. La gente que
había abajo no quiso escuchar nada y reaccionó aumentando el lanzamiento de
flechas y piedras. Una de estas se coló por entre el hueco que dejaban las
rodelas e impactó sobre la frente del Tlatoani. Lo retiramos rápidamente con la
sangre corriéndole por el rostro. Lo llevamos a su aposento y los sacerdotes intentaron
hacerle una cura. Pudieron restañarle la sangre que le manchaba la cara, pero
no la que le ahogaba el alma, jamás había imaginado que algún día su pueblo
pudiera volverse contra él.
La
mayoría de nosotros estábamos maltrechos, y los que se dedicaban a intentar
sanarnos las heridas no tenían descanso. Con los de Narváez habían venido seis
mujeres de Castilla, y ellas también contribuyeron en la defensa, la que más,
una llamada María de Estrada, mujer aguerrida y brava, ya no muy joven, de gran
fortaleza y ánimo extraordinario. No se cansaba de alentar a los hombres y de
ocupar el lugar de alguno si lo veía desfallecer. Si cualquiera de los que
combatían en primera fila caía herido, le ayudaba a refugiarse en el interior
del palacio, y si era preciso lo cargaba sobre su hombro para trasladarlo a un
lugar cubierto. Jamás la vi desfallecer en todos los días que duró el asedio. No
la espantaban los indios porque ya había convivido cinco años con ellos. El
barco en el que venía hacia La Española naufragó antes de llegar, y los
supervivientes acabaron en una playa de la isla de Cuba cuando todavía no
estaba pacificada. Los indígenas mataron a todos los hombres, y a ella un
cacique la tomó como esclava. Estuvo viviendo así cinco años, hasta que la isla
fue conquistada. Era más dura que muchos hombres.
En
el cuidado de los heridos se distinguió sobremanera otra de aquellas mujeres. Tan abnegada como la anterior, estuvo tres días trabajando sin descanso, día y
noche sin dormir, suturando cortes y recomponiendo fracturas. Para las curas
solo disponíamos de agua, paños, y poca cosa más. Ella ponía las manos sobre
las heridas, musitaba unas oraciones, elevaba unas plegarias al Señor, y a las
pocas horas las heridas cicatrizaban. Era cosa de admirar. Isabel Rodríguez se
llamaba, como mi Sabelilla, ¡qué hubiera yo dado en aquellos momentos por
sentir sobre mi cuerpo las manos de mi Sabelilla!
Había
otros dos hombres que también curaban con ensalmos. Si no hubiera sido por
ellos, muchos no habrían aguantado en pie los días de asedio. Tal vez todos
habríamos muerto. ¿Quién puede saberlo?
Pero nadie pudo sanar a Motecuhzoma. El impacto le había
destrozado el corazón, desde que fue herido dejó de hablar, se negó a comer y
beber, rechazó los cuidados de sus servidores, se hundió en un pozo de
desconsuelo.Fragmento de "Con el alma entre los dientes", novela sobre la conquista de México y Perú, disponible en Amazon.
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![CON EL ALMA ENTRE LOS DIENTES: De Tenochtitlán a Cajamarca de [Molinos, Luis]](https://images-eu.ssl-images-amazon.com/images/I/51eDJeHQnOL.jpg)
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