miércoles, 21 de junio de 2017

Terrorismo y superpoblación

En 1850 la población mundial alcanzó los mil millones de habitantes. En 1930 llegó a los 2.000 millones. En 1960 se sobrepasaron los 3.000 millones. Hoy, en 2017, ya somos 7.500 millones.
En 1967, un informe de la OCDE, "Population Control and Economic Developement", establecía tres supuestos de crecimiento de la población mundial para el año 2050. Estos eran, 7.000 millones para la variante baja, 9.000 millones para la media, y 11.000 millones para la alta. La primera variante la hemos superado con casi cuarenta años de adelanto. Las últimas previsiones se corrigieron y ahora anuncian que alcanzaremos los 9.000 millones, la variante intermedia, para el 2030. A este ritmo es previsible que superaremos con amplitud la variante más alta, la más pesimista, en el 2050. En apenas 200 años la población mundial habrá crecido en más de 10.000 millones de seres. ¿Cuánto más puede aumentar?
Este crecimiento desorbitado no está regularmente repartido por el planeta. Naciones Unidas prevé que en 2050 la mitad de la población mundial estará concentrada en tan solo 9 países y 5 serán africanos. Según esas previsiones, Nigeria, que actualmente ocupa la séptima plaza y es el único país africano entre los diez primeros, pasará a ocupar el tercer lugar, desbancando a Estados Unidos. Los restantes serán China, India (14% de población musulmana), Pakistán (95% de musulmanes, más de 1.000 mujeres asesinadas “por honor” cada año, según la Pakistan´s Human Rights Commission), República Democrática del Congo (mayoritariamente cristiana), Etiopía (33% de musulmanes), Tanzania (35% de musulmanes), Estados Unidos, Indonesia (90% de musulmanes), y Uganda (mayoritariamente católicos).
En nuestros días, en Bangladés (90% musulmanes), el país con mayor densidad de población del mundo, el 60% tiene menos de 25 años. En contraste, los países europeos no hacen más que envejecer. En 2050, uno de cada tres europeos tendrá más de 60 años, mientras en América Latina y Asia la proporción será del 25%. En España el grupo de los menores de 25 no llega al 30%, siendo ya de un 23% el de mayores de 60 años.
En Egipto (90% de población musulmana) se producen cada año más de 2,5 millones de alumbramientos, en términos proporcionales cuatro veces más que la media de los países occidentales. En España el promedio de hijos por mujer es de 1,2. Las cifras son similares en el resto de países de la UE. En muchos países africanos pasa de 6, y la mayoría está por encima de 5.
Se está produciendo desde hace décadas una explosión demográfica en unos países mientras en otros los nacimientos no alcanzan a reemplazar las defunciones. Los distintos sistemas sociales y de ámbito cultural no hacen más que incrementar las diferencias. En países con sistemas de pensiones deficitarios o inexistentes, el tener muchos hijos da una cierta esperanza de sustento para la vejez. En España es justo lo contrario, durante los años de crisis, muchos ancianos, con sus pensiones, han tenido que amparar a sus hijos y nietos. También afecta significativamente a la tendencia la distinta forma de enfrentar el aborto. El Islam es contrario al aborto, en ese sentido no se diferencia del cristianismo. La diferencia está en que en la inmensa mayoría de los países musulmanes se respetan los preceptos religiosos, mientras que en los occidentales no, y el aborto se considera un derecho. Mientras “nosotras parimos, nosotras decidimos”, en otras culturas deciden tener cinco, siete, o nueve hijos. El 97% de los abortos practicados en España, más de 100.000 al año (más de un millón en el conjunto de la UE), se hacen bajo el supuesto de protección de la salud psicológica de la madre. Estas cifras inciden poderosamente en el descenso de la natalidad en Europa.
Hace pocos meses, la prensa daba cuenta de que en Uttar Pradesh, el estado más poblado de la India con unos 200 millones, se habían presentado 2,6 millones de personas para optar a una oferta para cubrir 368 empleos públicos. Las autoridades renunciaron a la entrevista personal porque calcularon que necesitarían cuatro años a razón de 2.000 entrevistas diarias. Los requisitos consistían en tener acabados los estudios primarios y saber montar en bicicleta. Se presentaron 255 doctores, 25.000 posgraduados y 150.000 licenciados. Ante esas cifras nuestras crisis resultan risibles.
Los países más pobres son los que más crecen en población, mientras los más ricos se estancan. En ese contexto el trasvase de personas hacia los países con más oportunidades es inevitable por muchos muros que se levanten. En Europa está pasando desde hace décadas y se ha acelerado dramáticamente en los últimos años.
Los primeros emigrantes que empezaron a llegar poco después de la Segunda Guerra Mundial, perdían en gran manera el contacto con sus países de origen y se veían obligados a integrarse en su nuevo lugar de residencia intentando adaptarse a sus usos y costumbres. Los que llegan ahora, debido a internet y la globalización, pueden permanecer en constante contacto con los países de procedencia, no tienen ninguna necesidad de cambiar sus hábitos ni su modo de vida. Pueden residir en un sitio y actuar como si estuvieran en otro. 
La inmigración masiva, siendo en sí misma un problema, se agrava hasta límites insostenibles cuando los que llegan no se integran ni se adaptan a las costumbres del país de acogida, sino que, o bien se aíslan en guetos donde viven de modo muy similar a sus países de origen, o bien pretenden imponer su modo de vida a la sociedad que les acoge. Estos colectivos son más vulnerables a las crisis por educación, idioma, relaciones familiares, etc, y ello genera, por comparación, una disposición a la revuelta. Son terreno propicio para prender la llama de la radicalidad y la violencia. La juventud está siempre dispuesta a comportamientos extremistas, y en juventud los inmigrantes ganan por goleada.
Según el sociólogo alemán Gunnar Heinsohn, los hombres de entre quince y treinta años conforman la parte más violenta de cualquier sociedad. Una sociedad sobrecargada de gente joven tiene muchas probabilidades de sufrir episodios violentos. Los jóvenes tienen gran dificultad para hallar un sitio de prestigio en la sociedad y buscan otras alternativas, que suelen ser de tipo violento.   
Muchos de los jóvenes desarraigados que pueblan las grandes urbes europeas se sentirán en mayor o menor medida próximos a los que perpetran atentados contra intereses occidentales y desearán emularlos.
Cada vez que se produce un atentado, cada vez con más frecuencia, en suelo europeo, los noticiarios dicen que los terroristas son belgas, o franceses, o ingleses. No es cierto, son extranjeros con pasaporte de algún país de la UE. Aunque hayan nacido aquí, son más extraños al sentimiento europeo que cualquier otro que nunca haya pisado Europa. Odian y desprecian todo lo que representa el modo de vida de un europeo, o un occidental. Sus valores son otros. Durante años han ido rumiando el odio al entorno en el que viven.
En los años 30 del pasado siglo no todos los alemanes eran fanáticos nazis, pero la mayoría se dejó arrastrar, o se puso de perfil, o comprendió, toleró o amparó a los asesinos nazis. No todos los rusos era fanáticos estalinistas, pero la mayoría se dejó arrastrar, o se puso de perfil, o comprendió, toleró o amparó a los asesinos estalinistas. Podemos decir lo mismo de lo sucedido en China, en Japón, en Ruanda, o en Camboya. La mayoría de sus habitantes querrían la paz, pero eso no impidió que se produjeran millones de muertes. Es evidente que muchos musulmanes son pacíficos y lo que desean es vivir en paz, pero unos pocos fanáticos asesinos pueden arrastrar a muchos miles de prosélitos, mientras otros cientos de miles de pasivos congéneres se dejarán arrastrar, o se pondrán de perfil, o comprenderán, tolerarán o ampararán la violencia. Nos lo enseña la historia una y otra vez. Y otra. Y otra. El ser humano es así.
Todos los pueblos tienen señas con las que se identifican, idioma, cultura, religión, modo de vida, costumbres, gastronomía, forma de vestir, aspecto físico, y un sinfín de características que, si lo desean o lo necesitan, les sirve para agregarse a unos colectivos y separarse de otros. Las minorías violentas apelan a esas diferencias para seducir a las mayorías y suelen tener un éxito rotundo.
Europa se ha ido llenando de inmigrantes que buscaban una vida mejor que la que padecían en sus lugares de nacimiento. Los que se han integrado han contribuido a enriquecer a la sociedad, siempre la unión y la fusión son enriquecedoras. Los que no se han integrado han generado un grave problema. Viven entre nosotros pero no conviven. El rechazo engendra odio y el odio agresividad y venganza. “Es triste condición humana que más se unen los hombres para compartir los odios que para compartir un mismo amor”, decía Jacinto Benavente. Y odiar significa sentir asco por la simple existencia del otro, desear eliminarlo. Si además eliminar al otro está premiado con el Paraíso ¿cómo se puede detener esta deriva? El virus del odio se extiende muy deprisa y no tenemos vacuna.  
El primer síntoma de la decadencia de una civilización es la demografía. Una sociedad que no es capaz de crecer está condenada a desaparecer, por simple extinción, o por asimilación de otra más prolífica.
Europa ha sido invadida por una civilización más joven y dinámica, resuelta a imponer sus costumbres y su modo de vida. Dispuesta a reemplazar a la civilización existente. No es una cuestión de asimilación o integración. Es una cuestión de sustitución. 
Es un comportamiento cuanto menos incongruente, y desde luego violento y agresivo. Para entrar en un club se necesita una invitación o pagar una entrada. Y una vez dentro hay que respetar las normas establecidas. Si no te gustan es mejor quedarse afuera o buscar otro club. Lo que no parece de recibo es entrar sin que te inviten y encima pretender cambiar las normas.
Es muy duro emigrar, dejar atrás tu tierra, tus vivencias, tu entorno, para empezar de cero en un sitio nuevo. Pero si emigras a otro lugar es porque piensas que vas a vivir mejor, porque has decidido que en ese nuevo lugar las condiciones son más favorables que las que dejas atrás. Si al llegar a él, pretendes que la situación se equipare a la que abandonaste, ¿para qué hacer el viaje? La razón última no queda clara.
Es muy duro emigrar, pero hay una forma de emigración que no necesita desplazamiento. Se puede emigrar sin moverse del sitio. Se pueden perder la tierra, las vivencias, la cultura, las tradiciones, estando quieto, inmóvil. Basta con no hacer nada. Es suficiente con olvidarse del esfuerzo que costó a nuestros antepasados legarnos un lugar donde vivir. O lo que es peor, renegar de esa herencia.
Basta con mirar para otro lado, dudando de nuestras esencias, y confiando de un modo irracional en que no existe un problema, y que en caso de que existiese se va a arreglar solo. Si persistimos en ese camino, habrá que contemplar la posibilidad de que nuestros descendientes se vean obligados a vivir en algún tipo de exilio interior.  

Europa está pagando ahora las facturas de una mala compra. Y la seguirán pagando, y cada vez con mayores intereses, las próximas generaciones que no son responsables del mal negocio de sus progenitores.

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