jueves, 29 de junio de 2017

Soy un A.I.R.E. y hoy es mi cumpleaños.

Hoy, 15 de julio, es mi cumpleaños. Pertenezco desde hace tres décadas a la Agencia Internacional para la Regularización de la Existencia. No sé quién nos puso el nombre pero creo que no estuvo acertado, a mí nunca me gustó. Son cosas de los políticos, en una clara muestra de su hipocresía siempre buscan eufemismos para no llamar a las cosas por su nombre. Nos podían haber llamado policía encargada de la sostenibilidad de la sociedad, por ejemplo. Eso suena más serio. Y sería más fácil comprender cuál es nuestra importante función.
Nuestro trabajo es fundamental para el desarrollo eficiente de la humanidad, nadie lo pone en duda. Gracias a la labor que hemos venido desarrollando en los últimos tiempos la sociedad ha podido, primero, volver a los niveles de progreso que se alcanzaron a finales del siglo XX, y después, superarlos ampliamente.
Hubo un momento a principios del siglo XXI en que parecía que todo se iba al traste. La gran crisis sorprendió a los países más ricos con el paso cambiado. Los más prestigiosos economistas aventuraban una solución tras otra pero ninguna era la buena. El estatus alcanzado por la sociedad empezó a degradarse muy deprisa. Cundió el pánico. La gente contemplaba aterrada cómo se iba desmoronando todo lo que parecía firmemente establecido. Lo que llamaban el estado del bienestar se hundió en unos pocos meses. La riqueza de las naciones no alcanzaba ni para educación, ni para sanidad, ni para mantener las pensiones de los jubilados. En 2015 la población mundial alcanzó los 7.500 millones de personas. En 2030 pasó de 8.500 millones. Las previsiones apuntaban que en 2050 se llegaría a los 10.000 o incluso 11.000 millones. No había suficiente dinero para tanta gente. No había casi espacio. Los adelantos técnicos, en vez de contribuir al bienestar servían para eliminar puestos de trabajo. Las colas del paro cada vez eran más largas. Se extendió la pobreza y resurgió el hambre en países que vivían seguros de haber dejado atrás ese estado de cosas. Hubo revueltas, luchas callejeras, se multiplicaron los robos y asesinatos. Los países intentaban proteger cada uno su parcela y reverdecieron odios que se creían ya superados. Los nacionalismos excluyentes rebrotaron con fuerza. Los Estados levantaron muros en sus fronteras para detener la inmigración pero todos los esfuerzos resultaron inútiles. Las masas ingentes que se movían de un lugar a otro intentando encontrar un mundo mejor arrasaban con cualquier obstáculo que se interpusiera en su camino. El viaje, además, no les llevaba a ningún sitio porque no había lugar donde ubicarse, en todas partes se habían derrumbado las estructuras que pudiesen mantener un mínimo de bienestar general. Nadie lo reconocía abiertamente, pero se había instalado una especie de amarga resignación ante un futuro de desolación. Se tenía la certeza de que nos precipitábamos hacia una guerra de proporciones aterradoras. De hecho, los más radicales pregonaban que era necesario emprenderla cuanto antes, pero las máximas autoridades no se atrevían. Les retenía el convencimiento de que una vez iniciada no habría nadie capaz de detenerla a tiempo y era previsible que acabaría por eliminar a toda la humanidad.
La solución llegó de Oriente. Allí saben cómo manejar estos temas, si hay gangrena se amputa, de nada sirven los paños calientes. Los japoneses fueron los pioneros en implementar las medidas y obtuvieron unos resultados tan espectaculares que enseguida les copiaron todos los demás países. En pocos meses la situación dio un giro de 180 grados.
Yo me alisté en la primera promoción de mi país. Tenía 20 años, era fuerte y estaba lleno de energía. Superé todas las pruebas a pesar de que eran ciertamente exigentes. Nos prepararon a conciencia, no podíamos fracasar. Aún recuerdo, como si fuera hoy, la emoción que sentí el primer día de trabajo. ¡Con qué entusiasmo emprendimos nuestra decisiva misión!
Empezamos por los terminales. Esos que se mantenían durante días y días entubados, enganchados a una máquina, por la absurda idea de que había que intentar todo lo humanamente posible para salvarlos. Un auténtico desatino, eran desechos sin esperanza que suponían un despilfarro de millones para las arcas públicas. Algunos médicos trataron de resistir, algunos familiares también. Lo intentaron por la fuerza y por el soborno. No consiguieron nada, éramos los más fuertes y éramos insobornables. Nos habían elegido bien. Superamos muchas pruebas antes de conseguir formar parte de aquellos equipos de élite. Sabíamos lo que teníamos que hacer y lo hacíamos. Llegábamos a los hospitales, a las clínicas, incluso a las casas particulares de los más pudientes, desconectábamos los aparatos, los inutilizábamos, si era preciso los destrozábamos, y se acabó. El efecto fue radical, instantáneo, prueba de que aquel derroche era artificial y no servía para nada, como mucho para tranquilizar algunas conciencias. El mundo desmoronándose y ellos preocupados con sus ridículos problemillas de conciencia.
Cuando vieron que éramos implacables, muchos intentaron esconderse para continuar con sus prácticas subrepticiamente. Empresa inútil, también nos habían entrenado para esa eventualidad. Conocíamos sus argucias y siempre acabábamos localizándolos. En unos meses no quedó ninguno y los resultados se hicieron patentes de modo fulminante.
Las cifras fueron altamente positivas, incluso espectaculares. Pero a pesar de ello se demostraron insuficientes. Inmediatamente se decidió ampliar el espectro.
El C.S.E., Comité de Sostenibilidad Existencial, asesorado por un grupo de expertos, calculó que el tope tenía que establecerse en 85. La población que superaba esa barrera se había disparado exponencialmente en los últimos años. Cuando nos dijeron la cifra casi no la podíamos creer, era desmesurada. Los economistas calcularon que corrigiendo ese extremo, los números cuadrarían.
Esta segunda fase de la operación presentó mayores dificultades. Al iniciarla nos encontramos ante un contingente de enormes proporciones, la longevidad se había convertido en una terrible plaga. Fue necesario triplicar la plantilla para enfrentar el asunto con garantías. Hasta que no conocimos el problema en profundidad no pudimos darnos cuenta de la complejidad del mismo. Era impensable que la sociedad pudiera sobrevivir con aquella tremenda rémora. Absolutamente imposible. El saneamiento fue fácil en las residencias geriátricas, es evidente, pero enseguida pudimos comprobar que el porcentaje que vivía en aquellos centros era una ínfima proporción del total. La crisis los había vaciado, no había dinero para mantenerlos allí y las familias habían vuelto a hacerse cargo de los internos. En la mayoría de los casos para beneficiarse de la pensión de los antiguos residentes. Muchas familias vivían del dinero que percibían los ancianos. Una muestra más de hasta dónde había degenerado el sistema. Ante esta situación, hubo que hacer el trabajo casa por casa. Aquí la oposición que encontramos fue mucho mayor. Principalmente porque al efectuar el servicio, la familia se quedaba sin la remuneración del ente interceptado. Incluso nos encontramos más de un caso en el que el sujeto ya no existía. Se había ocultado su desaparición para continuar percibiendo el subsidio. Gente sin conciencia cívica. Anteponían su particular egoísmo al interés de la comunidad.    
Hicimos una labor excelente, nos llevó tiempo y mucho esfuerzo, pero los resultados compensaron tanto sacrificio.
Cuando íbamos por las casas, algunos se escondían, otros intentaban falsificar sus documentos, en los casos más extremos intentaron rechazarnos con gran violencia. Todo inútil, teníamos los medios técnicos y humanos para detectar las trampas o para enfrentarnos a los que pretendían oponerse a la ley. En apenas un año no quedó nadie por encima del límite fijado.
A pesar de la oposición que encontramos, llevamos a cabo el proceso de sostenibilidad con gran profesionalidad y exquisito cuidado. Los sujetos, una vez descubiertos y afianzados, eran conducidos a las C.T., Casas de Tránsito, donde, en un entorno muy confortable, se les permitía prepararse para el viaje durante unas horas en rigurosa intimidad. Después eran sedados dulcemente y ya no despertaban. ¿Cuántos a lo largo de la historia no habrían suspirado por un final tan agradable?
Una vez dejamos expedita la franja señalada por los expertos, se confeccionó un preciso censo para localizar con absoluta exactitud y precisión a los que iban accediendo a la frontera. Todo quedó reducido a un simple ejercicio de mantenimiento.
Los resultados fueron espectaculares, la sociedad dio un salto adelante en la consecución del estado del bienestar como jamás se había logrado antes en toda la historia de la humanidad. Tan extraordinarios fueron los efectos del plan establecido que el Comité de Sostenibilidad Existencial decidió que había que continuar avanzando en la misma dirección. La mejoría de las condiciones de vida animó a la gente a tener más hijos y el aumento de la pirámide demográfica por la base obligaba a reducirla por la cumbre. Era necesario hacer otro esfuerzo para que no se malograran los éxitos alcanzados. Se planificó una exigente agenda de trabajos, se organizaron numerosos encuentros, se analizaron múltiples alternativas, se estudiaron a conciencia las diferentes posibilidades y se compararon infinitas proyecciones. No se escatimó en medios, se contó con la participación de los más eminentes economistas, matemáticos y físicos, incluso se invitó a dos premios Nobel a participar en los debates. Ayudó mucho el hecho de que la mayoría de los líderes mundiales tenía menos de 30 años. La conclusión de los expertos fue que había establecer el límite en los 75.
Después se rebajó a 62, y en la última revisión se fijó en 50.
Gracias a estas medidas la humanidad está viviendo una época esplendorosa. Nunca antes se habían alcanzado niveles de bienestar similares a los que disfruta en la actualidad. Me siento muy orgulloso de haber contribuido con mi trabajo a este estado de cosas.
Y ahora me voy a preparar para mi viaje. Debo confesar que en un momento de debilidad se me pasó por la cabeza la idea de intentar escapar, pero pronto la rechacé, sé que es inútil. Mis compañeros son implacables y me encontrarían rápidamente. Los aguardo con serenidad, saben que es mi cumpleaños y no tardarán en venir a buscarme para acompañarme al Centro de Tránsito. 

Novela corta y Relatos en: "El crimen de Lainma y otros horrores".
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El crimen de Lainma y otros horrores de [Molinos, Luis]

miércoles, 21 de junio de 2017

Terrorismo y superpoblación

En 1850 la población mundial alcanzó los mil millones de habitantes. En 1930 llegó a los 2.000 millones. En 1960 se sobrepasaron los 3.000 millones. Hoy, en 2017, ya somos 7.500 millones.
En 1967, un informe de la OCDE, "Population Control and Economic Developement", establecía tres supuestos de crecimiento de la población mundial para el año 2050. Estos eran, 7.000 millones para la variante baja, 9.000 millones para la media, y 11.000 millones para la alta. La primera variante la hemos superado con casi cuarenta años de adelanto. Las últimas previsiones se corrigieron y ahora anuncian que alcanzaremos los 9.000 millones, la variante intermedia, para el 2030. A este ritmo es previsible que superaremos con amplitud la variante más alta, la más pesimista, en el 2050. En apenas 200 años la población mundial habrá crecido en más de 10.000 millones de seres. ¿Cuánto más puede aumentar?
Este crecimiento desorbitado no está regularmente repartido por el planeta. Naciones Unidas prevé que en 2050 la mitad de la población mundial estará concentrada en tan solo 9 países y 5 serán africanos. Según esas previsiones, Nigeria, que actualmente ocupa la séptima plaza y es el único país africano entre los diez primeros, pasará a ocupar el tercer lugar, desbancando a Estados Unidos. Los restantes serán China, India (14% de población musulmana), Pakistán (95% de musulmanes, más de 1.000 mujeres asesinadas “por honor” cada año, según la Pakistan´s Human Rights Commission), República Democrática del Congo (mayoritariamente cristiana), Etiopía (33% de musulmanes), Tanzania (35% de musulmanes), Estados Unidos, Indonesia (90% de musulmanes), y Uganda (mayoritariamente católicos).
En nuestros días, en Bangladés (90% musulmanes), el país con mayor densidad de población del mundo, el 60% tiene menos de 25 años. En contraste, los países europeos no hacen más que envejecer. En 2050, uno de cada tres europeos tendrá más de 60 años, mientras en América Latina y Asia la proporción será del 25%. En España el grupo de los menores de 25 no llega al 30%, siendo ya de un 23% el de mayores de 60 años.
En Egipto (90% de población musulmana) se producen cada año más de 2,5 millones de alumbramientos, en términos proporcionales cuatro veces más que la media de los países occidentales. En España el promedio de hijos por mujer es de 1,2. Las cifras son similares en el resto de países de la UE. En muchos países africanos pasa de 6, y la mayoría está por encima de 5.
Se está produciendo desde hace décadas una explosión demográfica en unos países mientras en otros los nacimientos no alcanzan a reemplazar las defunciones. Los distintos sistemas sociales y de ámbito cultural no hacen más que incrementar las diferencias. En países con sistemas de pensiones deficitarios o inexistentes, el tener muchos hijos da una cierta esperanza de sustento para la vejez. En España es justo lo contrario, durante los años de crisis, muchos ancianos, con sus pensiones, han tenido que amparar a sus hijos y nietos. También afecta significativamente a la tendencia la distinta forma de enfrentar el aborto. El Islam es contrario al aborto, en ese sentido no se diferencia del cristianismo. La diferencia está en que en la inmensa mayoría de los países musulmanes se respetan los preceptos religiosos, mientras que en los occidentales no, y el aborto se considera un derecho. Mientras “nosotras parimos, nosotras decidimos”, en otras culturas deciden tener cinco, siete, o nueve hijos. El 97% de los abortos practicados en España, más de 100.000 al año (más de un millón en el conjunto de la UE), se hacen bajo el supuesto de protección de la salud psicológica de la madre. Estas cifras inciden poderosamente en el descenso de la natalidad en Europa.
Hace pocos meses, la prensa daba cuenta de que en Uttar Pradesh, el estado más poblado de la India con unos 200 millones, se habían presentado 2,6 millones de personas para optar a una oferta para cubrir 368 empleos públicos. Las autoridades renunciaron a la entrevista personal porque calcularon que necesitarían cuatro años a razón de 2.000 entrevistas diarias. Los requisitos consistían en tener acabados los estudios primarios y saber montar en bicicleta. Se presentaron 255 doctores, 25.000 posgraduados y 150.000 licenciados. Ante esas cifras nuestras crisis resultan risibles.
Los países más pobres son los que más crecen en población, mientras los más ricos se estancan. En ese contexto el trasvase de personas hacia los países con más oportunidades es inevitable por muchos muros que se levanten. En Europa está pasando desde hace décadas y se ha acelerado dramáticamente en los últimos años.
Los primeros emigrantes que empezaron a llegar poco después de la Segunda Guerra Mundial, perdían en gran manera el contacto con sus países de origen y se veían obligados a integrarse en su nuevo lugar de residencia intentando adaptarse a sus usos y costumbres. Los que llegan ahora, debido a internet y la globalización, pueden permanecer en constante contacto con los países de procedencia, no tienen ninguna necesidad de cambiar sus hábitos ni su modo de vida. Pueden residir en un sitio y actuar como si estuvieran en otro. 
La inmigración masiva, siendo en sí misma un problema, se agrava hasta límites insostenibles cuando los que llegan no se integran ni se adaptan a las costumbres del país de acogida, sino que, o bien se aíslan en guetos donde viven de modo muy similar a sus países de origen, o bien pretenden imponer su modo de vida a la sociedad que les acoge. Estos colectivos son más vulnerables a las crisis por educación, idioma, relaciones familiares, etc, y ello genera, por comparación, una disposición a la revuelta. Son terreno propicio para prender la llama de la radicalidad y la violencia. La juventud está siempre dispuesta a comportamientos extremistas, y en juventud los inmigrantes ganan por goleada.
Según el sociólogo alemán Gunnar Heinsohn, los hombres de entre quince y treinta años conforman la parte más violenta de cualquier sociedad. Una sociedad sobrecargada de gente joven tiene muchas probabilidades de sufrir episodios violentos. Los jóvenes tienen gran dificultad para hallar un sitio de prestigio en la sociedad y buscan otras alternativas, que suelen ser de tipo violento.   
Muchos de los jóvenes desarraigados que pueblan las grandes urbes europeas se sentirán en mayor o menor medida próximos a los que perpetran atentados contra intereses occidentales y desearán emularlos.
Cada vez que se produce un atentado, cada vez con más frecuencia, en suelo europeo, los noticiarios dicen que los terroristas son belgas, o franceses, o ingleses. No es cierto, son extranjeros con pasaporte de algún país de la UE. Aunque hayan nacido aquí, son más extraños al sentimiento europeo que cualquier otro que nunca haya pisado Europa. Odian y desprecian todo lo que representa el modo de vida de un europeo, o un occidental. Sus valores son otros. Durante años han ido rumiando el odio al entorno en el que viven.
En los años 30 del pasado siglo no todos los alemanes eran fanáticos nazis, pero la mayoría se dejó arrastrar, o se puso de perfil, o comprendió, toleró o amparó a los asesinos nazis. No todos los rusos era fanáticos estalinistas, pero la mayoría se dejó arrastrar, o se puso de perfil, o comprendió, toleró o amparó a los asesinos estalinistas. Podemos decir lo mismo de lo sucedido en China, en Japón, en Ruanda, o en Camboya. La mayoría de sus habitantes querrían la paz, pero eso no impidió que se produjeran millones de muertes. Es evidente que muchos musulmanes son pacíficos y lo que desean es vivir en paz, pero unos pocos fanáticos asesinos pueden arrastrar a muchos miles de prosélitos, mientras otros cientos de miles de pasivos congéneres se dejarán arrastrar, o se pondrán de perfil, o comprenderán, tolerarán o ampararán la violencia. Nos lo enseña la historia una y otra vez. Y otra. Y otra. El ser humano es así.
Todos los pueblos tienen señas con las que se identifican, idioma, cultura, religión, modo de vida, costumbres, gastronomía, forma de vestir, aspecto físico, y un sinfín de características que, si lo desean o lo necesitan, les sirve para agregarse a unos colectivos y separarse de otros. Las minorías violentas apelan a esas diferencias para seducir a las mayorías y suelen tener un éxito rotundo.
Europa se ha ido llenando de inmigrantes que buscaban una vida mejor que la que padecían en sus lugares de nacimiento. Los que se han integrado han contribuido a enriquecer a la sociedad, siempre la unión y la fusión son enriquecedoras. Los que no se han integrado han generado un grave problema. Viven entre nosotros pero no conviven. El rechazo engendra odio y el odio agresividad y venganza. “Es triste condición humana que más se unen los hombres para compartir los odios que para compartir un mismo amor”, decía Jacinto Benavente. Y odiar significa sentir asco por la simple existencia del otro, desear eliminarlo. Si además eliminar al otro está premiado con el Paraíso ¿cómo se puede detener esta deriva? El virus del odio se extiende muy deprisa y no tenemos vacuna.  
El primer síntoma de la decadencia de una civilización es la demografía. Una sociedad que no es capaz de crecer está condenada a desaparecer, por simple extinción, o por asimilación de otra más prolífica.
Europa ha sido invadida por una civilización más joven y dinámica, resuelta a imponer sus costumbres y su modo de vida. Dispuesta a reemplazar a la civilización existente. No es una cuestión de asimilación o integración. Es una cuestión de sustitución. 
Es un comportamiento cuanto menos incongruente, y desde luego violento y agresivo. Para entrar en un club se necesita una invitación o pagar una entrada. Y una vez dentro hay que respetar las normas establecidas. Si no te gustan es mejor quedarse afuera o buscar otro club. Lo que no parece de recibo es entrar sin que te inviten y encima pretender cambiar las normas.
Es muy duro emigrar, dejar atrás tu tierra, tus vivencias, tu entorno, para empezar de cero en un sitio nuevo. Pero si emigras a otro lugar es porque piensas que vas a vivir mejor, porque has decidido que en ese nuevo lugar las condiciones son más favorables que las que dejas atrás. Si al llegar a él, pretendes que la situación se equipare a la que abandonaste, ¿para qué hacer el viaje? La razón última no queda clara.
Es muy duro emigrar, pero hay una forma de emigración que no necesita desplazamiento. Se puede emigrar sin moverse del sitio. Se pueden perder la tierra, las vivencias, la cultura, las tradiciones, estando quieto, inmóvil. Basta con no hacer nada. Es suficiente con olvidarse del esfuerzo que costó a nuestros antepasados legarnos un lugar donde vivir. O lo que es peor, renegar de esa herencia.
Basta con mirar para otro lado, dudando de nuestras esencias, y confiando de un modo irracional en que no existe un problema, y que en caso de que existiese se va a arreglar solo. Si persistimos en ese camino, habrá que contemplar la posibilidad de que nuestros descendientes se vean obligados a vivir en algún tipo de exilio interior.  

Europa está pagando ahora las facturas de una mala compra. Y la seguirán pagando, y cada vez con mayores intereses, las próximas generaciones que no son responsables del mal negocio de sus progenitores.

martes, 13 de junio de 2017

Entran tropas

El 14 de junio del 40 entraron en Tánger las fuerzas españolas para hacerse cargo de la seguridad. Por entonces la ciudad tenía unos 80.000 habitantes, 22.000 eran de los que llamábamos europeos, de ellos unos 15.000 españoles, 2.500 franceses, 1.200 italianos, 1.000 ingleses, y unos 1.000 de otras nacionalidades.
Las potencias europeas se estaban destrozando entre ellas en una terrible guerra, Francia estaba ocupada, e Inglaterra dedicaba todos sus esfuerzos a evitar la invasión de su territorio. España, en tanto que país neutral, decidió unilateralmente que ejercer la autoridad en Tánger era el mejor modo de garantizar la paz en la Zona.
Se suspendió el Estatuto y se anexionaron las instituciones al protectorado español. Un tabor de la Mehalla de Tetuán entró por el Charf y atravesó desfilando todo el Bulevar. El oficial que mandaba las tropas cabalgaba al frente en un hermoso caballo negro. El sudor del animal hacía brillar su piel de abenuz que contrastaba con el sulham blanco inmaculado con que el militar cubría su uniforme de gala. Se había dejado crecer la barba y en su gorra de plato la estrella de comandante había reemplazado a las de capitán. Luciendo una amplia sonrisa de satisfacción, montaba erguido, mirando a un lado y otro, saludando con ligeros movimientos de cabeza a las jóvenes que vitoreaban a las tropas desde las aceras. Desfilaba ufano como gallo en corral, con la cresta alzada y las plumas relucientes. Al verme se llevó la mano a la gorra en posición de saludo y me hizo signos de que pasaría a visitarme.
Tardó más de tres meses en aparecer por la librería. Me explicó que las labores de seguridad se habían encomendado a dos tabores de Tetuán que debían turnarse cada seis meses. Como estaba en el primer turno tenía que organizar muchas cosas y había estado extremadamente ocupado, sin tiempo para venir  a vernos.
- Ahora ya está casi todo regulado. Unos pocos ajustes más y a vivir. Este destino es una perita en dulce, Casimiro. Por lo que he podido colegir durante estos meses me lo voy a pasar de fábula. Desde que llegué no han parado de invitarme a recepciones. Sólo he podido asistir a dos pero cuando regrese en el siguiente turno no pienso perderme ninguna. Hay un ambiente que ni me lo creo. Menudo ganado tenéis por aquí, amigo. Algo espectacular. Si quieres venir te llevaré alguna vez, no te preocupes. Te nombro agregado civil para leva y enganche - y se reía a grandes carcajadas-, excelente trabajo, ¿eh?, de primera. ¿Cómo sigue su señora madre?, ¿ya no pone la bandera?
Mi madre no se encontraba bien. Llevaba varias semanas sin salir de casa, había perdido peso y daba la impresión de que se le estaba yendo la vitalidad con gran rapidez. Nunca había querido tener una mujer que le aliviase las faenas caseras pero ante la evidencia de su falta de fuerzas no tuvo más remedio que aceptar ayuda.

Contratamos a una rifeña grande, sonrosada y jarifa, que se llamaba Fetoma. Llevaba la cara y las manos tatuadas con dibujos de líneas azules y lucía tres dientes de oro que destellaban como tres luceros cada vez que se reía. De las orejas le colgaban dos arracadas mayúsculas, en los brazos no le cabían más ajorcas y el tobillo derecho lo adornaba con un khalkhal de plata. Iba siempre descalza y resultó ser una gran cocinera.

Fragmento de "Me quedé en Tánger", novela que se desarrolla en la ciudad de Tánger y el norte de Marruecos durante los dos primeros tercios del siglo XX.
Disponible en Amazon, en digital y en papel.


 

Opinión de lectores:
el 1 de noviembre de 2015
Muy bien escrito. Entretenido , se lee de un tirón y describe perfectamente la historia de Tánger y las diferentes culturas que estuvieron presentes en la ciudad cuando era internacional y el paso a la época actual.
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el 27 de noviembre de 2014
Forma novelada de una historia no muy lejana. Me captó desde la primera línea y consiguió que leyera con gusto, me emocionara y disfrutara de su lectura.La volveré a leer.