sábado, 16 de mayo de 2015

Cherepovets

Daniel aguzó el oído intentando escuchar de nuevo aquella voz que le había sonado tan agradable, pero solo le llegaba el sordo murmullo que producían los numerosos enfermos congregados en la enorme habitación. Todo lo que lograba percibir era un runrún de susurros, quejidos y lamentos. A pesar de su esfuerzo no era capaz de distinguir la voz que le había cautivado. Se volvió hacia la cama que tenía a su izquierda:
-¿Con quién va el médico? ¿Quién es la traductora?
-Va con una enfermera.
-¿Cómo es? ¿Es española, verdad?
-Es muy guapa. Guapísima. No sé si será española, no me ha dicho nada.
Se giró hacia el lado derecho de la cama:
-¿Sabes si es española la enfermera? ¿Te ha dicho algo?
Solo obtuvo una especie de gruñido por respuesta porque el paciente que yacía a su derecha estaba herido en la cara y no podía hablar.
Daniel se tuvo que conformar con seguir expectante por si la visita volvía sobre sus pasos pero nada nuevo percibió. El médico y sus acompañantes completaron el recorrido y salieron del dormitorio por otra puerta.
Una vez pasado el rápido reconocimiento les condujeron de nuevo al edificio donde estaban encerrados todos los demás compañeros. Daniel seguía necesitando la ayuda de Ricardo para moverse, y este a su vez, se apoyaba en él para caminar. En seguida les llamaron para nuevos interrogatorios, y así estuvieron durante mucho tiempo, respondiendo una y otra vez las mismas preguntas. Ya muy tarde les dejaron en una habitación atestada de prisioneros, donde intentaron encontrar un hueco para poder dormir, sentados en el suelo con la espalda apoyada en la pared.
De madrugada, cuando no llevarían ni tres horas en un incómodo duermevela, irrumpieron los guardianes y a culatazos y empujones les obligaron a levantarse para salir al exterior. Allí les esperaban unos camiones descubiertos donde tuvieron que embutirse como si fueran ganado. El frío era terrorífico, treinta y cinco grados bajo cero. Emprendieron la ruta que, a lo largo de cuarenta kilómetros, atravesaba la superficie helada del lago Ladoga. La fuerte ventisca hizo que se adhiriera a los hombres una capa de escarcha en las cejas, bigotes y barbas, de manera que se diría que habían encanecido de repente. Hasta el aliento se congelaba. Daniel iba en el cetro del grupo y podía beneficiarse, aunque solo fuera levemente, del calor humano que transmitían los cuerpos, pero los que iban en los flancos sufrían aún más la intensidad del frío. Cruzaron el lago en aquellas terribles condiciones y después de varias horas de zarandeos, tumbos, frenazos y arrancadas, llegaron a una estación semidesierta donde los trasvasaron a unos vagones enrejados. El tren se puso en marcha de inmediato. Iban hacinados, sin posibilidad de estirar una pierna sin golpear a los que estaban al lado. El frío mordía los cuerpos, tiritaban como azogados y a muchos les castañeteaban los dientes. Recorrieron kilómetros y kilómetros durante interminables horas bajo una oscuridad permanente, como una noche inacabable apenas interrumpida por tres o cuatro horas de grisácea y mustia claridad. Cada cierto tiempo se detenían en lúgubres estaciones, donde, si se asomaban a alguno de los pequeños ventanucos enrejados, podían observar una atribulada multitud que aguardaba pacientemente que llegase su tren, soldados que volvían al frente, desmovilizados que iban a sus hogares, viejos con expresión de no saber adónde iban, mujeres cubiertas de los pies a la cabeza de tupidos ropajes cuidando de niños pequeños, hombres mutilados, cojos, mancos, sin piernas, todos con gesto triste y resignado, como si la dura vida que arrastraban fuera una maldición inexorable. Si coincidían con la llegada de otro tren, los veían correr hacia él con desesperación, cargando con sus bultos, para subirse en una avalancha incontenible, casi pisándose unos a otros para hacerse un sitio antes de que reiniciara la marcha.  
Por fin llegaron a su destino, la estación de Cherepovets. Salieron de los vagones entumecidos y desfallecidos, algunos estaban tan débiles que se derrumbaron en el suelo, pero inmediatamente fueron obligados a levantarse a culatazos, pinchándoles con las bayonetas, o azuzándoles a los perros. Formaron en el andén para el recuento y a continuación echaron a andar adentrándose en la población por unas calles desiertas cubiertas de nieve helada y sucia.
-¡Davai! ¡Davai! -el grito de los guardianes se solapaba con el ladrido incesante de los perros. 

Fragmento de "El infierno de los inocentes", novela que narra la historia de dos niños atrapados entre la guerra civil española y la segunda guerra mundial. Disponible en Amazon.

viernes, 1 de mayo de 2015

MOSCÚ

Los llevaron a una gran casona en el número 7 de la calle Piragóvskaya. Una de las cuidadoras le dijo a Rosa: “Mira qué suerte tenéis, vais a vivir donde vivía la familia del Zar”. Otra vez el Zar y su familia. Rosa no tenía muy claro quién era el Zar, pero debía tener una familia muy grande y él sería muy importante, aunque seguramente no tanto como Stalin, ese señor de poblados bigotes que estaba por todas partes, en estatuas, en fotografías, o en enormes carteles, y al que, cuando la gente pronunciaba su nombre, siempre le anteponía “el sabio”, o “el genial”, o algún otro adjetivo muy bonito. Al hablar de él decían cosas que sonaban muy bien, como por ejemplo: “Gloria a nuestro amado jefe, padre y maestro, el camarada Stalin”. Le gustaba especialmente una foto en la que se le veía sonriente sosteniendo en sus brazos a una niña que sería de la edad de Miguelito, debajo, la leyenda decía: “Gracias, camarada Stalin, por nuestra infancia feliz”.
Sí, seguramente iban a ser muy felices allí. Todo lo que vieron les encantó, desde el conserje uniformado como un mariscal, hasta las habitaciones, el gigantesco mural de la entrada con la figura, como no, de Stalin con sus grandes bigotes, la espléndida escalera de mármol, los suelos de parqué, los inmensos maceteros con palmeras, el acuario lleno de peces de colores. Miguel lo contemplaba todo boquiabierto, entusiasmado, corría sin parar de un lado a otro señalando con el dedo cada cosa que le llamaba la atención. A Rosa le gustó sobre todo el acuario con sus variopintos pececillos.
Los distribuyeron por edades en grandes salones de veinte o veinticinco camas pegadas a las paredes y separadas por una mesita de noche. Pronto se habituaron a la rutina. Muy temprano les despertaban a toque de corneta. Se levantaban y desfilaban en formación para hacer unos minutos de gimnasia. Aprovechaban la reiteración de los ejercicios para que declamaran a coro las primeras palabras en ruso. De allí iban a lavarse y a hacer las camas, y a continuación al comedor a tomar un suculento desayuno. Pronto se olvidaron de las penurias que habían sufrido en España durante los meses anteriores al viaje, cuando la comida escaseaba y había que contentarse con cualquier bocado. Después de mucho tiempo rebuscando qué comer y aprovechando cualquier cosa para llevarse a la boca, ahora contemplaban una abundancia que desconocían. Los más revoltosos se dedicaban a tirarse los panecillos a la cabeza, o incluso los arrojaban por las ventanas. Cuando terminaban de desayunar iban a la escuela. Casi todos los profesores eran españoles y salvo una asignatura de ruso, todas las materias las aprendían en español.
Después iban a clases de canto, baile, música o artes plásticas. Ahí les dejaban optar a cada cual según sus apetencias. Rosa tenía una bonita voz y se decantó por el canto. Se integró en un coro que interpretaba canciones de todo tipo, populares, románticas o políticas.
¿Qué canta en la mañana esa rueda infantil?
Cantan los niños de España a la gloria de Lenin.
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Fragmento de "El infierno de los inocentes", novela disponible en Amazon en formato digital y en papel.



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EL INFIERNO DE LOS INOCENTES de [Molinos, Luis]