viernes, 20 de marzo de 2015

Grandes novelas de pocas páginas.

Da la impresión, a veces, que una novela debe tener muchas páginas para que los editores se decidan a publicarla y los lectores a comprarla. Basta darse una vuelta por las estanterías de las principales librerías para observar que la mayoría de los libros que se exhiben en los lugares preferentes son de lomos gruesos o muy gruesos. Muchas van de las 500 a las 1.000 páginas y algunas sobrepasan esa extensión. Como si se vendieran al peso, si un libro tiene menos de 300 páginas puede parecer que queda escaso y algunos pensarán que debe tratarse de una novelilla de poco mérito. No debería ser así.
Hace cuatro siglos ya lo advirtió Baltasar Gracián:
“No consiste la perfección en la cantidad, sino en la calidad. Todo lo muy bueno fue siempre poco y raro, es descrédito lo mucho. Estiman algunos los libros por la corpulencia, como si se escribiesen para ejercitar antes los brazos que los ingenios. La extensión sola, nunca pudo exceder de medianía, y es plaga de hombres universales por querer estar en todo, estar en nada.”
Valga como ejemplo una pequeña relación de grandes novelas, (algunas, obras maestras), que triunfaron en su momento o han quedado para la posteridad, en las que sus autores apenas si llegaron a las 200 páginas o se quedaron muy por debajo de esa cantidad.
El extranjero – Albert Camus
Hoy, mamá ha muerto. O tal vez fue ayer, no sé. He recibido un telegrama del asilo: “Madre muerta. Entierro mañana. Condolencias.” Esto no significa nada. Tal vez fue ayer.
La metamorfosis – Franz Kafka
Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la cabeza, vio su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el cual casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de resbalar hasta el suelo. Numerosas patas, patéticamente delgadas en comparación al grosor normal de sus piernas, se agitaban sin concierto.
El gran Gatsby – F. Scott Fitzgerald
En mi primera infancia mi padre me dio un consejo que, desde entonces, no ha cesado de darme vuelta por la cabeza. “Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien -me dijo- ten presente que no todo el mundo ha tenido tus ventajas…”
El coronel no tiene quien le escriba – Gabriel García Márquez
El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.
Crónica de una muerte anunciada – Gabriel García Márquez
El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5,30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros.
Pedro Páramo – Juan Rulfo
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo.
El lobo estepario – Hermann Hesse
Contiene este libro las anotaciones que nos quedan de aquel hombre, al que, con una expresión que él mismo usaba muchas veces, llamábamos el lobo estepario. No hay por qué examinar si su manuscrito requiere un prólogo introductor; a mí me es en todo caso una necesidad agregar a las hojas del lobo estepario algunas, en las que he de procurar estampar mi recuerdo de tal individuo.
La familia de Pascual Duarte – Camilo José Cela
Pascual Duarte, a fuerza de llevar tiempo y tiempo sin mudarse de ropa, estaba sucio y casi desconocido. Muy limpio, no lo fuera nunca, bien cierto es, pero tan sucio como últimamente andaba tampoco era natural.
El principito – Antoine de Saint Exupery
Cuando yo tenía seis años vi una vez una lámina magnífica en un libro sobre el Bosque Virgen He aquí la copia del dibujo.
La isla del tesoro – Robert Louis Stevenson
El squire Trelawney, el doctor Livesey y algunos otros caballeros me han indicado que ponga por escrito todo lo referente a la Isla del Tesoro, sin omitir detalle, aunque sin mencionar la posición de la isla, ya que todavía en ella quedan riquezas enterradas.
El aleph – Jorge Luis Borges
En Londres, a principios del mes de junio de 1929, el anticuario Joseph Cartaphilus, de Esmirna, ofreció a la princesa de Lucinge los seis volúmenes en cuarto menor (1715-1720) de la Ilíada de Pope.
El alquimista – Paulo Coelho
El muchacho se llamaba Santiago. Comenzaba a oscurecer cuando llegó con su rebaño frente a una vieja iglesia abandonada. El techo se había derrumbado hacía mucho tiempo y un enorme sicomoro había crecido en el lugar que antes ocupaba la sacristía.
El niño del pijama de rayas –  John Boyne
Una tarde, Bruno llegó de la escuela y se llevó una sorpresa al ver que María, la criada de la familia -que siempre andaba cabizbaja y no solía levantar la vista de la alfombra-, estaba en su dormitorio sacando todas sus cosas del armario y metiéndolas en cuatro grandes cajas de madera; incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo del mueble, que eran suyas y de nadie más.
El viejo y el mar – Ernest Hemingway
Era un viejo que pescaba solo en bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que cogió tres buenos peces la primera semana.
El adversario - Emmanuel Carrère
La mañana del sábado 9 de enero de 1993, mientras Jean-Claude Romand mataba a su mujer y a sus hijos, yo asistía con los míos a una reunión pedagógica en la escuela de Gabriel, nuestro hijo primogénito. 
Señora de rojo sobre fondo azul (y otras varias) – Miguel Delibes

domingo, 1 de marzo de 2015

El Ebro se desborda.

El Ebro se desborda. Otra vez.
En 2004, por una nefasta conjunción astral (no encuentro otra explicación para comprender tamaña desgracia), llegó al poder alguien que jamás debería haber llegado. Una de sus primeras decisiones nocivas, de las muchas que perpetró a lo largo de su aciago mandato, fue derogar el Plan Hidrológico Nacional que se había aprobado por mayoría unos meses antes. La obra contaba con la financiación necesaria, proveniente de la Unión Europea, y ya se estaba iniciando su ejecución. Se expusieron muchas razones para su anulación, una de las más repetidas fue que el río no tenía caudal suficiente para derivar una cantidad, por pequeña que fuese, a las tierras del sur, tan asiduamente necesitadas de irrigación. Desde entonces acá, como ya había sucedido innumerables veces a lo largo de la historia, y como seguirá sucediendo, las crecidas anuales han sido constantes, sobrepasando el cauce normal e inundando los terrenos adyacentes. La de este año es particularmente intensa, pero en menor o mayor medida es raro el año en que el río no se desborda. Si se hubiera ejecutado el trasvase, mucha de esa agua que daña haciendas y acaba vertiendo al mar, se aprovecharía para llenar embalses con los que aliviar durante muchos meses la sequía de otra tierras necesitadas, y en alguna medida, al evacuar el cauce con mayor rapidez, serviría para suavizar los destrozos que la crecida provoca. Agua que ahora provoca daños se aprovecharía para crear riqueza.
Las verdaderas razones de la derogación se sospecha que no fueron técnicas sino políticas. El trasvase vertebraba regiones y hermanaba tierras que algunos quieren separar, y eso provocaba sarpullidos en los que disfrutan levantando barreras artificiales. Una obra útil, racional, lógica y beneficiosa, se fue al garete cuando estaba a punto de iniciarse y este gobierno tampoco ha demostrado el menor interés por recuperarla. Por motivaciones políticas o simplemente por estupidez. O por ambas cosas a la vez, porque los motivos políticos y la estupidez suelen ir de la mano en muchas ocasiones.     

En su momento se organizaron manifestaciones multitudinarias en las que se gritaba: “No al trasvase, el río es nuestro”. No me quiero acordar pero me acuerdo. Las imágenes que estos días nos muestran los estragos que producen las aguas desbordadas y las evacuaciones forzosas de la población mueven a solidarizarse con los damnificados. Una solidaridad que echamos muy en falta hace unos años con los también afectados por las recurrentes sequías que se producen en el sureste de España.