Cuenta la leyenda que en tiempos de dominio islamita,
el señor del castillo tenía una hija de celestial belleza que se llamaba
Cántara. La seráfica joven se enamoró de un apuesto y varonil mancebo de nombre
Alí, pero el padre, más preocupado por los feluses que por los ardorosos
sentimientos de su hija, ignoró su apasionado ardor y la dio en matrimonio a un
gañán tan rico como feo. La moza, sintiendo que la cerrazón paterna le
impediría disfrutar de la ansiada coyunda con su amor verdadero, decidió que
esa vida de privación no valía la pena y se lanzó de cabeza por el acantilado. El bueno
de Alí reaccionó como lo hubiera hecho cualquier amante enardecido por el fuego de la pasión y se abalanzó al precipicio tras
ella. El trágico destino de los dos enamorados fue el origen del nombre de la
ciudad, Alí-Cántara.
El
egoísta y avaricioso progenitor, no pudo soportar el remordimiento que le producía su
mezquindad y se arrojó a su vez al abismo. Los hados quisieron castigarle a
perpetuidad y lo dejaron prisionero de las rocas. Es su rostro el que destaca
en la pétrea pendiente. Desde su altura está condenado por los siglos de los
siglos a contemplar a los enamorados de Alicante pasear su amor por la
Explanada y el Postiguet.
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